39

La sala de espera de la notaría olía a rancio.

Llevaba algo más de media hora allí sentada esperando a que se dignaran a recibirla; quedaba patente la antipatía general cuando se presentó a la hora convenida.

La consideraban poco menos que una zorra vengativa. Ella tenía muy claro quién había sido la artífice de ese apelativo.

Pero poderoso caballero es don dinero: tenían que morderse la lengua y mostrarse ante ella rabiando por dentro. Sólo les quedaba el pobre desahogo del insulto.

Claudia se levantó de la vieja e incómoda silla para acercarse hasta la ventana y observar la calle principal de Ronda de Duero. Sus zapatos de tacón repiquetearon sobre el suelo de terrazo de esa sala vacía.

Era evidente que, al no poder decirle a la cara lo que pensaban, la trataban de forma despectiva, creyendo erróneamente que así minarían su autoestima, pero eso sólo significaba que no la conocían lo más mínimo.

Estaba más decidida que nunca a seguir adelante.

Por fin la llamaron y pasó al despacho principal donde el notario, junto con el alcalde, la esperaban.

Lo que no entendió era que un obispo estuviera allí. No tenía ninguna relación con la compraventa del local, pero prefirió obviar su presencia y terminar cuanto antes.

—Buenos días, señora Campbell, si quiere tomar asiento… Empezaremos en un instante.

Claudia se limitó a agradecer el gesto con una sonrisa forzada. Por la mirada de los hombres quedaba patente que no la querían allí, pero, como el dinero había hablado, no les quedaba otra que tragarse el orgullo.

Tras los trámites legales de rigor, se firmaron los documentos que acreditaban el traspaso y ella al fin tuvo en sus manos las llaves del local.

—Señores… —Se puso en pie y ellos la imitaron con fría cortesía. Especialmente el vendedor, que, a pesar de sacar un buen beneficio por algo que nunca debió tener, la miraba como si estuviera loca.

Eso no le importaba un pimiento, ella tenía en su poder lo que quería.

Monseñor extendió la mano, mostrando su anillo, pero ella ni se inmutó.

El notario y el alcalde se miraron entre sí pero se mantuvieron en silencio.

—Buenos días —dijo finalmente ella. Se colocó las gafas de sol y se marchó sin más.

Cuando salía por la puerta oyó claramente cómo el obispo decía: «Doña Amalia tiene razón, es una zorra de mil demonios».

Pero ella no iba a darles el gusto de defenderse, pues podía, si quería, darles donde más les dolía. Aunque de momento se concentraría en sus planes más inmediatos.

Una vez en la calle, respiró profundamente y empezó a caminar en dirección a la vieja librería, pues no se hallaba muy lejos.

Mientras andaba fue consciente de que algunos transeúntes la reconocían, pero, a pesar de sentirse ligeramente molesta por ser objeto de todo tipo de miradas, continuó avanzando.

No tenía por qué defenderse.

La llave encajó en la cerradura, pero debía llevar mucho tiempo en desuso y costó hacerla girar para poder abrir. El tosco candado y la gruesa cadena cayeron al suelo y la puerta de doble hoja quedó liberada.

Nada más entrar percibió el olor a moho, a cerrado, a humedad, pero no le importó. Como tampoco le importó mancharse, primero las manos y después su caro vestido de seda azul, al acercarse a uno de los butacones tapados con una sábana, que en su día debió de ser blanca, y apartarla. Aquello daba asco y la madera tenía aspecto de ir a quebrarse en cualquier instante, así que mejor ni tocarla.

Aún quedaban libros en las estanterías, pero comprobó al acercarse que no eran más que restos: habían vaciado todo. Por suerte las estructuras originales seguían allí, al menos no las habían desmontado.

Examinó todo el local y recordó cómo era antes, cómo había disfrutado mirando todos los volúmenes… Tenía que hacerlo, tenía que volver a poner aquello en funcionamiento…

Un crujido a su espalda la sobresaltó.

—Tienes la mala costumbre de presentarte sin haber sido invitado. —Ni siquiera tuvo que girarse para saber de quién se trataba.

—Y tú la mala costumbre de hacer lo que te viene en gana sin medir las consecuencias.

—¿Qué haces aquí? —Siguió sin girarse mientras avanzaba hacia el interior, al almacén, para comprobar su estado.

—Vigilar que no hagas ninguna locura más. —La siguió sin vacilar.

—Visitar una de mis propiedades no es una locura.

—No besar la mano del obispo, sí.

Ella por fin se dio la vuelta y arqueó una ceja.

—Hace mucho que perdí la fe.

—No hace falta que los demás sepan eso.

Ella se cruzó de brazos; no tenía ganas de pelearse con él, pero le molestaba la crítica, así que prefirió no ser prudente.

—Tienes una excelente red de informadores —le espetó toda chula.

Jorge se limitó a sonreír de medio lado y a adoptar una postura algo indolente, pues se apoyó en un antiguo aparador y la miró.

Ese maldito vestido…

—Y tú un culo impresionante.

Ella sonrió lentamente. Vaya un cumplido…

—¿Qué haces aquí? Además de vigilar para que no me meta en problemas, claro.

Él se incorporó y caminó como un depredador hasta ella para, sin variar su actitud dominante, posar ambas manos en las caderas y atraerla hacia sí.

—Velar por las buenas costumbres —bromeó— e invitarte a comer. —Ni que decir tiene que las manos no se quedaron quietas. Magreó su trasero a placer.

Claudia se echó hacia atrás para mirarlo, pero no se apartó.

—Tentadora oferta, desde luego. Pero… ¿estás loco?

Estuvo a punto de responder «sí, loco por ti», pero se controló.

—No soy tan tonto como para llevarte a un restaurante de aquí —murmuró inclinándose hacia ella y lamerle la piel de su cuello hasta la oreja. Agarró el lóbulo entre los dientes y tiró de él, con pendiente incluido.

—No es buena idea. Tengo cosas que hacer.

—¿No querías saber cómo me lo monto para acostarme con una mujer sin que nadie lo sepa? —inquirió sin dejar de tentarla en forma de lametones.

—Ya me dijiste lo que quería saber —respondió agarrándose a sus brazos para no caer de culo allí mismo—. Y esta tarde estaré ocupada.

—Sí, tienes que quitarte este maldito vestido, para mí, despacio.

—¿Ésa es tu idea de ir a comer?

—Sí, así que deja para mañana lo que tengas que hacer hoy.

—Creo que ese refrán era al revés. Y no, no puedo —gimió cuando él, en vez de aceptar su explicación, desplazó una mano hasta su pecho y por encima de la tela lo atacó sin piedad hasta endurecerlo.

—¿Qué puede ser más importante que pasar la tarde conmigo… desnuda? —Se lanzó a por su boca, de esa manera expeditiva, sin vacilación alguna. Besándola sin pensar en nada más.

—Buscar una casa —susurró ella durante la breve pausa que él le dejó para respirar.

Jorge tardó un poco más de lo normal en darse cuenta de lo que había dicho, pero cuando lo hizo no comprendió de qué hablaba.

—¿Una casa? —preguntó separándose de su boca, que no de su culo.

—Pues sí. Estoy cansada de vivir en el hotel. Sé que están pendientes de todos mis movimientos y me gustaría poder trabajar sin agobios —le explicó tranquilamente, aunque bien podía añadir un ingrediente extra para que él se alegrara—. Y, por supuesto, tener mi propio espacio supondría recibir las visitas que yo estimase convenientes… —Lo dejó caer mientras jugaba con el nudo de su corbata.

—Tú ganas —aceptó él—. Te ayudaré a encontrar una casa a tu medida, pero después de comer. —Por el tono que él utilizó, ella dudó de que se estuviera refiriendo a comida y menos aún cuando añadió en voz baja y ronca—: Me muero de hambre.

Claudia controló el impulso de no esperar a que la llevara a saber dónde y lanzarse allí mismo; hasta ella se sorprendía ante sus propias reacciones.

Como tardaba en decidirse, él, impaciente como siempre, le dio un incentivo extra para que terminara de hacerlo: un buen cachete en el culo.

—¡Ay!

«No tiene remedio», pensó ella, pero terminó aceptando.

Salir a la calle junto a él suponía un riesgo aún mayor, por paradójico que pudiera parecer, que acostarse con él, pues todos cuantos les vieran empezarían inmediatamente a comentarlo, de tal modo que a la hora de la cena ya se habría formado un escándalo mayúsculo.

Aderezado, sin duda, con las aportaciones de cada uno de los mensajeros.

Así, lo que en un inicio no pasaba de un inocente paseo, podría convertirse en a saber qué clase de pecado mortal.

Pero por lo visto él tenía el engranaje de los encuentros ilícitos bien engrasado, pues había aparcado su deportivo en el callejón, por lo que, al utilizar la puerta trasera, podían salir al exterior a salvo de miradas indiscretas.

Que alguna mente calenturienta de Ronda lo viera acompañado de una mujer no era sino el pan nuestro de cada día, pero ése era un caso completamente diferente. Y no porque no deseara con toda su alma poder salir con ella e ir a cualquier parte, por lo que en ese caso sobraba presumir de su conquista.

—Ponte las gafas de sol y cúbrete la cabeza hasta que abandonemos Ronda —indicó él liberándola a regañadientes. La tela de su vestido era muy suave, pero ni de lejos tan suave como la piel de sus nalgas.

—Muy bien. —Ella buscó dentro de su bolso y obedeció las órdenes.

—Espero que no se te haya ocurrido reabrir esta librería —advirtió él mientras se peleaba con la puerta trasera para abrirla, pues estaba en unas pésimas condiciones, como todo lo demás.

—Haré lo que considere oportuno —respondió con altanería. Detestaba que él repitiera una y otra vez lo que podía o no hacer.

—Hoy no tengo paciencia para explicarte en el lío que te estás metiendo —masculló mientras empujaba con todas sus fuerzas hasta que por fin la puerta cedió y pudieron salir al exterior.

Ella no contestó; en primer lugar, porque tenía claro lo que iba a hacer y, en segundo, porque no le apetecía empezar una discusión que arruinaría el momento.

Una vez dentro del coche, él maniobró con habilidad y pronto estuvieron fuera de las calles de la ciudad. Escogió una carretera secundaria, en muy mal estado, pero no importaba, porque lo realmente significativo de todo aquello era estar juntos.

Los minutos que cada noche compartían no eran suficientes; sí muy intensos, pero necesitaban más.

—Sé que no me vas a responder, pero ¿adónde vamos?

Él soltó un instante la mano derecha del volante, la posó sobre su muslo y sonrió.

—A comer, ya te lo he dicho.

Le apartó la mano fingiendo estar molesta, pero no insistió.

Así que mantuvo la boca cerrada y se dedicó a contemplar los trigales, ya bastante altos, mientras el coche avanzaba por la carretera a un lugar indefinido.

Se recostó en el asiento y cerró los ojos, porque quería disfrutar aún más de esos pequeños instantes, que podían parecer tontos, pero que para ella significaban mucho.

Como si al regresar a su hotel no fuera a encontrarse los problemas de siempre. Como si no hubiera un pasado con dos versiones…

Era una ilusa por pensar así, pero de vez en cuando resultaba saludable dejarse llevar y relegar la realidad; una especie de borrachera, en la que la ilusión causa el mismo efecto que el alcohol: olvido selectivo.