18
—Supongo que haber dejado cantidades indecentes en este hotel en reservas de habitación, juergas y putas me concede ciertos privilegios a la hora de obtener el número de tu suite —respondió él con cinismo.
Saltaba a la vista que su intención no era simplemente responder a una pregunta, sino más bien ofenderla.
Esperaba que ella recogiera el guante.
—No necesito todos los datos —le espetó enfadada.
Por su intromisión, por su información, especialmente por su presencia. Odiaba que la pillaran fuera de juego.
—No tengo nada que ocultar.
De nuevo ella captó el mensaje entre líneas: quería cabrearla, hacer que se sintiera culpable.
Lo que realmente llamaba la atención era la forma tan ladina que utilizaba, pues el Jorge que ella recordaba carecía de malicia, era confiado y, si se enfadaba, no recurría a eufemismos.
Quedaba patente que los años le habían hecho cambiar de actitud.
—Tu reveladora información no explica cómo has abierto la puerta —dijo a sabiendas de que Higinia había cerrado al marcharse. Podía acusarla de muchas cosas, entre ellas de entrometida, pero jamás de ineficiente.
—Sé que no te agradará, pero me gusta la sinceridad. —Otro ataque—. En esas cantidades indecentes de dinero gastadas debo incluir a las camareras del hotel. —Con ello ya estaba siendo suficientemente desagradable, pero aún podía mejorar—: Y no precisamente en propinas.
Jorge esperaba haber conseguido el primero de sus propósitos: desestabilizarla y, así, ver de una jodida vez un signo de vulnerabilidad.
Ella quería mandarle a paseo y echarlo de su suite a la mayor brevedad posible. Para ello lo primero era abandonar el cuarto de baño, pero Jorge continuaba allí, tan pancho, obstruyendo la retirada.
En esa postura tan indolente, como si le importara todo un pimiento, como si tuviera algún tipo de derecho para poder estar allí.
Y maldita sea la gracia, si al menos el paso del tiempo le hubiera tratado mal, hubiera perdido pelo o echado barriga… Pero no, se le notaban los años, pero no resultaba desagradable a la vista.
Debería apartar los ojos de él.
Podía entretenerse peinándose o realizando cualquier otra tarea de aseo personal, pero con él mirando fijamente cada uno de sus movimiento se pondría nerviosa, situación de la que él bajo ningún concepto debía enterarse, y no dar pie con bola.
Él, por su parte, tuvo que inspirar profundamente para calmarse.
«Quieto chaval, que te pierdes», le dijo una vocecilla interior.
Aquel numerito de la bañera le había afectado mucho más de lo que estaba dispuesto a admitir en voz alta, pero callar no serviría de nada si ella, por un casual, dirigía la mirada a su abultada entrepierna.
Joder, la deseaba. Vaya si lo hacía.
Si pensaba que con la aparición estelar de la mañana ya no podía afectar más su revolución interna iba muy desencaminado; ella aún tenía la potestad de provocarle una erección de mil demonios, a todas luces inconveniente para llevar a cabo sus objetivos y, la verdad, con su polla en pie de guerra no podría ser muy coherente.
Esos propósitos, por cierto, empezaba a no tenerlos muy claros, pues su cuerpo sólo reaccionaba en un sentido.
Y la odiaba cada vez más por eso y por mil cosas más.
Por dieciocho años de preguntas sin respuestas.
Por dieciocho años de soledad mal ahogada en alcohol.
Por dieciocho años de sufrimiento.
Por dieciocho años recordándola y buscándola en cada mujer que se follaba.
Se apartó de la puerta; no era signo de darse por vencido, sino una retirada táctica.
Ella respiró tranquila y apagó las luces del aseo para salir tras él y conseguir que se fuera para no alterar su inestable paz interior lograda con el baño.
Pero él no iba a abandonar la estancia.
Ya en el dormitorio oyó cómo él movía algo; el tintineo de los cubitos de hielo indicaban que estaba dando cuenta del bien abastecido minibar.
Ya se había percatado de que hacía honor a su fama de borracho.
Jorge entró de nuevo en la alcoba con el vaso en la mano y dio un buen trago para después fijar la atención en su objetivo.
—Brindo por ti —exclamó en tono de burla levantando la copa y bebiendo después—. Lo has logrado. Sabía que eras inteligente, ambiciosa y luchadora. ¡Enhorabuena!
—Gracias —dijo ella con sarcasmo.
—Siempre fuiste más espabilada que yo —continuó él guaseándose descaradamente—. Y mírate ahora, la distinguida, adinerada y poderosa señora Campbell… ¡Quién te ha visto y quién te ve! —Para más choteo hasta la obsequió con una reverencia.
—No estoy de humor para aguantar las estupideces de un borracho —le replicó alzando la barbilla. Por dentro se estaba derrumbando, pero aguantaría; después, a solas, lloraría.
Era una actitud que muchos tildarían de fría y calculadora, aunque ella bien sabía que en ciertos casos nunca se debe mostrar vulnerabilidad, especialmente frente a los enemigos.
—Aún no estoy todo lo borracho que puedo llegar a estar, pero no sufras… —Apuró su vaso—. Estoy en ello.
—Vete a tu casa.
—Tú y yo tenemos una conversación pendiente, ¿no crees? Sin testigos, sin perros falderos que te hagan el trabajo sucio —alegó él en clara alusión al abogado.
—Di lo que tengas que decir —le pidió manteniéndose firme. No sabía cuánto tiempo podría aguantar esa inestable fachada de fortaleza si él continuaba atacándola y mirándola como si quisiera estrangularla, a partes iguales.
—Debo reconocer que has jugado muy bien tus cartas. ¡Qué aparición tan espectacular! Primero el suspense y luego ¡tachán! La aparición estelar de la prima donna. Mis felicitaciones. —Aplaudió sin dejar de burlarse.
—Se acabó —masculló ella molesta y cansada de tanto desprecio. No tenía por qué aguantar sus desplantes ni sus ofensas.
—No —aseveró en voz baja perdiendo todo el rastro de burla.
Ella nunca le había visto así, tan serio y amenazante. Parecía otro. Y no sólo por los cambios físicos que saltaban a la vista. Ella bien sabía que se acercaba a los cuarenta y que su pelo castaño empezaba a dar signos de que pronto luciría canas en las sienes.
También la expresión risueña y casi inocente que ella almacenó en la memoria había dado paso a una más seria, triste, alicaída, que denotaba cansancio.
En ese momento deseó poder acariciarle el rostro y así poder mitigar parte de su resentimiento.
Pero tal circunstancia era altamente contraproducente.
Se ató con más fuerza el cinturón de su bata para tener algo entre manos.
—No —repitió él dando un paso hacia ella, sin abandonar su vaso, en el que apenas quedaba licor—. ¿Quién iba a decirme que la chica que disfrutaba quitándose las zapatillas para pisar la hierba tras la lluvia ahora iba a regresar para arrebatarme lo que es mío?
Ella, instintivamente, retrocedió; no debería, pero no quería tenerlo tan cerca.
Él pareció entenderlo de otra manera y, tomando la retirada de ella como una victoria propia, continuó con su avance.
Hasta que Claudia no pudo dar ni un solo paso más hacia atrás.
En todo momento ambos se mantuvieron la mirada.
Ninguno era capaz de apartar los ojos del otro.
La mirada clara y rencorosa de él frente a la de ella, altiva y oscura.
Jorge se inclinó hacia adelante…
Ella se tensó por la proximidad, iba a tocarla…
Pero no, él sólo se limitó a dejar bruscamente su vaso vacío en la mesita que ella tenía a su espalda y a la que se aferraba con ambas manos.
No estaba preparado para acercarse a Claudia. No era tan inmune, ya lo sabía, pero había confiado en su poder de autocontrol para sujetar con rienda firme todos los sentimientos contradictorios que despertaba en él.
Ella quiso huir. Sí, por primera vez en mucho tiempo era lo que quería hacer. Olvidarse de todo, dejarse de farsas, abandonar su papel de mujer fría y controlada.
Notó cómo, al haberse tapado precipitadamente con su liviana bata de seda sin secarse previamente, ésta se había ido humedeciendo, de tal forma que dejaba más que en evidencia las curvas de su cuerpo.
Y no únicamente eso, pues al estar mojada se trasparentaba más de lo prudente, mostrando más de lo que ocultaba.
Él se percató de su incomodidad y sonrió de medio lado. Puede que esa fachada infranqueable se estuviera empezando a desmoronar.
Excelente, al parecer ella tampoco era tan inmune como fingía.
Pero nada más lejos de la realidad, pues se dio cuenta del motivo al seguir la mirada de ella.
—Joder… —masculló siendo consciente de la respuesta de su cuerpo, respuesta que había conseguido aplacar a duras penas hacía unos minutos. Su polla no podía elegir peor momento para responder.
Claudia se cruzó de brazos, en un pobre intento de ocultar lo que él ya había visto. Y de nuevo fijó la mirada en él, repitiéndose una y mil veces que debía ser fuerte, sólo un poco más.
—Me lo debes… —farfulló él un instante antes de agarrarla de las muñecas para separarle los brazos y dejar expuesto su pecho.
Ella forcejeó levemente, aún tenía la seda azul sobre su cuerpo.
Barrera de lo más débil, pues sin miramientos él desató el cinturón y tiró de ambas solapas, dejando su cuerpo completamente desnudo ante sus ojos. Desnudo y húmedo para su escrutinio.
Él recorrió con los ojos toda la piel femenina, contemplando ese cuerpo.
Ya no era el de una jovencita de dieciocho al que le faltaban los últimos retoques para convertirse en una mujer.
Se conservaba bien, se había redondeado donde era pertinente y ahora sus pechos, algo más grandes, se mantenían erguidos. Al igual que sus pezones, tiesos, y no de frío precisamente.
—Es suficiente —murmuró ella intentando cubrirse.
—Ni hablar —respondió él ensimismado bajando la vista hasta su ombligo y un poco más. Mirando encantado su vello púbico.
Los pensamientos que se le pasaron por la cabeza en ese momento…
Ella, tras su leve momento de indecisión, levantó la cabeza orgullosa; este examen sólo era un paso más y una excusa más para poner en marcha sus planes.
—Apártate… —le advirtió.
Pero él parecía no escucharla, seguía completamente hipnotizado con lo que estaba viendo.
—Eres una hija de la gran puta… —maldijo antes de bajar la cabeza y besarla.