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Ronda de Duero, primavera de 1963

Jorge, como otras tantas mañanas, no tenía la cabeza para discusiones y mucho menos para una reunión con el administrador de las bodegas Santillana.

Su madre había insistido en que era su deber asistir a la reunión con el señor Maldonado, pues éste había recibido noticias del inversor que desde hacía tres años mantenía la empresa a flote sin hacer preguntas.

Este hecho los sorprendió a todos, pero les venía de perlas, pues con ese dinero, caído del cielo, habían podido hacer frente a las letras del banco y evitar un embargo. Ahora bien, no se preocuparon por reflotar las bodegas que antaño presumían de ser unas de las mejores del país, sino que vivían de prestado.

Ni una sola libra de las que recibían puntualmente cada mes se había invertido en maquinaria para la planta envasadora, ni en adecentar las barricas de roble en las que envejecía el vino, ni mucho menos en sustituir las viñas viejas por cepas nuevas y así mejorar la producción de uva.

Con cada añada, simplemente producían un veinte por ciento de lo que, si la bodega estuviera al día, podría elaborar. Pero desde antes de morir Antonio, el padre de Jorge, la empresa iba mal, pues a principios de los años treinta una serie de desacertadas decisiones sumada a la crueldad de la guerra y a una dura posguerra habían desembocado en la bancarrota de las Bodegas Santillana.

Sin embargo, cuando todo parecía perdido, encontraron una importante fuente de financiación. Para ello Jorge había tenido que llevar al altar a Rebeca, la sobrina huérfana del obispo, quien poseía una importante herencia a su nombre que pasó inmediatamente a manos de los Santillana o, mejor dicho, a los acreedores de los Santillana.

Ese capital les permitió mantener su estatus y forma de vida durante unos años más, pero, con Jorge aficionado a las salidas nocturnas, Rebeca, a callar y obedecer a su suegra Amalia y ésta, a perpetuar su posición e influencia en la ciudad, el dinero se fue esfumando y las bodegas perdiendo presencia en un mercado ya de por sí difícil, por lo que de nuevo se encontraron al borde del precipicio.

Por eso, cuando apareció la oferta de un inversor extranjero dispuesto a adquirir el setenta por ciento de las bodegas y, además, a poner a disposición de la familia una cantidad para ir reflotando la empresa, sin preguntas, sin informes, sin visitas inesperadas…

Aquello fue la solución soñada y, de haber estado al frente alguien competente, las Bodegas Santillana hubieran recuperado su prestigio, pero con Jorge, el heredero, más preocupado en beberse hasta el agua de los floreros, aquello sólo podía desembocar en desastre.

Federico Maldonado, el administrador desde hacía cuarenta años, llevaba las riendas del negocio como podía, pues no encontraba ningún tipo de interés de quien debería preocuparse por ello. Podría entender que Jorge, en sus primeros años al frente de la entidad, hubiese tomado decisiones erróneas, pero es que ni eso.

Los contados días en los que aparecía por las oficinas, lo hacía tarde, desganado y sin interés por mejorar la situación.

Y así no se podía solucionar nada, por lo que Maldonado se limitaba a hacer de intermediario entre la empresa y los acreedores y, cuando la limitada producción debía venderse, entre las bodegas y algunos compradores que aún confiaban en la calidad del producto, aunque no eran muchos.

—He oído que quería hablar conmigo —dijo Jorge entrando sin mucha ceremonia en el despacho donde antaño su padre había manejado la empresa.

—Sí —respondió el administrador—. Es importante, te ruego que te sientes. —Señaló el sillón que le correspondía como dueño de las bodegas.

—Sabes de sobra que me viene grande —alegó arrastrando las palabras.

Tenía la cabeza como un bombo, tras una noche de juerga.

Se pasó las manos por el pelo, deseando que le trajeran de una vez el café y el analgésico que había pedido. Se estaba haciendo mayor, pues la noche anterior no había sido lo que se dice memorable; unas copas, unas mujeres ligeritas de cascos, pero poco más.

Se sentó de mala gana en el sillón de su padre y se estiró para coger la carpeta que le tendía el señor Maldonado.

—Hoy no estoy para leer. —La dejó caer sobre la mesa sin ni tan siquiera abrirla—. Dime lo que es y acabemos con esto.

El administrador negó con la cabeza. Así no se iba a ningún lado.

—Buenos días, siento el retraso —interrumpió Amalia entrando en el despacho.

—Joder, si parece hasta serio —masculló Jorge.

—Jorge, por favor —le rogó su madre, sentándose con sus aires de superioridad.

—Han llegado malas noticias… —comenzó diciendo Maldonado.

—Ahorrémonos los preámbulos —interrumpió Jorge aburrido e hizo un gesto con la mano para que el administrador fuera al grano. Necesitaba volver a acostarse lo antes posible, ya que el café y el analgésico no aparecían.

—Señor Maldonado, hable, si es tan amable —dijo Amalia mirando a su hijo para que no se mostrase tan abiertamente desagradable y despreocupado. Una cosa era que todos lo supieran y otra muy distinta dar más de que hablar.

—Pues bien, si leen lo que he traído verán en primer lugar que, a pesar de la inyección de capital mensual que nos llega, de nuevo estamos en aprietos.

—Vaya novedad —masculló Jorge mientras terminaba de plegar un folio; si se molestaba un poco más, conseguiría hacer una pajarita de papel.

—No lo entiendo —intervino Amalia—. Pensé que ahora no teníamos problemas de liquidez.

Jorge carraspeó, vaya forma de decirlo. Estar al borde del precipicio era la normalidad en esa familia desde hacía tiempo, así que tener saldo en las cuentas se podía considerar la excepción que confirmaba la regla.

—Madre, déjelo, estamos sin blanca, otra vez. —Se puso en pie—. Supongo que la reunión ha acabado —masculló con intención evidente de salir de allí.

—Siéntate —ordenó su madre refunfuñando—, por una vez en la vida, haz el favor de comportarte.

—Joder —protestó el aludido. Pero, para evitar confrontaciones, acató la orden de su madre y de nuevo se dejó caer en su asiento.

—Y eso no es todo —prosiguió Maldonado—, ayer me llegó este telegrama. —Abrió su portafolios y lo sacó para que lo vieran.

Jorge no hizo ni amago de cogerlo, por lo que fue su madre quien lo desdobló y leyó en silencio.

Por la cara que puso Amalia, quedaba patente que no era nada bueno lo que allí se decía; claro que, ¿cuándo un telegrama daba buenas nuevas?

—Dámelo —pidió Jorge para acabar con el suspense.

A su madre le encantaba crear expectación, ninguna mejor a la hora de llamar la atención. Ser el centro de todas las miradas era una de sus prioridades.

Tras leer el maldito telegrama, Jorge lo dobló sin más y lo dejó de nuevo sobre la mesa.

—Según esto… —El administrador señaló la misiva—. El señor Henry Campbell ha muerto y eso significa que a partir de ahora estamos en manos de sus herederos.

—¿Y? —preguntó Jorge con total indiferencia.

Maldonado inspiró profundamente, las cosas no iban por buen camino.

—Dudo mucho que los nuevos dueños quieran seguir poniendo dinero sin hacer preguntas y sin pasarse por aquí para ver cómo hemos gastado su inversión. Eso supone que, a partir del mes que viene, ya no podremos hacer frente a algunos gastos corrientes y no me refiero únicamente a los derivados de las bodegas.

—¿Cómo? —inquirió Amalia preocupada.

—Los gastos ordinarios de mantenimiento, tanto de la casa como suyos, se han ido llevando la mayor parte de los ingresos. Como he venido diciendo desde hace tiempo, deberíamos pensar en cambiar algunas costumbres.

—¿Qué significa eso? —interrumpió ella con cierto tono de alarma.

—Significa, entre otras cosas, que se acabaron las fiestas, los comités de beneficencia y demás actividades sociales a las que es tan aficionada usted, madre.

Jorge no se limitaba a explicarle a su madre la situación, de paso criticaba abiertamente las costumbres sociales de su progenitora, en las que él, desde siempre, evitaba involucrarse.

Amalia se creía la máxima representante de la élite de Ronda de Duero, donde las mujeres de las autoridades decidían quién podía o no entrar en el casino, así como quién ocupaba los bancos principales en las recepciones oficiales y en la iglesia durante la misa del domingo.

Organizaban eventos y actividades durante todo el año, aunque prestaban especial dedicación a los actos de las fiestas patronales del mes de agosto.

Y, por supuesto, elegían a las jóvenes que en un futuro podrían entrar en ese exclusivo círculo y a las que, una vez señaladas, quedaban descartadas de por vida.

Rebeca era una de esas jóvenes que pasó, y con nota, todos los exámenes de esa especie de tribunal inquisitorial que Amalia presidía; por ello, como esposa era la ideal. Educada, recatada, obediente y no menos importante, poseedora de un ingente capital que la familia Santillana se había ocupado convenientemente de dilapidar.

Jorge no soportaba todos esos tejemanejes sociales a los que su madre era tan aficionada y en más de una ocasión ella hasta había movido los hilos para que terminara siendo alcalde, pero él siempre declinó la oferta.

A veces hasta él mismo se sorprendía del poder que su madre ostentaba dentro de la ciudad, pero lo cierto es que gozaba de ese privilegio, y lo más sorprendente aún es que nadie lo cuestionaba.

Él no comprendía cómo ella, adalid de las tradiciones, entre las que se encontraba la inferioridad femenina, manejaba a su antojo cuanto quería; eso sí, todos esos hilos se movían bajo una incuestionable fachada de moralidad y de respeto a las buenas costumbres, empezando por la misa diaria y terminando por los actos benéficos.

Claro que todo ello conllevaba un gasto económico; ser la primera benefactora de la población y principal referente moral equivalía a un gasto mensual considerable para financiar esos actos a los que era tan asidua. Sin olvidar el estilo de vida tan alejado de la austeridad; por supuesto, mantener esa fachada de familia respetable e importante iba aparejado de buenas sumas de dinero. Estilo de vida que consumía los escasos recursos de una maltrecha empresa.

Dinero que escaseaba y que se dilapidaba cuando se conseguía. De esa forma, el rentable negocio bodeguero había pasado de ser un referente en la comarca, avalado por la tradición y el prestigio, a ser una simple bodega más, desperdiciando así el enorme potencial.

—¿Ha habido alguna comunicación oficial? —inquirió Amalia.

—Únicamente este telegrama. Supongo que no a mucho tardar llegarán noticias de sus herederos.

—Abreviando —interrumpió Jorge—, que debemos buscarnos otra fuente de ingresos.

—Sí, así es —confirmó el administrador—. O, en todo caso, empezar a plantearnos cambiar nuestra política empresarial. Si nos visitan, al menos que vean que hemos sabido aprovechar el dinero, que estas bodegas pueden ser rentables, convencerlos de que su inversión ha merecido la pena.

Por el tono del discurso parecía que Maldonado se preocupaba más que los propios Santillana por el futuro de las bodegas.

Y así era.

Durante muchos años trabajó al lado de Antonio, el padre de Jorge, para sacar adelante el negocio, superando dificultades y sobreponiéndose a ellas. Y, pese a los reveses de la vida, nunca se rendía.

Puede que tomara malas decisiones o que simplemente la fortuna le fuera esquiva, o que su esposa le influyera negativamente, pero siempre trabajó y buscó la forma de salir adelante. No como Jorge, que se limitaba a subsistir, y Amalia, que estaba más pendiente de aparentar.

Si aún se encargaba de los asuntos de la familia era debido a su gran amistad con Antonio.

—Bueno, pues a no ser que mi querido tío político consiga la nulidad matrimonial eclesiástica para buscarme otra heredera… —negó con la cabeza—, veo el futuro bastante negro —comentó con cinismo.

Para Amalia la palabra «nulidad» representaba algo así como un suicidio social. Antes muerta que permitir tal sacrilegio.

—Señor Maldonado, de momento no debemos precipitar las cosas. Esperemos a ver cómo se presentan los herederos del señor Campbell, después ya veremos —alegó Amalia en su estilo habitual de no coger el toro por los cuernos cuando se avecinaba tormenta. Creía firmemente en ese dicho de «Dios proveerá».