58

En algún momento tendría que hablar con Claudia y pedirle que fuera un poco más cuidadosa. El llamativo deportivo de Santillana estaba allí, mal aparcado; sin duda tenía bastante prisa por entrar en casa y meterse bajo las faldas de ella.

Arrancó su coche y se dirigió al punto de encuentro fijado para recoger a Rebeca. Ella había insistido en que no se acercara a la carretera principal que conducía a la propiedad de su marido, ya que tenía miedo a que su omnipresente suegra, que sufría de insomnio cuando le convenía, pudiera verla.

Rebeca le había pedido que fuera hasta el final de los viñedos, por un camino sin asfaltar, porque así ella podría salir de la casa, con la excusa de sus paseos, sin levantar sospechas.

Tras soltar unos cuantos y variados juramentos porque el camino de los cojones estaba lleno de baches no aptos para un vehículo de carretera, llegó al punto convenido y apagó las luces a la espera de que ella apareciera.

En el bolsillo del pantalón tenía el juego de llaves del apartamento que había alquilado para poder estar con ella, ya que se negaba a volver a ese motel de mala muerte.

Unos golpecitos en el cristal lo sacaron de sus pensamientos y se apresuró a bajar del coche.

—Hola —murmuró ella con su timidez habitual. Sujetaba ambas solapas de su chaqueta de punto como si tuviera frío.

—Sube, estás helada —dijo abrazándola un instante antes de ayudarla a sentarse en el asiento del copiloto.

Condujo de nuevo por ese camino de cabras sin soltar ni un solo juramento y en silencio.

Cuando de nuevo circulaban sobre el asfalto, ella lo miró de reojo, pues esperaba que la llevara de nuevo a ese hotel de carretera. Puede que fuera el peor sitio del mundo para un encuentro romántico, pero a ella le daba igual. Sólo pensaba en lo que experimentó, en lo que sintió, todo lo demás carecía de importancia.

—Ya hemos llegado —anunció él tras aparcar el coche.

De nuevo se adelantó para abrirle la puerta.

Ella miró a su alrededor, a esas horas de la noche la calle estaba desierta; sin embargo, seguía teniendo miedo a que la reconocieran.

Justin debió advertirlo y la cogió de la mano, para acercarla a él, manteniendo siempre las apariencias, nada de arrebatos pasionales por mucho que quisiera.

Sin poder evitarlo, se tensó cuando sintió la mano de él en la parte baja de la espalda. Puede que no hubiera un alma, pero en breves instantes aparecería un sereno ofreciéndose amablemente a ayudarlos y, de paso, enterarse de todos los detalles.

Él sacó un juego de llaves, la condujo hasta un edificio de reciente construcción y abrió la puerta para, una vez dentro, volver a cerrarla.

—No te preocupes, me han asegurado que aquí sólo hay tres pisos habitados. Por lo que no tienen aún portero —explicó él mientras la guiaba hasta una de las puertas—. He alquilado un bajo, así será más fácil entrar y salir sin ser vistos. —Nada más decirlo se dio cuenta de que sonaba demasiado práctico, como si fuera un negocio más, y eso podía ofenderla—. Sé que esto puede parecer…

—No te preocupes, lo entiendo —dijo ella interrumpiéndolo.

—Rebeca, quiero que sepas… —se pasó la mano por su pelo—… te mereces mucho más que esto, pero…

Ella le sonrió y se acercó a él para, en un inusual acto de atrevimiento, levantar la mano y acariciarle el rostro. No podía criticar ninguna de sus decisiones y, pese a ser ella quien arriesgaba mucho más, quería ponérselo fácil.

—No necesito explicaciones —añadió ella en voz baja sin dejar de rozarle la mejilla, con algo más que cariño.

Él sonrió; esa mujer estaba consiguiendo remover en su interior ciertas sensaciones a las que rara vez prestaba atención, básicamente porque nunca se preocupaba o porque sencillamente siempre creyó que Claudia era la única mujer que podía despertar en él cualquier interés más allá de un revolcón.

—Eres preciosa, Rebeca. —Le devolvió el mismo gesto cariñoso y se inclinó para besarla. La había echado de menos; verla pasear por la finca sin poder acercarse a ella, aunque sólo fuera para hablar, suponía un gran esfuerzo de contención. No quería que se sintiera violenta.

Llevaba poco tiempo viviendo en Ronda pero empezaba a entender a Santillana cuando repetía una y otra vez que allí las cosas eran diferentes.

Cualquier pequeño gesto, por insignificante que fuera, visto por esa gente, especialmente entrenada para pensar mal, podía derivar en rumores muy perjudiciales para ella, porque, al fin y al cabo, él era hombre y, aunque lo beneficiara, esa gente resultaba tremendamente hipócrita a la hora de juzgar; además, él terminaría por recoger los bártulos y volver a Londres, por lo que los chismorreos le traían sin cuidado.

No se encontraba cómoda con los halagos; seguía sin comprender qué veía en ella, pero si se concentraba en eso nunca disfrutaría; si se dedicaba a autocompadecerse, terminaría arruinando el momento y, además, él se cansaría de aguantar sus inseguridades.

Había dado el primer paso y tras aquella increíble noche en ese hotel de mala muerte, sin que nadie después la hubiera señalado por adúltera, podía aparcar sus dudas y entregarse a él de nuevo.

—Gracias —balbuceó; costaba mucho parecer segura.

Justin pensó que era mejor enfriarse un poco y decidió enseñarle el apartamento para poder hablar distendidamente y que ambos se sintieran más relajados.

No sólo se había ocupado de alquilar ese piso, sino también de que estuviera equipado y habitable. Por supuesto esa definición incluía un mueble bar surtido y una nevera con champán bien frío.

Soltó la mano de ella y, como si de un niño emocionado se tratara, se colocó tras la barra americana para descorchar una botella y servir dos copas.

Rebeca se sentó en el sofá y no dejó de observarlo; cada movimiento, cada gesto hacía que se fuera relajando y abandonando su constante indecisión. Justin no sólo le estaba ofreciendo un rápido encuentro entre las sábanas, tal y como calificaban todas lo que buscaban los hombres.

Con su forma de ser, su exquisita educación y, sobre todo, su paciencia, lograba que ella no se conformara, como hasta entonces, con una existencia aburrida en la que lo más emocionante era asistir a la reunión parroquial de los domingos y escuchar los cotilleos de la semana.

—Toma.

Aceptó la copa de champán y bebió despacio mientras él, tras encender el estéreo, se sentaba junto a ella. Como si estuvieran en su propia casa, compartiendo unos minutos de conversación, tras una jornada de trabajo.

Una escena de lo más cotidiana, pero para ninguno de los dos lo era, pues en cada una de sus respectivas vidas no se daban momentos así.

—Está muy bueno —dijo ella sin conseguir abandonar completamente su timidez. Y eso que se estaba esforzando.

Él se acabó su bebida, se puso en pie y se descalzó de un puntapié, después se quitó la chaqueta y la tiró junto con la corbata a un lado. Le tendió la mano y ella aceptó.

—No te haces una idea de lo mucho que te deseo.

Ella respiró profundamente, tenía que lanzarse.

—Enséñame, Justin. Enséñame a complacerte —le pidió casi desesperada, agarrándose a su camisa y arrugándola entre los dedos.

—Cariño, no tienes que hacer nada especial —respondió él inclinándose para besarla.

No le gustaba ese tono de súplica, significaba que ella seguía pensando erróneamente que debía comportarse servilmente, como si sólo importara él, sin pensar en sí misma. Y no, ella primero tenía que liberarse de esa absurda y recalcitrante forma de pensar que la frenaba.

—Quiero ser más… —Se mordió el labio avergonzada porque jamás pensó que podría ni tan siquiera llegar a pensarlo, así que mucho menos decirlo en voz alta.—… más atrevida. Enséñame, por favor.

Justin la condujo al dormitorio, encendió la lamparita de la mesilla y no cerró la puerta para que la música procedente del salón se oyera, de tal modo que el ambiente fuera más sensual.

—Ven, déjate llevar —indicó él recogiéndola entre sus brazos, moviéndose con ella, siguiendo el compás de la música.

Nada mejor para conectar, para ir desnudándose mutuamente. Empezó quitándole la conservadora chaqueta para ir poco a poco despojándola de sus prendas hasta dejarla en combinación.

Ella pareció entender de qué iba el juego y con esa delicadeza tan suya se atrevió a desabrocharle la camisa; él hubiera preferido que se la arrancara, pero ella necesitaba su tiempo y se lo dio.

Cuando lo tuvo sin ropa de cintura para arriba, posó las manos sobre su pecho, palpándole de tal forma que el calor corporal de ambos se iba mezclando. De ahí dejó que fueran descendiendo hasta llegar al cinturón.

Rebeca inspiró y se lanzó; dejando atrás estúpidos titubeos, atacó la hebilla. Él colocó las manos sobre las de ella, no para detenerla, sino para infundirle valor.

—Me encanta verte así. —Fueron sus palabras de ánimo antes de volver a besarla, esta vez con mucha más decisión, olvidándose de la delicadeza porque ella era mucho más fuerte de lo que pensaba y no siempre había que tenerla entre algodones.

Continuó deshaciéndose de sus pantalones y ropa interior mientras respondía a la demanda de sus labios, cada vez con más seguridad, devolviéndole el beso con soltura e incluso siendo ella quien buscaba su boca.

—Tócame —pidió él con voz ronca dejando que su combinación resbalara por sus caderas para después liberarla del resto de su ropa.

Cuando los dos estuvieron sin una sola prenda encima, él dio un paso atrás para hacer que girarse sobre sí misma y observarla a placer.

Ella se mordió el labio, hundiendo ligeramente la barbilla, sin poder creerse que no hubiera corrido a cubrirse.

Para colaborar un poco, él estiró los brazos en cruz y giró también para que ella tuviera una panorámica completa de su cuerpo.

—Ahora estamos en igualdad de condiciones —dijo él con una sonrisa.

—Sí, eso parece.

A él le encantó que ella hablaba de esa forma, mucho más distendida que al principio. Volvió a abrazarla y poco a poco la fue reclinando en la cama, se unió a ella y su boca no se cansaba de recorrer cada centímetro de piel al que tenía acceso.

Rebeca fue cogiendo confianza y como si fuera lo más natural del mundo acarició a su amante, buscó con sus manos piel que tocar, disfrutando de la increíble sensación de dar y recibir.

Cuando él fue deslizándose hacia abajo y sintió su aliento sobre el ombligo, se le aceleró la respiración, pero a diferencia de la vez anterior no se escandalizó, sino todo lo contrario, separó las piernas.

—Eres preciosa —repitió él por enésima vez esa noche. No se cansaba de decírselo.

Rebeca inspiró profundamente y cuando notó el primer contacto de su atrevida lengua separando sus pliegues hasta llegar al clítoris soltó el aire y reaccionó de la forma que cualquier mujer lo haría ante las atenciones de un buen amante.

Arqueó su cuerpo completamente y dejó que su instinto llevara la voz cantante, venciendo definitivamente su innecesario pudor.

Justin prosiguió lamiéndole su sexo y, además, le introdujo un dedo; ella estaba suficientemente lubricada y eso le permitió añadir un segundo, para después curvarlos en su interior. Ella respondió gimiendo y contoneándose, seguramente impaciente por alcanzar el clímax.

Podía concedérselo; sin embargo, deseaba llegar junto a ella. Así que lamió por última vez su coño antes de gatear sobre ella y ponerse cara a cara.

Rebeca le acarició el rostro y con una sonrisa se posicionó para que pudiera metérsela, pero Justin tenía otra idea en mente.

—No, esta noche quiero que tú estés encima. —Giró con ella hasta quedar debajo y le indicó que se colocara a horcajadas—. Móntame, agarra mi polla y métetela —ordenó completamente entregado.

Ella se la agarró y no obedeció, era la primera vez que tocaba algo así. Todo contrastes. Firmeza pero suavidad.

—Vas a matarme —gruñó tapándose los ojos con el brazo, pero siendo consciente de que ella tenía derecho a ese momento. Era su descubrimiento y debería aguantar a toda costa.

Rebeca se rió tontamente. Tenía treinta y seis años, dieciocho de casada, y era la primera vez que tocaba esa parte de un hombre.

—No sé qué puede ser tan gracioso, pero te aseguro que me está costando bastante poder contenerme.

—Eres el primer hombre al que veo desnudo y al que… —se calló para de nuevo reírse tontamente.

—Me parece muy bien —apuntó él haciendo una mueca—, pero preferiría que hicieras todas las comprobaciones que quisieras después de montarme y dejarme satisfecho.

—De acuerdo —susurró colocándose en la posición exacta para que con un suave movimiento descendente pudiera ser penetrada.

—Joder… —No quedaba muy bien decir algo así, pero nada más entrar en ese cálido interior, sin ningún tipo de barrera, se le escapó.

Ella empezó a balancearse suavemente; en esa postura no sólo sentía la estimulación interna, sino que, además, su clítoris recibía una estimulación extra, de tal forma que todo resultaba perfecto.

Pero Justin tenía algo más preciso: bajó una mano, la introdujo entre sus cuerpos y posicionó el dedo pulgar para que la estimulación fuera completa.

Su intención de dejar que ella llevase el control se fue al garete y comenzó a empujar desde abajo. Y desde ese instante todo se descontroló.

Cada empuje, cada embestida conseguía que ella gimiera casi con la voz ronca, clavándole las uñas en el pecho. Por supuesto llevaría orgulloso esas marcas, evidencia de lo que significaban.

A primera vista un polvo memorable, pero Justin sabía que iba más allá, para ambos.