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—Me la quedo —dijo Claudia tras girarse para mirarle la cara al vendedor de la inmobiliaria.

—Excelente elección —aseveró el hombre en un tono que indicaba su alivio.

Llevaban vistas más de diez casas y ninguna terminaba de convencerla, así que casi había perdido la esperanza, pero por fin la había encontrado.

Ubicada en una urbanización nueva y sin estar adosada a otras construcciones, resultaba ideal.

El chalet estaba completamente equipado y le permitiría trabajar y vivir cómodamente, fuera del alcance de los ojos indiscretos.

Sin radares que se ocuparan de esparcir sus idas y venidas.

El encargado de la inmobiliaria no estaba acostumbrado a que una mujer realizara ese tipo de gestiones y miró de reojo a su amigo Jorge, que permanecía en un segundo plano.

Evidentemente, no sabía nada respecto a los cotilleos, pero imaginó que, como otros tantos, le ponía un pisito a la querida.

Aunque para su sorpresa, fue ella quien firmó el cheque con la cantidad a cuenta para el alquiler, dejándolo sin palabras.

Jorge se despidió de su amigo, confiando en que fuera discreto, y fijó de nuevo su atención en la mujer que tenía delante.

Y que parecía inexplicablemente enfadada.

Él no entendía el motivo, pero se preparó.

—Estarás contento… —masculló ella.

—Dime primero por qué —respondió acercándose a ella con las manos en los bolsillos con actitud tranquila.

—Ha pensado que soy tu querida.

Él se encogió de hombros y eso la molestó.

—¿Y?

—¿Cómo que «y»? —preguntó estupefacta ante su reacción—. ¿Es que no te has dado cuenta? —Puso las manos en las caderas sin poder dar crédito. Había sido testigo de toda la escena y encima tenía el descaro de mostrarse indiferente.

—Habla claro, ¿qué te pasa ahora?

—Conmigo no utilices ese tono condescendiente —lo recriminó—. Tu «amigo» no ha dejado de mirarme el trasero y encima como si tuviera derecho a ello, porque como al parecer soy tu querida…

—Ah, eso… —Se llevó una mano a la cara para ocultar su sonrisa.

—Sí, eso. No me digas que no lo has notado… —inquirió con sorna—. No me extraña que se haya quedado completamente fuera de lugar cuando le he extendido el cheque. Se suponía que eso tenías que hacerlo tú.

—Tranquilízate, ¿de acuerdo? Él no va a decir nada, sabe lo que le conviene. —O al menos eso esperaba, ya que era uno de sus amigotes, con los que se había corrido buenas juergas, casado, y además tenía a una mantenida.

Pero ese argumento, lejos de apaciguarla, la enervó aún más.

—Lo que más me molesta es tu actitud —le reprochó—, como si no te importara.

—Eso no es cierto —se defendió abandonando su idea de no entrar al trapo—. Simplemente tienes que entender que ha hecho suposiciones lógicas.

—¿Me estás tomando el pelo? —exclamó atónita al oír semejante majadería.

—Mira, Claudia, tienes que entender de una vez que aquí las cosas son así. Las mujeres no hacen lo que tú… ya me entiendes. Se supone que al acompañarte…

—¡Será posible! ¡Estoy harta de oírte una y otra vez decir eso de que aquí las cosas son distintas! —lo interrumpió de mal humor.

—Es lo que hay. No vas a venir tú a cambiar las cosas —dijo intentando que no sonara como reproche, pero no tuvo éxito.

Ella se puso de malos modos las gafas de sol, cogió su bolso y, tras colocárselo bajo el brazo, caminó hasta la puerta sin responder a semejante tontería haciendo resonar con más fuerza sus tacones.

Él resopló resignado y sabiendo que se avecinaba una absurda discusión y todo porque ella era incapaz de aceptar que había cosas que no se podían cambiar de la noche a la mañana.

—Tampoco es para que te pongas así —continuó él siguiéndola al exterior. Menos mal que habían ido en su coche, porque, si no, ésa era capaz de dejarlo plantado con la palabra en la boca.

Ella se giró y lo miró con una altanería que lo excitó. Estaba muy cabreada y no hacía nada para disimularlo. Allí de pie, mostrándose impaciente, sin decir una sola palabra… Aquello era una oportunidad única.

—Oye, estás exagerando. —Ella apretó los labios, estaba preciosa con su pose de mujer dura, elegante e inaccesible. Se colocó tras ella y la rodeó con los brazos—. Pero si te hace sentir mejor, hablaré con él —murmuró en plan zalamero, sabiendo que esa actitud iba a molestarla.

—¡Aparta! —Ella intentó soltarse, pero él la tenía bien sujeta—. Estamos en la calle, cualquiera que pase por aquí y nos vea…

A Jorge le hubiera gustado que los viera todo el mundo, poder pasear con ella tranquilamente por la calle central, o, sencillamente, poder llevarla a cenar.

—No te preocupes. —Se frotó con total descaro contra ella—. Por cierto, ¿cuándo estrenamos la casa?

Claudia consiguió apartarse y lo miró por encima de sus gafas.

—Vámonos, tengo una cita en las bodegas dentro de… —Consultó su elegante reloj de oro—… media hora.

—¿Una reunión? —inquirió al más puro estilo de niño consentido—. ¿Es que no piensas en otra cosa?

La siguió resignado, pues ella ya se estaba montando en el coche y quedaba claro que no iba a darle ninguna respuesta ni tampoco ofrecerle un revolcón rápido, así que no le quedó otra alternativa que pensar en algo para bajar el calentón y arrancar el deportivo para dirigirse a las bodegas.

Durante el trayecto ella no se lo puso muy fácil: por el simple hecho de estar ahí sentada, callada y mostrándole unas aparentemente inocentes rodillas, no debía estar pensando en un lugar adecuado entre la nueva casa y las bodegas para detener el coche y poder solventar sus ganas de levantarle la falda. Pero, claro, Claudia no estaba lo que se dice muy dispuesta para un polvo rápido.

Nada más detener el vehículo, ella se bajó y caminó resuelta hasta donde un hombre mayor los esperaba con impaciencia, pero, como era de esperar, saludó primero a Jorge, relegándola otra vez al plano de acompañante.

Pero ella no iba a quedarse quieta.

—Buenas tardes, ¿es usted Melquiades Herrera? —inquirió ella tendiéndole la mano sin dar opciones a ninguno de los dos para volver a dejarla en segundo plano.

—Eh, sí —respondió el hombre mirando a Jorge, esperando a que éste tomara el mando de la conversación.

—Muy bien, sígame, por favor —continuó ella avanzando hacia el interior—. Como le expliqué por teléfono, quisiera que evaluara usted mismo el estado de las barricas para ver cuáles pueden ser restauradas y así poder encargarnos de ello cuanto antes.

—Pensé que era su secretaria —murmuró el señor Herrera para que sólo Jorge lo oyera.

Éste se limitó a encogerse de hombros y entrar en los almacenes, ya se daría cuenta ese hombre por sí mismo de con quién estaba tratando.

Nada más llegar junto a las cubas, ella se las fue señalando una por una, mostrándole los defectos y pidiéndole su experta opinión.

Se limitó a observarla apoyado tranquilamente en una cuba pequeña, cruzado de brazos, viéndola trabajar y disfrutando con ello al tiempo que el señor Herrera hacía lo posible para mirarla a los ojos y no a su delantera. Hasta le vio sacar un pañuelo para secarse el sudor de la frente, cuando la temperatura allí dentro no era precisamente calurosa.

También oyó retazos de la conversación y eso empezó a ponerlo de mal humor al tiempo que iba abandonando sus ideas de diversión nocturna, pues lo que ella le decía al hombre iba directamente a dinamitar su orgullo.

—No me importa lo que pueda costar, esto está hecho un asco. No voy a arriesgarme a que la próxima cosecha se pierda.

—Esto… señora, verá, me parece bien, pero quizá debería usted consultarlo.

Claudia arqueó una ceja.

—¿Con quién? —preguntó altiva sabiendo perfectamente a quién se refería para ponerlo nervioso.

El hombre miró de reojo a Jorge y éste decidió intervenir.

—Conmigo, por supuesto. —Caminó hasta donde ellos se encontraban—. ¿Podemos hablar un segundo en privado? —le propuso mirándola.

—Señor Herrera, ocúpese de hacerme llegar el presupuesto de las reparaciones más urgentes —intervino ella obviando su petición. No iba a achicarse—, para poder tomar una decisión cuanto antes. Y, en función de las cubas que puedan repararse, encargaremos las nuevas.

—Muy bien, señora, la semana que viene…

—No —interrumpió ella con decisión—. Lo necesito para dentro de dos días. No nos podemos permitir el lujo de perder más tiempo.

El hombre se dio cuenta de que no iba a poder rebatir su autoridad y por tanto decidió marcharse, pues era evidente que, si no cumplía los plazos, perdería un suculento negocio.

—Ahora vas a explicarme por qué has llamado a este hombre… —Se pasó la mano por el pelo, nervioso—. ¡En vez de consultarme antes!

—Yo tomo las decisiones.

—¡Joder! Desde hace años de esto se encarga un conocido.

—Ya me he dado cuenta, tan conocido que os cobra cantidades indecentes de dinero ¡por no hacer absolutamente nada! —exclamó enfadada.

—¡¿Cómo?!

—¡Si te molestaras en leer o revisar alguna vez, aunque sólo fuera por encima, los papeles que amontonáis en ese cuartucho, te hubieras dado cuenta de que os han estado estafando! —explicó ella alzando la voz.

—No me lo puedo creer, cuando pille a Maldonado…

—Supongo que para eso está el dueño, para supervisarlo todo —le espetó—, no para delegar y para quejarse cuando las cosas no salen bien.

—¿Siempre eres así?

—Si te refieres a los negocios, sí.

—No sé si me pones de mala hostia o cachondo.

—No tiene gracia. Esto es serio —le contradijo ella sin pararse a discutir con él; no estaba de humor para ponerse a intercambiar opiniones allí mismo. Aunque lo cierto es que sus palabras habían surtido efecto, más concretamente entre sus piernas. Pero hizo todo lo posible para obviarlo.

—Yo no estoy bromeando —rebatió con voz ronca.

Claudia negó con la cabeza y aguantó las ganas de reírse y de ceder. Se dirigió hacia la puerta seguida de un hombre que se reía entre dientes pero que disfrutaba de su balanceo de caderas sin rechistar.

—Admítelo —susurró él al llegar a la puerta y detenerse tras ella—, en el fondo estás dudando si llevarme al huerto o darme un bofetón.

—Has acertado —aseveró girándose para darle uno.

Pero él esquivó el golpe y de paso la sujetó por la muñeca, atrayéndola hacia sí.

—No te preocupes… —la besó rápidamente antes de soltarla—, esta noche, cuando vaya a verte, podrás atizarme todo lo que quieras.

Ella abrió los ojos como platos.

Él se rió socarronamente.

Decidida a no perder la compostura, salió al exterior seguida de él, que no había apartado completamente las manos, pues la guiaba con una en la parte baja de su espalda.

A los dos se les borró inmediatamente la sonrisa de la cara.

Ninguno esperaba encontrarse con ella.