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Él rodó a un lado, separándose de ella para deshacerse del condón y con el pensamiento de abrazarla en el menor tiempo posible.

De reojo observó cómo Rebeca le daba la espalda y se tapaba rápidamente.

Los remordimientos habían hecho acto de presencia junto con el pudor. Tenía que hacer un esfuerzo por comprenderlo. Al igual que jamás se contoneaba ni se vestía para mostrar sus curvas, el comportamiento en la cama resultaba, por lo tanto, igualmente decoroso.

De ahí que insistiera para que se acostaran a oscuras. Seguramente era lo que les habían enseñado, así que suponía un gran esfuerzo para ella dejar que la contemplara desnuda.

Pero no iba a permitir que se castigara a sí misma, por lo que la abrazó desde atrás y la pegó a su cuerpo.

—Ha sido increíble —murmuró junto a su oreja, apartándole el pelo para poder besarla.

Ella, por su reacción, no debía de estar muy de acuerdo. Sin embargo, no iba a consentir que se martirizara inútilmente.

Le acarició con suavidad la espalda, esperando a que ella fuera asimilando que lo sucedido esa noche, lejos de ser algo aislado, iba a volver a repetirse.

Técnicamente puede que hubiera estado con mujeres más expertas, pero ni de lejos había conseguido sentirse así, lo que debería analizar; pero lo haría en otro momento.

Mientras permanecía callado cayó en la cuenta de un detalle: cuando ella le vio enfundarse el preservativo, aparte de quedarse sorprendida le había dicho que no era necesario.

¿Por qué no iba a serlo?

Estaba casada y, por consiguiente conocía los riesgos de quedarse embarazada si mantenía relaciones sexuales; además, en su caso, con el agravante de que no se había acostado con su esposo, por lo que el escándalo sería mayúsculo.

Decidió que la mejor forma de salir de dudas era preguntándoselo.

—¿Por qué has dicho antes que no era necesario utilizar un condón? —Percibió cómo ella se estremeció, pero era lógico que se interesara por la cuestión. Con sus otras amantes, en la mayoría de los casos había tenido esa conversación antes de follar con ellas. Otra interesante cuestión que tener en cuenta cuando se sentase a solas para analizar su proceder.

Rebeca escuchó la pregunta; tocaba una fibra extremadamente sensible. No quiso girarse para no ver la cara de desilusión de él, pues seguramente la consolaría y poco más por su defecto. Se aferró a las sábanas como si le fuera la vida en ello.

Intentó que el nudo que se le había formado en la garganta le dejara responder, por lo que se aclaró la voz.

—No puedo tener hijos.

Nada más decirlo, él se percató del tono abatido con el que había respondido; desde luego era un tema que debía de ser muy importante para ella.

—¿Estás segura? —inquirió por si acaso, era una información que considerar para el futuro, aunque no estaba de más asegurarse.

—Sí. —Respiró profundamente procurando no llorar. Bastante amargada estaba ya con ese asunto—. Llevo casi dieciocho años casada y… —Una lágrima se le escapó y rápidamente se la limpió.

Definitivamente sí, para Rebeca era un tema muy peliagudo y que le causaba bastante dolor. Así que debía ir con tiento para no echar sal en la herida.

—Pero… podría ser culpa de tu marido. No sería la primera vez que ocurre —reflexionó él con toda lógica.

Él conocía a más de una viuda sin hijos que en segundas nupcias se había quedado embarazada. Otra cosa era que, por cuestiones culturales, siempre se le echara la culpa a la mujer y que luego se demostrara que la parte con problemas de fertilidad era el marido; pero claro, primero recaía la responsabilidad en la parte más vulnerable.

—Créeme, estoy segura de que soy yo —sollozó—. Por eso hace mucho que ni se acerca a mí, porque no he sido capaz de darle un hijo.

Justin frunció el cejo mientras consideraba todas las posibles vertientes de esa información. De nuevo tuvo que preguntar antes de seguir encajando piezas.

—¿Te ha visto algún especialista?

—No, no era preciso. Sé perfectamente que Jorge me culpó a mí, al igual que mi suegra. Era mi única obligación como esposa y he fallado.

—¿Cuánto hacía que tu marido no…? —No dejó de tocarla en ningún instante mientras hablaba. Se sentía un poco fuera de lugar conversando sobre los asuntos conyugales de ella cuando se la acababa de follar, pero necesitaba llegar al fondo de la cuestión, ya que de verdad le importaba ella.

Ella suspiró cansada del tema.

—Más de quince años… —contestó totalmente abatida.

—¡Joder! ¿Quince años? —exclamó completamente enfadado. Vaya con el señorito Santillana… Todo el día de aquí para allá, sin dar explicaciones y su esposa en casa abandonada.

—Si le hubiera dado un hijo —musitó ella sabiendo que ésa no era la única razón de su desatención.

—Hay una cosa que no me cuadra… —adoptó su tono de abogado reflexivo—. ¿Cómo va a dejarte preñada si no se acuesta contigo?

—Supongo que Dios no quiere bendecir nuestro matrimonio con descendencia.

Él resopló desdeñosamente, qué cosas había que oír. Pero él no era nadie para poner en tela de juicio las creencias de los demás, algunas tan arraigadas que no se podían ni cuestionar.

—Ya, bueno, pero si no te «bendice» primero tu marido, las cosas no se ponen en marcha. Así que, ¿no puede ser él el responsable de que no tengáis hijos?

—Él sí puede —aseveró convencida y dolida por tener que admitirlo precisamente delante de él, que a buen seguro conocía la historia.

—¿Cómo estás tan segura? —inquirió, pero al instante se dio cuenta de que la respuesta era más que evidente—. Lo siento, supongo que será muy difícil convivir en la misma ciudad que la amante y los hijos de tu marido.

—¿Qué? —Al escuchar tan absurda explicación se giró, tomando la precaución de que la sábana le tapara hasta la barbilla, para mirarlo. ¿Cómo había llegado a tan absurda conclusión?—. ¡No! Él no tiene amantes fijas. —O al menos no las tenía hasta que ella había regresado. Ese último pensamiento no lo expresó en voz alta, al fin y al cabo Justin debía cierta lealtad a su jefa.

—¿Entonces?

«¿Sería posible que no lo supiera?», se preguntó ella al ver su cara de expectación. Tras meditarlo brevemente, llegó a la conclusión de que no podía ser.

—Tú bien lo sabes —dijo desviando la mirada—. La conoces muy bien. Trabajas para ella. —Su tono estaba teñido de amargura y reproche.

—¿De qué cojones me estás hablando? —preguntó sin saber de dónde le venían los tiros. Odiaba sentirse fuera de juego, pero con los datos poco precisos y contradictorios que ella le daba no podía llegar a establecer una línea de pensamiento coherente.

Casi dolía más que él lo negara que tener la prueba viviente de que ella no era capaz ni de engendrar un hijo, así que se apartó de él, dispuesta a salir de allí lo menos dañada posible, ya que su orgullo estaba pisoteado hacía tiempo.

—¡Un momento! —Él la retuvo sujetándola de un brazo y arrastrándola de nuevo a la cama. Le importaba un pimiento su propia desnudez, no así a ella, que intentaba taparse frenéticamente. Tan sumido en sus divagaciones se había quedado que no se percató de que ella se apartaba de su lado—. Explícame lo que has querido decir.

Rebeca se resistió, pero él era más fuerte, por lo que poco pudo hacer para soltarse y huir.

—¡Lo sabes perfectamente! —le chilló—. Mi marido es el padre de Victoria, ella… —Rebeca se detuvo al ver la cara de completa estupefacción de Justin. Ya ni siquiera se molestaba en sujetarla, sus manos habían perdido toda la fuerza. Si lo deseaba, podía marcharse pero, por alguna razón, se quedó allí sentada, convenciéndose en el acto de que él no tenía ni la más remota idea.

—¿Cómo puedes afirmarlo sin correr el riesgo de equivocarte? —inquirió pasándose la mano por el pelo.

De ser ciertas tales aseveraciones, aquélla era la última pieza que resolvía el extraño rompecabezas de Claudia.

Ella apartó el rostro, no deseaba recordar lo que tanto dolor causaba, pero él no iba a conformarse con su silencio, así que habló.

—Al poco de casarme escuché una conversación de mis suegros —comenzó Rebeca en voz baja, denotando su malestar por tener que hablar de la mujer a la que su esposo jamás olvidó—: iba a casarse con ella, se lo prometió antes de marcharse al servicio militar. Pero mi suegra se enteró de que Claudia estaba embarazada al mes de irse él y le dio dinero para que fuera a ver a una comadrona y se deshiciera de la criatura; además la echó porque sabía que él volvería a buscarla, aun sin saber lo de su embarazo.

—Joder…

Rebeca inspiró antes de proseguir.

—La obligaron a escribirle una carta de despedida, para que él creyera que lo abandonaba; si no lo hacía, Amalia se encargaría de hacerle la vida imposible y en aquellos días cualquier acusación, aun siendo infundada, podía tener mucho peso y más todavía cuando sus padres no militaron en el bando correcto.

Justin no podía poner en duda ni una sola palabra de ese relato; ella conocía de primera mano una parte de la historia que Claudia siempre se afanó en ocultar a todo el mundo, incluyéndole a él.

Por algún motivo o pura casualidad, Henry llegó a enterarse de quién era el padre y se ocupó, dando rienda suelta a su retorcido sentido del humor, de que Claudia tuviera en sus manos la oportunidad de devolverles el golpe y de dar a Victoria lo que legítimamente le correspondía por nacimiento.

Con esta jugada se aseguraba que pasara lo que pasase se hacía justicia, pues tanto si Claudia hablaba como si mantenía silencio, su hija sería la propietaria de Bodegas Santillana. Además, por algún extraño guiño del destino, Jorge no había tenido más hijos, con lo cual Victoria sería la única propietaria.

Todas estas rápidas deducciones debía dejarlas para otra ocasión, pues la mujer que estaba a su lado parecía realmente desdichada, pues al contarle lo que ocurrió quedaba claramente implícito que se había casado con ella de rebote.

—Ven aquí —pidió ofreciéndole la mano.

Ella se mostró reacia y escondió su rostro, así que fue él quien hizo los movimientos precisos para colocarse tras ella y abrazarla, rodeándola con sus brazos y piernas.

—No necesito que me tengan más lástima, por favor, llévame a casa —rogó limpiándose las lágrimas con el dorso de las manos, convencida plenamente de que para él, como para su marido, no era más que un premio de consolación.

—No. Me prometiste una noche completa, y no hemos hecho más que empezar.

Tras decir estas palabras, metió una mano por debajo de su brazo en busca de su pecho para masajearlo convenientemente; en esos momentos no era cuestión de reabrir viejas heridas.

Ella era una mujer dolida, ninguneada, un cero a la izquierda; pues bien, eso tenía que acabar, Jorge Santillana iba a tener que dejar de jugar con dos barajas, ya se encargaría él de ello, pues no le parecía ni medio normal que anduviera detrás de Claudia intentando reconquistarla mientras tenía a su adorable esposa abandonada a su suerte y con la autoestima a la altura del betún.

Pero, por esa noche, sólo se ocuparía de Rebeca, de su placer y de que ella recordase esa velada para siempre.