19
Eso no era, ni mucho menos, un beso pasional, pues de haberlo sido ella se defendería y lo rechazaría.
Podría insultarle o pegarle, con tal de escaparse.
Defenderse de alguna manera…
No, la besaba como si quisiera agredirla, hacerle daño, castigarla, volcar toda su rabia acumulada durante todos estos años en ese gesto, que a priori no debiera servir para agredir sino para complacer.
Y en su caso para volver a conectar.
Claudia tenía que quitárselo de encima, no por miedo al comportamiento de él, sino por el suyo propio; por eso levantó las manos y las apoyó en sus hombros para darle un empujón y apartarlo.
Pero no pudo, una vez que las colocó sobre él, ese contacto lo cambió absolutamente todo.
Lo estaba tocando, aunque su ropa estuviera por medio, y no pudo reaccionar como hubiese deseado.
Al principio, se limitó a sujetarse pero estaba tan cerca… Y sin poder remediarlo se apretó contra él. El estar prácticamente desnuda y notar el tacto de su chaqueta contra su piel acentuó su deseo de no perder el contacto.
Él, ajeno a todas sus dudas, dejó de magullar y avasallar sus labios para tantear su cuello, continuando su ataque en toda regla; mordisqueó sin piedad toda esa piel expuesta, lamiendo, presionando los labios, marcándola de alguna manera.
Ella volvió la cabeza a un lado y lo dejó continuar, intentando mantenerse inmune, ajena a lo que allí sucedía y fracasando estrepitosamente en su triste intento de ser indiferente.
Aquello era de locos.
Puede que intentar adoptar una actitud pasiva fuera condescendiente, pues sin ser cierto admitía que él tenía motivos para castigarla. Darle la razón como a cualquier otro borracho equivalía a ser una cobarde por no enfrentarse directamente a su pasado y a él.
Sin embargo, hacerle entender que estaba equivocado suponía corregir la información sobre ciertos hechos de ese pasado que él daba por seguros y eso no podía permitírselo.
Si lo sacaba de su error, tendría que hablar más de la cuenta.
Con tal de preservar sus secretos, prefería ser la mala de la película.
Él, al ver la pasividad de ella, levantó la vista y buscó su mirada.
—Si crees que así vas a desanimarme… —masculló molesto y se frotó contra ella para que sintiera la erección que tensaba sus pantalones.
Lo miró y contuvo la emoción, no sólo por lo que estaba sucediendo, sino por reconocer esa mirada. Victoria tenía sus mismos ojos.
Ese pensamiento le dio aún más fuerzas para aguantar hasta el final, sin importar nada más. Debía tirar hacia adelante sin importar el camino al que él la arrastraba.
«Cobarde,» se dijo en silencio. Porque en el fondo quería ser arrastrada.
—… te vas a llevar una sorpresa —sentenció él volviendo a la carga.
Saber que estaba cometiendo un error garrafal, quizá el peor de toda su vida, no le ayudó a apartarse de ella.
Sus sentimientos encontrados y su cuerpo habían tomado el control de sus actos y ya nada podía pararlo.
Podía echar la culpa al alcohol, pero mentiría. Era consciente del cuerpo que magreaba sin piedad y, a pesar de la inactividad de ella, sólo pensaba en terminar lo que se había arriesgado a empezar.
Ella echó la cabeza hacia atrás, facilitándole el acceso. Ya no podía negar que, aun dando por buena la excusa de que él necesitaba desquitarse, ella también lo deseaba.
Tanto o más que él.
No se atrevió a acariciarlo, a tocar su rostro crispado para suavizar su expresión; ansiaba rozar su piel pero no movió un dedo, dejó que fuera él quien manejara la situación.
Estaba segura de que así lo prefería.
—No estoy de humor para acabar follando en el suelo —aseveró él agarrándola del culo para moverla y poder arrastrarla hasta la cama.
—No es necesario utilizar ese vocabulario —murmuró casi sin aliento sin soltarse por miedo a caer, de forma poco elegante, al suelo.
—Perdón —dijo él con ironía—. A la viuda le va la marcha pero hay que ser fino y elegante para no ofenderla.
Poco a poco, caminando a trompicones, llegaron junto a la cama; ella fue la primera en detenerse al sentir el borde del colchón contra sus piernas. Él la empujó y ella cayó de espaldas, con la bata aún cubriendo sus brazos pero dejando el resto de su cuerpo a la vista.
Creyó que se entretendría mirándola y examinándola, pero se lanzó encima y de nuevo comenzó a tocarla por todas partes.
Pero por sus hechos saltaba a la vista que no estaba para perder el tiempo. Iba directo al grano.
Tironeó de sus pezones sin piedad, amasó sus pechos de una forma agresiva; no parecía querer excitarla ni complacerla, sólo hacer que se sintiera molesta, mientras que con los dientes arañaba el lóbulo de su oreja.
Jorge no podía creérselo, allí la tenía, bajo él, dispuesta a consentirle llegar hasta el final. Cerró los ojos para que la amargura no hiciera acto de presencia y le arruinara la noche acabando con su erección.
Tampoco quería mirarla a los ojos.
Ella arqueó la espalda en respuesta, moviendo también las piernas para que él se acomodara mejor entre ellas.
Inexplicablemente, sentir la tela áspera de los pantalones en la cara interna de sus muslos le resultó una sensación que, lejos de molestarla, la excitó todavía más y, aunque quería seguir mostrándose pasiva, esa intención se ponía cada vez más cuesta arriba.
Gimió sin poder evitarlo y volvió la cabeza a un lado al mismo tiempo que extendía los brazos en cruz; si con ese gesto no dejaba clara su total sumisión, nada lo haría.
Al abrir levemente los ojos vio el reflejo de ambos en el cristal de la ventana. Sobre la cama, ella desnuda, él completamente vestido, en una posición de lo más íntima.
—Es todo un detalle que aceptes la puta realidad —aseveró él maniobrando para poder desabrocharse los pantalones.
Apoyado parcialmente en ella lo logró y únicamente se molestó en bajárselos hasta medio muslo. No necesitaba nada más. Liberar su polla de las restricciones que imponía la ropa y poder follarla era lo único importante.
Antes de metérsela, a pesar de lo contraproducente de hacerlo, la miró a los ojos; quería hacerle saber que era él quien se la iba a follar, que fuera consciente de que no había posibilidad de dar marcha atrás.
Pero ella permanecía con la cabeza girada y tampoco estaba para perder más el tiempo.
Se agarró el pene y lo dirigió hacia su coño sin molestarse siquiera en comprobar si ella estaba húmeda.
Ella relajó sus piernas y las dobló, apoyando los talones sobre el colchón y preparándose para la penetración.
No tenía muy claro si después de tantos años iba a dolerle, pero ya no podía detener aquello.
Toda la situación se le había escapado de las manos y ahora, por impensable que pareciera hacía unos minutos, deseaba que ocurriera.
—Joder… —siseó él embistiéndola hasta el fondo. Sin esperas, sin tanteos, de una sola vez se ancló en su interior.
Ella ahogó un gemido y se mordió el labio para no gritar su nombre.
Aquello se les fue de las manos a los dos.
Jorge no quería detenerse, y continuó penetrándola, sin descanso, de una forma primitiva y animal.
Si desde su llegada se había mostrado rudo, no era nada comparado con su comportamiento en ese instante. Agresivo, inmisericorde… Empeñado en demostrar algo que ni él mismo podía definir.
En la alcoba se escuchaba el sonido de ambos cuerpos, chocando, compartiendo fluidos… Gemidos controlados y otros no tanto, muelles rechinando…
Claudia sentía su cuerpo completamente abandonado a lo que él quisiera exigir, no tenía ni un ápice de control.
¿Cómo había podido sobrevivir tantos años negando lo obvio?
—¿Cuánto tiempo vas a aguantar sin gritar? —jadeó él entre embestida y embestida.
—No tengo nada que decir… —gimió sin despegar la vista del reflejo de ambos en el cristal.
—Mientes —la acusó mostrándose despiadado. Sabía que se estaba aguantando, controlándose para no decir en voz alta lo que sentía, fingiendo una jodida indiferencia que le estaba enervando aún más y, aunque le debiera importar un pimiento si ella disfrutaba o no, se esforzó aún más por lograr desestabilizarla de una puta vez.
—Oh, Dios mío —gritó a punto de correrse.
Él notó ese punto y, comportándose como un auténtico loco, sin mediar una sola palabra más, la penetró sin detenerse hasta que estalló y se corrió con una fuerza desmesurada, cayendo acto seguido sobre ella como un peso muerto.
Claudia cerró los ojos, ése era el castigo. No acostarse con ella como podría haber pensado, sino usarla sólo en beneficio propio dejándola insatisfecha y con la sensación de haber sido utilizada.
De repente se sintió liberada de su peso, pues él se giró para quedar tumbado boca arriba. Ella se colocó de costado, en posición fetal, dándole la espalda y se cerró la bata.
Escuchó cómo la respiración de él se iba regularizando hasta recuperar la normalidad y ello dio paso a ¿ronquidos?
¿Después de todo se había quedado dormido?
Cuando estuvo segura de su estado, dejó caer la primera lágrima.
Aquel sinsentido iba a causar mucho daño, pero no podía evitarlo.
No supo cuándo se quedó dormida, pero sí se percató de un movimiento tras ella. Estaba amaneciendo y se giró. Él estaba sentado en la cama, dándole la espalda, con la cabeza hundida entre las manos.
Al cambiar de postura en la cama él debió de darse cuenta de que estaba despierta y la miró.
—No te preocupes… —Se puso en pie y empezó a adecentar su ropa arrugada—. He pasado demasiadas noches fuera, de putas, en hoteles de todo tipo, como para saber salir discretamente.
Ella cerró los ojos, dolida una vez más por sus palabras, pronunciadas para causar el mayor daño posible.
—Sólo que en esta ocasión hay una gran diferencia…
Claudia no quería seguir escuchando, pues estaba segura de que esas hirientes palabras no sólo le hacían daño a ella.
—Esta vez no he tenido que pagar yo él hotel ni la compañía —remató Jorge marchándose de la habitación sin hacer el menor ruido.
La dejó confundida y rabiosa.
Él no tenía derecho a comportarse como un cretino todo el tiempo, por mucho que estuviera dolido podía al menos haber intentado ver las cosas desde otra perspectiva o si hubiera leído con atención la nota que le dejó…
Se tapó los ojos con el brazo; nada tenía sentido. Nada.
Ahora sólo tocaba coger el toro por los cuernos.
Él había creído disfrutar de su desquite y ella tenía el poder para decir la última palabra.