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—Me gustaría hablar con usted en privado.

Monseñor Garay lo miró de reojo, asintió y se levantó, con cierta dificultad, echando la silla hacia atrás. Había aceptado gustoso el ofrecimiento de la viuda de Santillana para compartir mesa y mantel; de paso visitaba a su sobrina, a la que tenía bastante abandonada.

—Doña Amalia, felicite a Petra de mi parte. Como siempre, una cena excelente —dijo el obispo mirando a su anfitriona y a su sobrina, pero prestando atención al requerimiento de Jorge.

Al parecer estaba ansioso por comentarle algún asunto. Y lo cierto era que él también deseaba hablar de un tema bastante desagradable, no por el hecho en sí, pues que un hombre casado tuviera querida era el pan nuestro de cada día, lo que realmente le molestaba era que empezaba a ser vox pópuli.

Jorge se despidió de Amalia e hizo un gesto de impaciencia para que monseñor lo acompañara al estudio, donde podrían mantener una interesante charla fuera del alcance de su controladora madre.

Aunque podía estar seguro de que, antes de acostarse, ella estaría al tanto de la conversación. Sin embargo, eso no le preocupaba en esos momentos.

—¿Le apetece un licor, aguardiente quizá? —preguntó tras cerrar la puerta, con llave; no quería ningún tipo de intromisión o, para ser exactos, a Amalia preguntando si todo iba bien para meter baza en la entrevista.

Monseñor asintió con la cabeza cuando Jorge levantó una de las botellas, mostrándosela; estaba lleno tras la comilona y el chinchón ayudaba a la digestión.

No le sorprendió que aceptara: ese hombre pecaba de gula todos los días y con el asado que se había metido entre pecho y espalda no entendía cómo podía llegar a moverse. Le sirvió el espiritoso en una pequeña copa y vio cómo se la bebía de un sorbo, así que procedió a rellenársela.

A pesar de su impaciencia, tomó asiento, pues conocía la afición del tío de Rebeca por marear la perdiz, por lo que si mostraba abiertamente sus intenciones iba a perder cualquier opción de que su proyecto saliera adelante.

Era un hueso duro de roer y tenía que lograr ganarlo para su causa, ya que tener a un obispo de su lado facilitaría muy mucho los trámites.

—Yo también deseo hablar contigo. Estoy preocupado, hijo, esas habladurías… —Lo dejó caer en tono indulgente—. Eres un hombre, sí, lo comprendo, tienes tus debilidades… ya lo sé, pero últimamente tu comportamiento ha estado en boca de todos por motivos bien diferentes… —Lo señaló con un dedo amenazador.

Jorge prefirió hacerse el sueco y no entrar al trapo.

—Ya sabe cómo es la gente, hablar es gratis y tienen que entretenerse con algo. Yo no prestaría mucha atención a los chismes de cuatro aburridas… —alegó intentando que no entrase en detalles de los que no le apetecía hablar precisamente con un obispo.

—Mira, Jorge, tú y yo sabemos que de un tiempo a esta parte has cambiado, y mucho. Cierto que abandonar esos… cuestionables pasatiempos nos beneficia a todos, pero no puedo pasar por alto que tienes a mi sobrina abandonada.

—De eso precisamente quería hablar con usted. —Inspiró profundamente y desvió la mirada de la licorera, ¡qué cuesta arriba se hacía la abstinencia algunos días!

—He de reconocer que me satisface profundamente ver que encarrilas tu vida, eso no puedo obviarlo, pero todos sabemos cuál es la causa.

La cosa tenía su guasa, parecía como si dejar la bebida, las putas y la juerga fuera pecado mortal, porque tal y como lo planteaba parecía preferir que volviera a sus vicios.

—Joder… —No debería utilizar ciertos vocablos, pero había ocasiones en las que no se podía reprimir. Volvió a coger aire para no decir más improperios delante del monseñor. Necesitaba su cooperación, no su enfado—. Lo importante es que he rectificado.

—Lo sé, hijo, lo sé —concedió en tono paternalista—. Si además lo hicieras en otro aspecto, todo marcharía mucho mejor. He hablado con mi sobrina y no me gusta su aspecto… La encuentro abatida, ausente.

Bueno, siendo objetivos, Rebeca siempre se comportaba así, pero claro, no era cuestión de corregirlo.

—No es ningún secreto que ella y yo no somos precisamente un ejemplo de matrimonio feliz —comenzó él para ir preparando el terreno.

—Siempre me ha apenado vuestra situación —murmuró el eclesiástico sabiendo que esa circunstancia venía de atrás y que, por lo que contaba doña Amalia, Rebeca tampoco se esforzaba en mejorar una relación conyugal tan penosa, así que tendría que hablar con ella e intentar hacerle comprender que no todo se obtiene rezando.

A Jorge no le sorprendió ese tono de homilía, como si hablara a sus feligreses, pasando por alto el parentesco; no era ningún secreto que la familia de Rebeca la consideraba algo así como un problema, de ahí que no hicieran muchas preguntas cuando la casaron con él, el menos responsable de los posibles maridos.

Así que esa unión nunca debió hacerse efectiva, pero claro, él estaba borracho, su familia al borde de la ruina y ella acababa de salir de un colegio de monjas, así que tenía pocas luces y no fue capaz de oponerse a un tío deseoso de quitarse un problema de encima para poder medrar dentro de la Iglesia.

—Lo sé. Y por eso creo que ha llegado el momento de enmendar todo este despropósito —anunció convencido de que no quedaba otra opción.

Monseñor Garay sonrió complacido y sin ninguna vergüenza se acercó al mueble bar para ponerse otra copita de chinchón.

—Me alegra que tengas esa idea en mente. Aún sois jóvenes, tenéis tiempo de arreglar vuestras diferencias. Dios sabe lo mucho que he rezado para que ella te dé un hijo. Entonces formaréis una verdadera familia. Rebeca sería una madre cariñosa, atenta…

Jorge no dudaba ni un solo momento que ella lo fuera; sin embargo, ésa no era la cuestión, ya que entonces, más que nunca, se alegraba de no haberla dejado embarazada. Se pasó la mano por el pelo, a un paso de la frustración, ya que iba a ser mucho más difícil de lo que pensaba. Ya habían dado demasiados rodeos, así que era el momento de coger el toro por los cuernos.

—Seamos francos, usted y yo sabemos que nunca debí casarme con ella. He conseguido que sea una desgraciada y por mucho que usted rece no van a venir hijos. —No hizo falta ser más explícito para que lo comprendiera—. Nuestra separación es un secreto a voces. Y la verdad, estoy cansado de que tanto ella como yo seamos infelices.

Y eso era una forma suave de decirlo, ya que Rebeca se empeñaba a ir de un lado a otro de Ronda con la cabeza bien alta, incluso sabiendo que a sus espaldas la gente cuchicheaba y, siendo honesto, no se merecía ese trato.

—Por eso precisamente debéis intentar reconciliaros —intervino el prelado en tono paternal, empecinado en hacer funcionar un matrimonio con pocas o nulas posibilidades.

Ese tono que crispaba los nervios de Jorge; sin embargo, debía ir con pies de plomo.

—No. Esa opción no es posible —lo contradijo y se preparó para soltar la bomba—: Voy a pedir la nulidad matrimonial eclesiástica.

El religioso abrió la boca y los ojos desmesuradamente, atónito ante lo que acababa de escuchar.

—No hablas en serio —dijo manteniendo a duras penas su voz calmada.

—Sí —aseveró sin pestañear para que sus palabras no dieran lugar a dudas y su actitud no fuera cuestionada—. Estoy decidido.

—¡Eso es una locura! ¡Un despropósito!

No hacía falta que se lo dijeran, porque Jorge lo sabía y no sólo eso, iba a enfrentarse a ciertas creencias que en Ronda de Duero provocarían ríos de tinta. Además, les señalarían, especialmente a ella, ya que públicamente todos pensarían que no había sido capaz de satisfacer a su esposo.

—No voy a dar marcha atrás. No voy a seguir fingiendo, ni disimulando. —Mantuvo su actitud con férrea determinación.

—Tu madre tiene razón, esa mujer te ha transformado —lo acusó monseñor.

Se abstuvo de mencionar que ese mismo discurso, que por desgracia escuchaba cada vez que se sentaba a la mesa cada día, empezaba a cansarlo. En primer lugar porque no era del todo cierto y, en segundo, porque daba a entender que era poco menos que un botarate, sin personalidad y fácilmente manipulable.

Lo que venía siendo un calzonazos de toda la vida.

Hizo una mueca «Gracias, madre, por su avance informativo», pensó con sorna.

—No hace falta señalar a nadie —se defendió pensando en que quizá Claudia lo único que había hecho había sido abrir la ventana y dejar que entrara aire fresco; así que, aunque las cosas no salieran como deseaba, siempre le estaría agradecido. Sin embargo, por si acaso, esa vez iba a tomar el camino correcto, tal vez el más duro, pero desde luego merecería la pena.

—Ella es la responsable. ¡Esa mujer…! —masculló completamente enojado y con evidente desprecio.

A Jorge no le cabía la menor duda de que, si del tío de Rebeca dependiera, Claudia sería ajusticiada en mitad de la plaza mayor y que él mismo encendería la hoguera.

Por el momento no dijo en voz alta que esa mujer era su vida y que se merecía algo más que unos encuentros furtivos, que no era una simple amante a la que visitar para desfogarse. No hacía falta expresar sus pensamientos porque para monseñor serían incomprensibles.

—Iniciaré el proceso. —Nadie iba a convencerlo de lo contrario—. Si estoy hablándole de ello es porque lo he considerado conveniente, ya que usted es el único familiar directo de Rebeca. Sé que se preocupa por su sobrina —mintió—, estoy convencido de que desea lo mejor para ella y, créame, estar conmigo no es muy recomendable —alegó prefiriendo quedar como el malo de la película; al fin y al cabo, a Rebeca de poco se la podía acusar.

Claro que, si a él se le podía acusar de no tratar a una esposa con consideración, a su querido tío se le podía reprochar que con un par de visitas al año creía cumplir. Joder, ahora que lo pensaba, no entendía cómo ella aguantaba esa situación.

—No eres consciente de nada. Estás obcecado, ¡completamente ciego! —exclamó enfadado ante lo que ese desalmado pretendía.

—Es una decisión meditada y, por supuesto, irrevocable. —Se mostró inflexible.

Ya no podía más, estaba harto, hastiado, cansado de vivir escondiéndose. Claudia había regresado y aunque quedaran mil preguntas sin responder no iba a dejarla marchar. Además, si no estaba junto a ella, ¿cómo iba a saber qué pasó? Pero, más allá de conocer la verdad, deseaba algo mucho más sencillo: quedarse a su lado, sólo eso; ofreciéndole lo que le había prometido hacía dieciocho años, y para ello debía ser libre.

—¿Y has pensado, insensato, en qué va a ser de ella? —inquirió elevando las manos como si estuviera en el púlpito.

Se percató de que, como la acusación directa no surtía efecto, monseñor probó con la culpabilidad; no obstante Jorge era el primero que deseaba lo mejor para ella.

—Por eso no debe preocuparse. Me ocuparé de Rebeca, de que no le falta de nada. Si insinúa que voy a echarla de casa o a dejarla a su suerte, se equivoca.

—¡No me refiero a eso y tú lo sabes! —exclamó perdiendo la compostura ante la tozudez e insensatez que mostraba. Tenía que lograr que desistiera, y para eso debía contar con Amalia; la madre sabría, como en otras tantas ocasiones, convencerlo—. Mi sobrina no se merece ese desprecio, todos la señalarán y la pobre ya ha tenido bastante con tus andanzas.

La paciencia se le estaba acabando; repetir una y otra vez lo mal esposo que había sido no conducía a ninguna parte, quería encauzar su vida, no darse golpes de pecho lamentándose por lo que podía haber sido y no fue.

—Yo hablaré con ella, porque al fin y al cabo este asunto sólo nos atañe a los dos. Ya está bien de que todo el mundo intente meter las narices donde no le llaman.

Al día siguiente, a primera hora, buscaría un buen abogado capaz de informarle de todos los pasos que debía seguir.

—Si me estás diciendo esto para recavar apoyos, te adelanto que por nada del mundo consentiré tal vejación. Estáis casados, para bien o para mal, y eso es indisoluble. ¡Te pongas como te pongas! —Dio un golpe contra la mesa para reafirmar su indignación por lo que ese desalmado pretendía llevar a cabo. Tenía que mover ficha y rápido. Esa malnacida, estaba seguro, era la responsable. Le había convencido de que traicionara no sólo a su esposa, sino todos los valores en los que la buena gente de Ronda creía.

—No voy a dar marcha atrás —sentenció, e inmediatamente le vino a la cabeza el nombre de un letrado que a buen seguro podría llevar su caso.

Pero claro, el abogado pelota de Claudia, a pesar de ser un candidato ideal, no era una opción viable, por varios motivos.

Estaba seguro de que no le haría mucha gracia ayudar a quien podía suponer un duro competidor, porque saltaba a la vista que su aspiración era casarse con su amada, por lo que manejar su nulidad matrimonial eclesiástica sería lo último que haría.

Lástima, ese cabrón hubiera resultado perfecto.