9
Ronda de Duero, verano de 1945
—No puedes negarte, hijo. Esa muchacha es la esposa ideal para ti.
Jorge se rascó la barba e hizo un gesto de desagrado. Había vuelto a casa hacía tres días; su primer permiso mientras hacía el servicio militar y no se encontró con lo que tanto deseaba desde hacía tres meses.
Estaba, muy a su pesar, en el despacho de su padre, donde éste, tras el amplio y pulcro escritorio, le estaba contando algo sobre una mujer ideal para él.
Especialmente porque a esa mujer ya la conocía y sólo quería reunirse con ella durante su primer permiso, tal y como le había prometido. Pero ella no estaba allí, por ningún lado.
Ya le extrañó que en ese tiempo ella no le hubiera escrito ni una sola carta, pero suponía que estaba demasiado atareada, y que su querida y controladora madre se había encargado de que así fuera, ya que Amalia siempre se ocupaba de ningunearla.
Pero esa situación tenía los días contados. En virtud de su promesa, en cuanto finalizase la odiosa mili, se casaría con ella. Con o sin la autorización de sus padres.
—¿Me estás escuchando, Jorge? —insistió su padre.
La verdad es que lo único que deseaba era saber de una jodida vez dónde estaba Claudia, porque nadie del servicio le daba respuesta alguna, su madre desviaba la conversación y su padre, como siempre, tenía demasiados quebraderos de cabeza sacando la empresa adelante en esos difíciles tiempos.
—¡Jorge! —exclamó exasperado Antonio Santillana—. Presta atención, por favor.
—La señorita Rebeca Garay es una joven encantadora, su tío es el obispo de la catedral y ya es hora de que vayas pensando en el matrimonio.
—Aún estoy esperando que me digáis dónde está ella, hace tres días que estoy aquí y nadie quiere contarme nada —interrumpió enfadado. Le importaba un carajo quién era o dejaba de ser la sobrina de un cura o lo que fuera.
—Hijo, olvídate de ella —pidió su madre, pañuelo en mano, a punto de llevar a cabo otra de sus representaciones teatrales—, esa mujer… ¡Oh, Antonio, cada vez que lo pienso…!
—Tranquila —le dijo a su esposa—. Escúchame, Jorge, sé que es duro para ti aceptar que te han embaucado, que únicamente quería cazarte y que, al ver que esas oportunidades disminuían, no ha dudado en marcharse. Mejor así.
—No creo que Claudia haga algo así —murmuró Jorge negando con la cabeza; no podía ser cierto de ninguna de las maneras.
No era una novedad el poco aprecio que tenían sus padres por Claudia, pues para ellos no era sino una obra de caridad.
—Si no lo crees, toma esto.
Observó cómo su madre abría el cajón superior del escritorio y sin tener que buscar demasiado extraía lo que buscaba.
Amalia parecía ansiosa por entregarle el sobre.
Jorge lo aceptó y sacó un papel. Nada más desdoblarlo, reconoció la letra de Claudia.
Abandonó la postura de indiferencia que hasta ahora había mantenido ante las palabras de sus padres y se apartó para poder leer sin miradas indiscretas, aunque, seguramente, ambos ya sabían qué ponía, pues el sobre no estaba lacrado.
—Como puedes ver, hijo, esa… mujer sólo buscaba una cosa —apuntó su madre impregnando cada palabra de veneno.
Jorge quiso mandarla a paseo, gritarle… cualquier cosa para que se callara y le dejara a solas con su decepción.
Con cada línea que leía se le iba formando un nuevo nudo en el estómago.
Levantó un instante la mirada: ver la cara de satisfacción de sus progenitores no era sino otra patada en el estómago.
No daba crédito a las palabras allí escritas.
Hubiera puesto la mano en el fuego por ella.
Todas aquellas promesas…
Todos aquellos deseos…
Todo a la mierda.
Arrugó el papel con brusquedad y, de haber sido invierno y estar la chimenea encendida, en ese mismo instante hubiese sido pasto de las llamas.
No iba a llorar delante de sus padres, pues con ello conseguiría un nuevo sermón acerca de lo mala mujer que era y, por supuesto, de que un hombre no lloraba y que debía ser fuerte, olvidarse y aceptar la realidad.
Joder con la puta realidad…
Necesitaba salir de allí y desahogarse, y nada mejor que unos padres con bodegas propias para encontrar el ingrediente fundamental: alcohol.
—Ahora que ya sabes la verdad sobre esa tunanta, podrás concentrarte mejor en lo que nos ocupa —prosiguió su madre, sin duda satisfecha con lo que su hijo había leído—, la señorita Garay, a la que he invitado unos días para que podáis conoceros…
—Cállate, por favor —masculló en voz baja Jorge. Estaba dolido, ahora no era el momento de endosarle una novia y, ya puestos, no quería ninguna.
Pero su padre, azuzado por su madre, no iba a ceder así como así: los bancos estaban al acecho y no podían perder el tiempo en cuestiones sentimentales.
—No podemos demorarlo más… —El tono del hombre dejaba entrever su preocupación.
Jorge no era ni de lejos consciente de los problemas en los que la propiedad estaba sumida desde hacía unos meses, y encontrar a Rebeca Garay había sido como el gordo de la lotería de Navidad.
Por si acaso no había sido suficientemente expresiva manifestando su interés por el matrimonio, Amalia decidió aportar algo más:
—He hablado con su ilustrísima, está encantado con este enlace —apuntó ella entusiasmada con la idea de poder emparentar con el clero; así, aparte de pagar el manto de la virgen de la catedral y de dar generosas aportaciones dinerarias, podía influir con más peso en los asuntos religiosos. Y, de paso, mejorar aún más su posición dentro de las fuerzas vivas de la ciudad.
—Madre, por favor. No estoy de humor. —Estaba demasiado afectado como para aguantar aquello. En su mano aún tenía la carta arrugada de ella, como si necesitase leerla de nuevo para acabar de convencerse o, quizá, para darse cuenta de que se equivocaba, de que no era más que un mal sueño, que ella lo estaba esperando en otra ciudad…
Su padre dio un golpe en la mesa, llamando su atención.
—¡Deja ya de comportarte como un niño! ¡Eres un hombre hecho y derecho! —le gritó cansado de tanta sensiblería.
Toda la situación se estaba descontrolando, necesitaba cerrar el acuerdo ya, dejando a un lado tonterías tales como los sentimientos, los lloros y demás cursilerías propias de las mujeres.
—Jorge, tienes que mirar hacia adelante. Ser fuerte y sobre todo responsable. —Amalia continuó con su aportación.
—¡Dejadme en paz! —les espetó inspirando profundamente para no perderles el respeto; estaba a un paso de pronunciar palabras mayores.
¿Es que no podían entender su dolor y dejarle al menos un tiempo para asimilar la noticia?
Por lo visto estaban empeñados en resolver el asunto en un abrir y cerrar de ojos, como si ella jamás hubiera existido.
Para sus padres, la marcha de Claudia sin duda era la mejor noticia del año, eso no suponía ninguna novedad, pero que ella hubiera abandonado Ronda dejándole únicamente una simple carta…
No podía ser, algo estaba mal. Le estaban ocultando información.
Ella le había prometido una y mil veces, entre caricias, entre besos, durante sus escapadas, que lo esperaría, del mismo modo que él lo había hecho.
Y no sólo una vez, no sólo durante uno de esos momentos de intimidad en los que razonar es imposible.
Lo habían hablado largo y tendido, mientras paseaban por las fincas observando cómo maduraban las uvas; también cuando ella, con un libro entre las manos, intentaba estudiar aprovechando cualquier hueco libre entre sus quehaceres y él se dedicaba a interrumpirla con bromas… O cuando la arrastraba, literalmente, hasta acabar los dos tumbados, entre risas, en el pajar abandonado.
¿De verdad Claudia había fingido todo ese tiempo?
¿De verdad era tan tonto como para dejarse embaucar como aseveraban sus padres?
Ambos parecían tenerlo tan claro que ahora él se sentía traicionado, tocado y hundido.
Confiar en ella, soñar con ella, por lo visto no había sido más que una ilusión óptica, una tontería de juventud.
Y lo peor de todo era ver la cara de satisfacción de sus padres, en especial de su madre, quien nunca toleró a Claudia y la consideraba únicamente una especie de obra de caridad. Si le daba cobijo y comida era a cambio de su trabajo como fregona, costurera, cocinera, o lo que se terciase en cada momento, siempre y cuando fuera al servicio de los señores y dejando muy claro la diferencia de clases.
Según decía Amalia, ya había hecho bastante favor con acoger a una huérfana, para poder presumir ante su círculo social de lo buena samaritana que era, pese a que después se cobrara con intereses su «buena obra».
Claudia perdió a sus padres; ambos eran pastores que trabajaban para la familia Santillana. Un desgraciado accidente dejó al padre postrado en la cama y, al no poder aportar el sustento necesario para la familia, pasaron penurias, por lo que aceptaron dejar a la niña al cuidado del patrón. Los padres de Claudia, débiles y sin recursos, no aguantaron el crudo invierno.
A ella nadie le explicó el motivo por el que ya no podía vivir con sus padres y aceptó resignada, sin saber absolutamente nada, su nuevo destino.
A Jorge le importaba muy poco el origen de la chica, pues desde que ella, una chiquilla de diez años, fue a vivir bajo el techo familiar, siempre habían estado juntos.
Siendo hijo único, tenía que buscar compañeros de juegos entre los muchachos de Ronda, pero sus padres preferían que mantuviera las distancias, especialmente cuando se trataba de los hijos de los aparceros que trabajaban para la familia, pues, esquivando lazos de amistad, creían evitar que en un futuro Jorge se sintiera obligado a mostrarse comprensivo cuando tuviera que tomar decisiones que afectaban a aquellos con los que había crecido y que hacían llamarse «amigos».
De ahí que, cuando Amalia, en uno de esos arranques de buena samaritana, decidió dar cobijo a una huérfana, para él fue el mejor de los regalos, aunque fuera una chica.
Su madre pensó que educándola personalmente desde niña ésta sería la criada sumisa y perfecta que toda señora de postín precisa y de la que puede presumir entre las amistades. Además, al ser huérfana, sin familia cercana, se aseguraba también que nadie apareciese con intención de chafar su obra de caridad.
Lo que no pudo prever fue que los dos chavales se hicieran inseparables, que Jorge la protegiera como si fuera su hermana, que muchos de los sirvientes ayudaran a la niña a escondidas y que hasta el tutor del señorito accediese a educar a la huérfana ocultándoselo a sus patrones, hecho que la niña supo aprovechar, pues poseía una inteligencia envidiable, por lo que el señor Torres se ocupaba personalmente de incentivar su aprendizaje, sabiendo que para ella era el mejor de los regalos.
Pero, lo que empezó siendo una relación fraternal, a medida que fueron creciendo y ambos fueron dejando atrás la niñez, se convirtió en algo diferente: se dieron cuenta de que no iban a poder ser simplemente dos buenos amigos.
Él fue el primero en mirarla con otros ojos, a pesar de que tuvo remordimientos de conciencia durante mucho tiempo, pues su confesor se encargaba de verter sobre ésta los suficientes malos pensamientos como para pasarlo realmente mal.
Sin embargo, aquellos consejos no sirvieron absolutamente para nada, pues cada día era más bonita, y sólo podía pensar en estar a solas con ella, en compartir cualquier asunto, contarle todo lo que se le pasaba por la cabeza.
Ella siempre se mostraba temerosa de que Amalia descubriera las intenciones de Jorge y de las consecuencias; más de una chica en el pueblo llevaba la «letra escarlata» de ligera de cascos o de, lo que era peor, madre soltera.
Así que lo evitaba, inventaba tareas o hasta agradecía a la señora cuando la tenía de sol a sol ocupada, con tal de no caer a las insinuaciones de Jorge.
Pero él no se rendía, porque ella no era un capricho pasajero, ni él el típico adolescente cachondo que va tras las faldas de una presa fácil, en este caso el servicio. No, Jorge sabía que aquello iba mucho más allá.
También era consciente de las maniobras de sus padres para alejarlo de ella. Cada uno ocupándose de un frente diferente: su madre, recordándole una y otra vez que no podía caer tan bajo y mandando a Claudia a ocuparse de mil recados para tenerla alejada. Su padre, siguiendo alguna especie de tradición masculina, lo había llevado, como regalo de cumpleaños, a una casa de putas para que se estrenase y se dejase de tonterías.
Así que, a pesar de haber deseado con todo su ser entregarse a ella la primera vez, no pudo, cosa que le pesaba y le mortificaba, pues realmente se había intentado resistir.
Pero, a un joven de diecisiete años, revolucionado por las hormonas, si le pones delante a una mujer que le enseña toda la mercancía… poco puede hacer.
Años más tarde, confirmó lo que empezó a sospechar a medida que crecía: que esa mujer era la querida de su padre y que, de no haber cumplido, ella le hubiera informado, causándole más problemas. Así que, sin saberlo, se había librado de un buen sermón al tirarse a la amante de su padre.
Cuando murió éste pensó en visitarla y pedirle explicaciones; sin embargo, no llegó a hacerlo.
Quizá porque estar en continuo estado de embriaguez limitaba bastante su capacidad para personarse ante esa mujer o quizá porque tenía suficientes problemas encima como para remover el pasado.
—Ya hemos hablado con su tío —le informó su padre sacándole de sus ensoñaciones—. Quiere que se celebre la boda cuanto antes, pero sin prisas.
—Para no levantar sospechas, naturalmente —remató su madre—. Aunque dudo mucho de que alguien pueda decir una mala palabra de Rebeca. —Y por si quedaban dudas, apostilló—: Es una joven casta, modesta y obediente.
Pero Jorge ya no los escuchaba; su cabeza sólo daba vueltas una y otra vez al mismo pensamiento: traición.
—No me esperéis para la cena. —Fue la respuesta del futuro novio, quien se levantó y, sin dejar caer la carta arrugada al suelo, se marchó de allí, decidido a soportar esa traición de la única manera posible: emborrachándose hasta perder el control y así, con un poco de suerte, terminar por decidirse y averiguar qué demonios había pasado con Claudia.