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El vehículo se detuvo junto a la puerta principal del hotel. Ataviada con un traje Chanel de espiga blanco y negro, gafas de sol y sombrero, nadie podía identificarla. Sólo alguien acostumbrado a verla así.

Quienes pasaran por allí pensarían que una turista más llegaba a la ciudad.

Salió del coche, acompañada de Higinia, que miraba a su alrededor inspeccionando todo el entorno.

—No está mal —murmuró su asistenta.

Justin bajó los escalones para saludarlas y ayudarlas a instalarse.

Ella le sonrió y lo siguió.

—He tenido que decir que eras mi hermana. No sabes lo absurdos que son aquí con esto de las apariencias y la decencia —bromeó él una vez que estuvieron a solas en la suite y tras dejar a Higinia en su habitación.

—¿Y cómo explicas nuestro inexistente parecido y la diferencia de apellidos?

Antes de responder sirvió dos copas y le entregó una.

—Llevas el apellido de casada y, de lo otro, mientras nadie haga preguntas… —Se encogió de hombros antes de dar un trago a su bebida—. Y por tu perro guardián no te preocupes, como es viuda no tendrá problemas.

Claudia sabía que ese comentario era debido a las constantes refriegas verbales que mantenían él e Higinia; claro que ésta no se quedaba corta y lo llamaba picapleitos de tercera.

—Yo soy morena y tú rubio. Aquí en seguida empezarán a sospechar. Y en cuanto alguien me reconozca…

—Bueno, nuestra intención es resolver este asunto lo más rápidamente posible. Espero que no tengan tiempo de averiguar nada.

Ella se deshizo de su sombrero y se sentó para quitarse también sus zapatos y estar más cómoda, en la medida de lo posible, ya que desde que había puesto un pie en la Península su inquietud interior iba en aumento.

—¿Te habló alguna vez Henry de este negocio? —preguntó ella tanteando un poco el terreno. Confiaba en él, pero prefería no tener que contarle ciertos aspectos. Especialmente para evitar que él se sintiera proclive a defenderla con más celo delante de los Santillana.

—No y me sorprende. No sé cuáles fueron sus motivos para ocultárselo a todos, pero ese viejo zorro… —Sonrió recordándolo con cariño.

—A veces hacía cosas que… —negó con la cabeza pero en el fondo sabía el motivo por el cual había adquirido esa ruinosa propiedad. Aunque… había detalles que no cuadraban. Si siempre insistió en que se casara con Justin, ¿por qué propiciar un acercamiento con el padre de Victoria?

—A mí me lo vas a contar. En fin, ahora estás aquí y es lo que importa. ¿Cómo te sientes?

—Cansada, ha sido un viaje agotador. —Suspiró con ganas de poder descansar cuanto antes.

—No me refiero a eso y lo sabes.

Se sentó junto a ella y le cogió la mano. Quería a esa mujer y le gustaría poder ofrecerle algo más, pero debía ser paciente, pues ella seguía empeñada en no olvidar, por mucho que quisiera disimularlo. Pero, para su asombro, le vino a la cabeza un fugaz pensamiento de otra mujer y eso no era normal.

—Me refería a volver aquí, a tu lugar de nacimiento —prosiguió él.

Claudia sabía que no era tan tonto como para despistarlo.

—No he tenido tiempo de dar una vuelta, pero supongo que en estas ciudades pequeñas las cosas no cambian de un día para otro —afirmó en tono suave, utilizando tópicos para no hablar más de la cuenta.

—Sé que no te resulta fácil y que no quieres hablar de ello. Lo comprendo —murmuró él—. Así que, a pesar de tu cansancio, debo ponerte al día sobre esa gente, y prepárate, porque son de cuidado.

—Deja que primero me dé un baño y coma algo, y después te prestaré toda mi atención. —Se levantó y caminó hacia la otra estancia de la suite, donde se ubicaba el dormitorio y el cuarto de baño.

—¿Llamo a tu querida Higinia para que venga? —preguntó en tono divertido—. ¿O prefieres que te frote yo la espalda?

—No seas tonto y vete por ahí, estoy segura de que ya has echado el ojo a alguna lugareña.

Justin sonrió, no iba muy desencaminada, la única salvedad era que aún no sabía si había puesto el ojo en una fémina por seguir sus costumbres y buscar entretenimiento entre las sábanas para esos días o por simple curiosidad de conocerla, cosa esta última que, de ser cierta, debía empezar a preocuparle. El asunto de si estaba casada carecía de importancia, no era la primera vez que se llevaba al huerto a una que decía presumir de su anillo de boda; en el fondo eran las mejores, luego no te exigían nada, pues una vez satisfechas volvían con sus maridos.

—Voy a poner un telegrama a Victoria para decirle que has llegado bien y que no se preocupe. Vuelvo en… ¿Un par de horas te parece bien?

—Perfecto.

—Adiós.

Claudia se quedó a solas; necesitaba unos minutos sin hablar con nadie e intentar así convencerse de que aquello era sólo un trámite más. Era perentorio separar lo personal de los negocios y volver cuanto antes a su rutina y a su vida en Londres.

Se acercó hasta la ventana y miró la calle principal de Ronda de Duero; como le había dicho antes a su amigo, allí las cosas no cambiaban.

Lo pensó un instante; podía ser contraproducente, pero debía hacerlo.

Abrió su maleta y buscó un atuendo sencillo y cómodo. Algo para pasar desapercibida entre la gente.

Después se desmaquilló y se peinó de forma recatada para, por último, coger sus gafas de sol y su bolso.

En el instante en que abrió la puerta tuvo la precaución de escribir una rápida y breve nota por si Justin regresaba y no la encontraba.

Al llegar al vestíbulo principal del hotel, y como huésped de postín, fue saludada y le abrieron la puerta; hasta le preguntaron si necesitaba un medio de transporte.

Ella dio las gracias por las atenciones pero negó educadamente y salió al exterior.

No necesitaba ninguna indicación para recorrer las calles de Ronda de Duero.

Empezó a andar sin tener muy claro adónde dirigirse primero y se fue fijando en algunos comercios que no estaban allí cuando se marchó y otros que aún permanecían abiertos al público.

A pesar de las novedades, no tenía la sensación de que hubieran pasado tantos años. No se sentía una extraña y eso la animó a continuar con su paseo.

Había tomado una decisión acertada al salir a la calle para ir aceptando poco a poco la realidad; estaba allí y en menos de veinticuatro horas traspasaría de nuevo la verja que daba acceso a la propiedad de los Santillana.

Al llegar junto a la vieja cantina de la familia Martínez se asomó a través de los cristales y sonrió. «Hay costumbres que nunca cambian», pensó al ver que únicamente los hombres accedían a esos lugares. Que una mujer sola osara entrar sería todo un escándalo.

Continuó su paseo adentrándose en callejuelas que conducían a la plaza mayor, estrechas, llenas de viandantes y, a esas horas de la tarde, con una frenética actividad comercial.

Como si fuera una visitante más, observó los tenderetes que los mismos comerciantes sacaban junto a sus locales, llenos de productos para atraer la atención del consumidor.

Se alegró al ver que la vieja botería del señor Eulogio seguía en pie. Se detuvo un instante en la puerta del establecimiento dudando si entrar o no.

—¿Desea algo, señora? —inquirió un muchacho joven, seguramente uno de los hijos del propietario.

Tardó unos segundos en darse cuenta de que se dirigían a ella y miró al chaval.

—Pues sí —dijo finalmente—. Desearía llevarme algunas de estas botas como recuerdo. —Pensó en Victoria y en la cara que pondría al ver semejante utensilio para almacenar bebidas, vino principalmente.

El chico se mostró atento y le enseñó los modelos más elaborados; sin duda pensaba que, con su apariencia, era una mujer adinerada dispuesta a gastar sin mirar el precio. Y no andaba errado, porque Claudia sabía lo difícil que era ganarse la vida vendiendo botas, así que no le importó dejar un buen pico en la botería de Eulogio. Se veía a la legua que ese negocio tenía los días contados.

Después de dar su dirección para que le llevaran el encargo al hotel, retomó su paseo hasta llegar a la librería que en otro tiempo regentaba la familia del señor Torres, el tutor que permitió que asistiera a las clases junto con el señorito y del que aprendió mucho más que las lecciones impresas en los libros.

Estaba cerrada a cal y canto y era una pena. El escaparate principal estaba tapiado con un gran tablero de madera, evidenciando así que llevaba bastante tiempo clausurada. La de veces que había estado allí, acompañando a Jorge cuando él iba con el único propósito de ver si se habían recibido nuevos tebeos y ella con la intención de poder tomar prestado algún libro.

No era tan tonta como para desconocer cuál era el motivo de que una próspera librería se hubiera ido al garete. Las ideas políticas de esa familia no eran para nada convenientes.

Como estaba anocheciendo, decidió regresar al hotel y, mientras lo hacía, se preguntó por el paradero del señor Torres. Pediría a Justin que lo averiguara discretamente.

—¿Dónde te habías metido? —Fue el saludo del abogado nada más verla entrar por la puerta.

—Me tenías muy preocupada —intervino Higinia, que por una vez estaba de acuerdo con Justin.

—Tomando un poco el aire —les respondió dejando claro que no admitiría ninguna reprimenda por su proceder.

Su asistente se despidió, refunfuñando por lo bajo, y se quedó a solas con él.

—¿Y bien? —preguntó Justin desabrochándose la chaqueta para colgarla y empezar con sus obligaciones—. ¿Estás lista para ponerte a trabajar?

—¡Qué remedio! —se quejó ella admitiendo en silencio que hubiera preferido tumbarse en la cama y no pensar en nada, relajarse sin preocupaciones y poder dormir tranquilamente, como si al día siguiente no tuviera que enfrentarse a los leones.

—Para evitar perder el tiempo, he pedido que nos sirvan aquí la cena y, de paso, siguiendo tus órdenes, mantenerte oculta —adujo él, imprimiendo a sus palabras un toque de crítica por el paseo que se había dado.

—Sé perfectamente lo que hago. Pongámonos a ello.

Justin, desconocedor del pasado de ella, empezó a describir uno por uno y con bastantes datos a quienes iban a asistir a la reunión.

Nada nuevo, pensó ella escuchando a medias la definición que daba de Amalia: autoritaria, egocéntrica y muy dada a mantener a toda costa una imagen.

Del señor Maldonado, al que ella consideraba un buen hombre metido en un avispero, decía que no se podía hacer nada si al enemigo lo tienes en tu propia casa. Definición que compartía al ciento por ciento.

—No te haces una idea de lo que ocurre en esa casa. Por lo poco que he sonsacado a la gente del pueblo, esas bodegas, que antaño fueron de prestigio, no son ahora más que una sombra de lo que fueron. Allí está todo manga por hombro. Los trabajadores no dan un palo al agua, los almacenes están a punto de caerse… ¡No sé qué coño han hecho con el dinero que les mandaba Henry! Y, por cierto, era una suma considerable. —Le entregó unos documentos con las cifras—. El muy… cabrón… —Claudia sabía que esa palabra no era con intención de insultarlo, sino más bien dejaba ver la admiración de Justin por la habilidad de Henry—, dejaba los libros de contabilidad delante de nuestras narices.

El abogado siguió detallando datos y más datos, combinándolos con opiniones personales, nada que la sorprendiera, sabía muy bien de lo que eran capaces los señores de Santillana con tal de mantener las apariencias.

Pero cuando escuchó las palabras dedicadas a Jorge —borracho, maleducado, mujeriego, sin otra ocupación que la de tocarse los cojones, engañar a su esposa y derrochar dinero a espuertas— apartó la mirada de su amigo y cerró los ojos un instante; algunas cosas sí habían cambiado.