25
Ella no fue consciente de que presentarle tal reto tendría el mismo efecto que mover un trapo rojo delante de un toro, y él se lo tomó al pie de la letra.
Se lanzó a por ella, literalmente, rodeándola con un brazo para sujetarla mientras que con el otro amasaba cada uno de sus pechos, alternando caricias a nivel general y pellizcos a nivel particular sobre sus duros pezones.
Presionaba con los dedos, manteniendo el agarre unos segundos, en los que ella dudaba de si iba a ser capaz de soportarlo de nuevo, para acto seguido liberarlo, dejándola dolorida aunque inexplicablemente con ganas de repetir.
—La próxima vez recuérdame que traiga mi juego de pesca —gruñó él en su oído apresando con los dientes el lóbulo para después recorrer con la lengua toda la sensible piel de la oreja, dejándola humedecida tanto o más que su entrepierna.
—¿Cómo dices? —Ella se echó un instante para atrás, seguramente distraída con el magreo al que estaba siendo sometida, había perdido cierta capacidad auditiva.
—El hilo de coco… —dijo él como si lo explicara todo—. Tiene tantas posibilidades… —añadió risueño.
—No sé lo que estás pensando, pero prefiero no saberlo —mintió ella.
Él sonrió contra su piel.
—Imagínate que rodeo uno de tus pezones con el hilo, hago un pequeño nudo… —explicó él sin dejar de torturar uno de ellos—… lo dejo ahí, casi olvidado… —Cambió de pecho antes de continuar—… y cuando estés a punto de correrte, cuando tu cuerpo se arquee de una manera incontrolable, tiro de ese hilo consiguiendo que tu clímax se multiplique por diez.
Claudia sintió una especie de escalofrío general ante esas palabras. ¡Cielo santo! ¿De verdad eso era posible?
—Eso te lo acabas de inventar.
Un nuevo reto y él, sin dudarlo, recogió el guante. En este tema jugaba con ventaja.
—Si lo que quieres es una demostración, ahora mismo puedo buscar «algo» con lo que apañármelas para que no dudes.
Ella negó con la cabeza. Sí, Jorge había «aprovechado» bastante bien sus noches de desfase. Pero mejor no pensar en ello para no estropear el momento.
Él no perdía el tiempo, así que Claudia decidió no seguir como una simple receptora de las atenciones masculinas; además, deseaba tocarlo, posar las manos sobre su piel, comprobar con el tacto, con la vista o con lo que fuera cómo era su cuerpo, sentirlo, notar su calor, porque lo único que había sentido hasta el momento, sin lugar a dudas, era su erección presionando su trasero.
Y ello resultaba insuficiente, así que movió la mano hasta posarla sobre la abultada bragueta y recorrió toda la longitud allí expuesta, a lo que él respondió mordiéndola en el cuello.
—Desnúdate —ordenó ella al verse en inferioridad de condiciones. Sus palabras sonaron más como una súplica que como un mandato.
—Como mande la señora —dijo él medio burlándose.
Ella se sentó en la cama para contemplar el espectáculo. Se arrepintió de no haber encendido la luz, quería comprobar qué cambios había experimentado, además de volverse más cínico, el chico impetuoso, conquistador y flacucho que la volvía loca y perseguía por los rincones de la casa.
Él, sin llevar a cabo ningún ritual a la hora de desprenderse de la ropa, fue dejando caer cada prenda de forma descuidada hasta quedarse ante ella sin nada.
Claudia se incorporó y, poniéndose a su altura, hizo un repaso táctil. Sí, había cambiado, y a mejor. Pero en el fondo tenía la certeza de que, de no haber sido así, ella sentiría la misma excitación.
—¿Tengo el visto bueno? —murmuró él mirándola con los ojos entrecerrados.
—¿Y si te digo que no? —bromeó ella.
Puede que poco a poco lo que en un principio eran frases destinadas a herirse mutuamente fueran dando paso a simples comentarios jocosos, evitando así hurgar en la herida que cada uno tenía abierta.
—Pues tendrás que conformarte —replicó él encogiéndose de hombros.
Él la ayudó a tumbarse en la cama y se unió a ella, colocándose a un costado para de nuevo provocarla y excitarla con besos en el cuello.
Lo que ella no podía adivinar era que ése era el punto de partida, pues Jorge tenía la intención de recorrer todo su cuerpo con los labios.
Moviéndose con precisión alcanzó uno de sus ya de por sí torturados pezones para aplicarles de nuevo sus conocimientos; la diferencia estribaba en que en esa ocasión fue más liviana la presión con la que los obsequió.
Claudia se inquietó levemente cuando su lengua juguetona alcanzó la depresión de su estómago e indagó en su ombligo.
—Jorge… —suspiró cerrando los ojos, a pesar de que desearía ser testigo ocular de todo lo que él hacía sobre su cuerpo.
—Hum… —Dibujó un reguero de besos hasta parar justamente sobre su vello púbico, que acarició con las yemas de los dedos.
—¿Qué vas a hacer? —preguntó por preguntar, pues había oído hablar de ciertas prácticas en una ciudad, Londres, donde podía hablarse libremente, aunque dudaba de si eso podía llevarse a cabo.
—Jugar al parchís —se guaseó él antes de agarrarla de ambas rodillas, doblárselas y separarle las piernas consiguiendo acceso sin obstáculo a su coño.
—¿Es necesario?
Jorge no quiso responder con palabras, prefirió bajar la cabeza y probar con sus labios la parte más íntima del cuerpo femenino. Algo que no pudo hacer en su día, por varias razones, entre ellas la falta de oportunidad, pero la principal, y de la que se lamentó durante mucho tiempo, era que, llevado por su inexperiencia y mal aconsejado por su propio placer, no sabía de la misa la media en lo que a placer sexual se refería.
Conocimientos que no adquirió hasta mucho después, ya que, como él se corría siempre, pensaba que ellas también. Si a eso se sumaba que, en la mayoría de las ocasiones, por no decir todas, se follaba a putas, las cuales fingían para que el cliente acabara rápido y no herir su ego, pues poco o nada sacaba en claro.
Hasta que en un viaje, con la excusa de negocios, fue a París, donde en un burdel de lujo tuvo la oportunidad de ver el placer sexual desde el otro lado y, tras sentirse un estúpido egoísta, aprendió cómo, dónde y cuándo se debía tocar a una amante.
—Imprescindible, diría yo —corrigió él levantando la vista un instante para sonreírle antes de volver a utilizar la lengua para recorrer unos labios vaginales hipersensibilizados y empapados de fluidos, un clítoris duro y, lo más importante, saborearla a ella, a Claudia.
—Esto es… —gimió ella estirando los brazos en cruz y arrugando el cobertor con sus puños. Lo que había escuchado no se acercaba ni de lejos a lo que estaba experimentando.
—Y no hemos hecho más que empezar.
Ella se mordió el labio inferior con fuerza, articulando sonidos incoherentes, arqueando su cuerpo, restregándose contra esa boca sin pudor alguno.
Jorge no se detuvo; todo lo contrario: a los hábiles lametones de su lengua añadió primero un dedo, que introdujo curvado, para moverlo en su interior y despertar, si no lo estaban ya, cada una de las terminaciones nerviosas de su vagina.
Todo ello de forma precisa y evitando, deliberadamente, ese punto del que le habían hablado como algo sublime para una mujer, pero que, sin una preparación adecuada, hasta podía ser doloroso.
Al índice sumó el dedo corazón; ambos, separados a modo de tijera, dilataban su sexo permitiéndole, con la punta de la lengua, tantear y estimular.
Ella no podía más, al tener los talones apoyados sobre el colchón se impulsaba frenéticamente, sin ser consciente de que entorpecía la labor de él, pero… ¿quién podría controlar sus reacciones?
—No puedo más… —gritó con la boca seca.
Aquella tensión, esa sensación de que no se sabe cuándo va a explotar… Sólo que lo necesitas, que tu cuerpo ansía liberar la presión acumulada, que suplicarías por lograrlo…
Jadeó, se retorció y finalmente gritó cuando él le dio el toque de gracia, palmeándole el clítoris, acertando de pleno con la palma de la mano. Soltó amarras.
Jorge levantó la cabeza y limpiándose el rostro en el antebrazo no perdió el tiempo, gateó hasta colocarse encima de ella y su polla siguió el camino natural, completamente, sin vacilación.
Encontró el paraíso cuando sintió todo el calor, la humedad y la presión de los músculos internos, aceptándolo y dándole la bienvenida.
Arrodillándose frente a ella, la agarró por detrás de las rodillas para impulsarse y penetrarla sin descanso.
—Quédate así —ordenó él cuando ella hizo amago de incorporarse—. Me encanta ver el balanceo de tus tetas cuando empujo.
Claudia no se sintió ofendida por el lenguaje vulgar y explícito, porque sus palabras eran producto del momento. A saber qué sarta de incoherencias había sido ella capaz de decir cuando se encontraba al borde de un orgasmo que no parecía llegar jamás.
—Eso es… —apuntó entre embestida y embestida—. Metértela así, bien adentro, ver cómo entra y sale de tu bonito coño me está volviendo loco. Y más aún después de habérmelo comido.
—Sigue… —imploró ella, que tras recuperarse estaba de nuevo empezando a sentir cómo en su interior se estaba formando algo importante, a pesar de haber alcanzado, hacía apenas cinco minutos, un clímax inenarrable.
—Como si fuera a detenerme…
Jorge estaba a punto de estallar, pero no quería limitarse a correrse y caer jadeando sobre ella. La inquietud de marcarla a fuego iba tomando forma en su interior.
Estaba claro que ella, en su estado tan febril o más que el suyo propio, no iba a ponerle ningún impedimento, así que, sorprendiéndola, sacó su erección y la sustituyó por dos dedos, que empezó a mover sin piedad.
Con la otra mano se agarró la polla y comenzó a masturbarse, rápidamente, sin darse tregua, apretándose de forma brusca mientras que los dedos de su otra mano se hundían en el coño caliente y hambriento.
La observó tensarse, por lo que disminuyó unos segundos la presión a la que estaba sometiendo su pene y apretó el pulgar sobre el clítoris, consiguiendo que ella se corriera.
Sin perder un segundo volvió a meneársela, arriba y abajo, apretando el glande, como tantas veces, en su solitario cuarto y con el recuerdo de ella como aliciente, hasta que el primer chorro de semen cayó sobre el ombligo de ella, seguido por el resto, que lo hizo sobre el vello púbico.
Ella no se ofendió, como hubiera podido pensar, pues permaneció tumbada, con un brazo ligeramente separado de su cuerpo y los ojos tapados con el otro.
La viva estampa de una mujer satisfecha.
Él sabía lo escrupulosas que eran algunas mujeres con el tema de los fluidos, influenciadas por cuentos de viejas, pues todo lo tocante al sexo era pecado o tabú, pero se alegró de que Claudia aceptara, sin decir ni pío, su semen.
—Voy a por algo para limpiarte.
—No importa —alegó ella sin mirarlo, demasiado a gusto como para moverse. Ya se daría un baño más tarde.
—Veo que no eres de las tiquismiquis —apuntó tumbándose a su lado para simplemente disfrutar del momento poscoital sin preocuparse de más.
—Sería absurdo, ¿no crees?
Y para sorpresa y agrado de él, bajó una mano y se impregnó las yemas de los dedos de su eyaculación.
—En seguida me iré —murmuró él con pesar. Al día siguiente tenía una entrevista con el director del banco y no quería llegar cansado y con la ropa arrugada. A pesar de que, si ella le rogaba o le daba la mínima señal de que podían recuperar el tiempo perdido, lo mandaría todo a paseo, por ella. Estaba asustado de sus propios pensamientos, pero no podía evitarlo, ella tenía ese poder sobre él.
—Como quieras —dijo ella siendo consciente de que en el fondo, paradojas de la vida, era la querida, la fresca, la amante, de un hombre casado que debía volver al redil tras sudar entre las sábanas con ella.
Él se levantó y se encaminó hacia el baño; ella sintió la amargura en lo más profundo. Ahora él se ducharía para borrar cualquier evidencia de lo que acababan de hacer para acostarse con su esposa y aquí paz y después gloria.
«¿De qué te quejas, tonta?, ¿no has sido tú quien ha impuesto las condiciones?», se recordó, y de nuevo tuvo que recurrir a su fuerza de voluntad y al nombre de Victoria para poder tragarse ese veneno que podía inducirla a cometer cualquier locura.
Le vio salir del baño apenas un par de minutos después y se sintió estúpida al saber que únicamente se había ocupado de sus necesidades.
Él se sentó en la cama y fue recogiendo la ropa arrugada del suelo y se empezó a vestir.
Cuando acabó se dio la vuelta y preguntó:
—¿Quieres que vuelva mañana?
Quedaba implícito que iba a suceder, a pesar del millón de inconvenientes, a pesar de que cada día que él apareciese el riesgo de ser descubiertos se incrementaba, a pesar de que el sufrimiento iba a ser cada vez más difícil de sobrellevar.
—Sí —respondió sencillamente.
—Muy bien. Intentaré venir antes. Adiós.
Cuando se quedó a solas y analizó esas palabras tan asociadas a un hombre acostumbrado a poner los cuernos a su esposa, se quedó pensativa y triste.
Ella misma se lo había buscado, desde luego, pero eso no ayudaba.
Debía volver a rearmar sus defensas, separar lo personal, pues era temporal, para no caer en el pozo de la autocompasión y el desánimo.
—Tú te lo has buscado —se repitió en voz alta.