1
Londres, invierno de 1963
El doctor Wallance llevaba demasiado tiempo con Henry. Aquélla no era una buena señal.
Claudia, sin un pelo de tonta, sabía hacía mucho que su salud estaba resentida, pero él se empeñaba en disimular y en fingir que no era más que un simple catarro mal curado.
Pero conocía a Henry, siempre de buen humor, siempre intentando ver el lado positivo de la vida; nunca se deprimía y jamás levantaba la voz. Un viejo zorro, que sabía ganarse la confianza de la gente a base de buenas palabras y sonrisas, pero ella, por mucho que lo intentara, no podía ser optimista en este asunto.
Henry Campbell no era su padre biológico, aunque había hecho por ella todo lo que un padre puede hacer por una hija y mucho más.
Pero en esos momentos no quería pensar en eso. Se mordió el labio, tensa y nerviosa por la espera.
Si no tenía nada, ¿por qué tardaba tanto el médico en salir del dormitorio?
La incertidumbre la estaba carcomiendo por dentro.
No se engañaba, la fiebre de los últimos días, esa tos áspera… Aquello no pintaba nada bien.
—¿Claudia?
La voz educada y refinada del doctor Wallance hizo que se girase y caminara rápidamente en su dirección.
—¿Cómo está? —Levantó la mano para que él no le contase una milonga, sin duda siguiendo órdenes del enfermo—. Nos conocemos, Ernest, y conozco a ese liante de Henry, así que, por favor, dime la verdad —le advirtió antes de que tuviera tiempo de confeccionar un diagnóstico benevolente.
El médico inspiró y negó, abatido, con la cabeza.
—Es serio —confirmó sus peores temores—. Él lo sabe. Sus pulmones no resistirán mucho más. Le he prohibido los habanos, pero… —Volvió a negar con la cabeza, no era ningún secreto la cabezonería, disfrazada de encanto, de la que Henry hacía gala.
—Ya ni me acuerdo de las veces que se los he requisado y tirado a la basura —dijo ella asintiendo—. No sé cómo los consigue, pero acaba por fumarse alguno a escondidas, a sabiendas de que le perjudican.
Ambos se dieron la vuelta al oír pasos; Justin, el abogado de Henry, se acercaba hacia ellos sin hacer demasiado ruido.
Claudia lo observó; no andaba relajado, como era su costumbre, sino que parecía agitado y nervioso. Saltaba a la vista que estaba al tanto de las malas noticias y que le afectaban tanto o más que a ella, pues Henry había sido su mentor, quien lo reclutó, recién salido de la universidad, dándole la oportunidad de su vida, ya que de otro modo le hubiera costado, al no tener apoyos, lograr un puesto como el que tenía.
Justin, desde el primer día, le agradeció su apoyo sin lisonjas ni cumplidos, sino con dedicación y esfuerzo, demostrándole que el joven abogado en el que había depositado su confianza podía llegar a ser, además de su fiel empleado, un amigo incondicional.
Y eso a pesar de la afición del señor Campbell a organizar la vida de quienes consideraba su familia, hubiera o no lazos de sangre de por medio. A veces esa malsana afición le causaba algún que otro contratiempo, pero prevalecía su fidelidad y agradecimiento, por lo que se contentaba mandándole al cuerno, lo que provocaba en Henry unas sonoras carcajadas, ya que él jamás cambiaría.
—Hola, doctor —saludó el abogado, estrechándole la mano. Después se dirigió a ella—: Claudia, ¿me acompañas? Henry quiere hablar contigo —indicó sin querer ser más preciso, pues en unos instantes iban a tratar de un asunto un tanto peliagudo y, si Henry tenía carácter, Claudia no se quedaba atrás.
Aquello iba a complicarse por momentos.
—Y yo con él —respondió resuelta a meter en vereda a ese viejo cabezota—. Y esta vez me va a oír.
Ella estaba más que dispuesta a poner fin a la predilección de su patrón por el humo y, si tenía que registrarle su alcoba o el despacho, lo haría sin dudarlo, igual que confiscarle cualquier habano o cigarro que encontrarse.
Por supuesto hablaría con todos los empleados, tanto domésticos como de la fábrica, para advertirles seriamente sobre la inconveniencia de «agradar» a su jefe facilitándole tabaco.
—Os dejo entonces —se despidió el médico—. Para cualquier cosa, ya sabéis dónde encontrarme.
—Adiós, doctor.
Tras la marcha del médico personal y amigo de Henry, ambos se dirigieron a la habitación del paciente.
—Como se le ocurra decirme que quiere ir a su despacho… —murmuró ella frunciendo el cejo mientras caminaba rápidamente hacia el dormitorio del enfermo.
Justin sonrió de medio lado.
—Ya lo conoces, pero en este caso creo que va a hacer caso a Ernest. Sabe lo que le conviene y el buen doctor le ha metido, por fin, el miedo en el cuerpo.
—Más le vale —apostilló como si de una madre regañona se tratase. No era la primera vez que el viejo testarudo obviaba los consejos médicos y se escapaba a su lugar de trabajo—. En esta ocasión me voy a encargar personalmente de que se cuide.
—Te ayudaré en lo que necesites.
—Gracias. —Se detuvo un instante junto a la puerta y agarró al abogado del brazo para añadir—: No podemos consentir que se salga con la suya.
—Lo sé —dijo él sonriendo afectuosamente, y la abrazó—. Estaré a tu lado pase lo que pase. Ahora entremos, acabemos con esto y dejemos que después descanse.
Justin abrió la puerta y, haciendo gala de su educación, la dejó pasar a ella.
Claudia, que estaba atacada de los nervios, miró ceñudamente al paciente. No se iba a dejar engatusar por la cara de inocente que ponía.
—Dile que no me regañe —pidió a su abogado nada más verla entrar. Sabía que se preocupaba por él, pero era tan difícil abandonar ciertos hábitos… Y más ahora, cuando su enfermedad era irreversible. ¿Para qué prescindir de los pocos vicios que le quedan a un viejo?
—Tiene razón y lo sabes —intervino Justin—. Así que deja de comportarte como un chiquillo.
—Vamos a lo importante —zanjó el enfermo adoptando un tono profesional, impaciente; odiaba perder el tiempo dando rodeos.
—Está bien. —El abogado sacó un montón de documentos y se los entregó a su jefe. Miró de reojo a Claudia; ahora se iba a armar una buena en cuanto ella se pusiera al corriente de lo que reflejaban esos papeles.
—¿No hemos quedado en que debes descansar? —inquirió Claudia enfadada—. Henry, esta vez ha sido algo más que un susto. El doctor Wallance nos lo ha explicado y también a ti. No sé por qué te empeñas en ocuparte de esas cosas cuando sabes que no es el momento. Descansa unos días, ya nos encargaremos Justin o yo de ello —insistió tratando de convencerlo para que no hiciera esfuerzos.
—Lo sé —admitió dejando a ambos algo contrariados—. Por eso estamos aquí, sé que me queda poco de vida y…
—¡Calla! Ni se te ocurra decirlo —lo interrumpió ella controlando sus emociones. Quería a ese viejales con toda su alma, pero no debía flaquear delante de él.
—Es la verdad, querida. —Estiró el brazo para que ella se acercara.
Para él, Claudia era la hija que nunca tuvo y, a pesar de sus regañinas y de sus amenazas, lo cierto es que desde hacía mucho sabía que la quería y que gracias a ella también tenía a Victoria, a la que desde que nació consideraba como si fuera también su propia hija.
Puede que las circunstancias en las que la conoció no auguraran una relación como la que ahora mantenían, pues, aparte de cuidarlo y comportarse como la mejor de las hijas, trabajaba codo con codo junto a él en las empresas Campbell, dedicadas principalmente a la importación y exportación de productos alimentarios.
Llegó como una simple trabajadora en una planta envasadora y en esa época ocupaba el cargo más importante, como directora general. Con su gestión y sus decisiones había conseguido no sólo consolidar la empresa que fundó Henry, sino expandirla y ser un referente en Europa.
—Si te cuidaras e hicieras caso a los consejos del doctor… —susurró ella en plan madre gallina sobreprotectora.
—Sí, sí. No te preocupes. Justin, ¿tienes todo preparado?
El abogado se sentó en una silla frente a la cama y abrió una carpeta.
—Éste es el testamento de Henry…
Ella giró bruscamente la cabeza para mirar al aludido extrañada.
—Ahora no es momento —lo reprendió ella.
—Continúa, por favor —pidió Henry a su abogado pasando por alto su ruego. Enlazó su mano con la de ella.
—Está redactado y registrado ante notario —comenzó Justin, también incómodo por tener que ocuparse de ese asunto.
—No entiendo por qué hablamos de esto —protestó Claudia.
—En él —prosiguió Justin—, Henry te lega todos sus principales bienes e incluye a Victoria como heredera.
—Sigo sin comprender… ¿por qué hablamos ahora de este asunto?
—Verás, querida. Legalmente sabes que es mi voluntad que todo cuanto tengo sea para vosotras —apostilló Henry expresando en voz alta su deseo para así poder ir entrando en materia de lo que venía a continuación, la parte que menos iba a gustarle.
—Henry, por favor —interrumpió afectada; no quería oír hablar de testamentos ni de nada que se le pareciera, pues se lo debía todo: sin él no sería nada y a saber cómo hubiera acabado de no haberlo conocido.
Así que, heredar o no, sencillamente carecía de importancia. Con su trabajo había logrado ahorrar lo suficiente como para mantenerse tanto a ella misma como a Victoria. No permanecía junto a él por codicia, como muchos apuntaban, empezando por los sobrinos de su mentor.
—Hay que ser prácticos —aseveró Henry adoptando su tono de hombre de negocios, abandonando sentimentalismos—. Prosigue —le instó a Justin.
—Está bien. Henry y yo hemos hablado de todas las posibles complicaciones que pueden surgir con el testamento. En él queda reflejada la cantidad mínima legal que deben percibir sus dos sobrinos y su hermana —explicó en tono práctico, intentando que sus sentimientos personales no interfirieran en este caso.
—Los dos sobrinos más inútiles que alguien puede, desgraciadamente, tener. Y para colmo de males mi hermana es peor que ellos. Una panda de vagos deseosos de vivir del cuento, saquear mis cuentas y no dar un palo al agua. Han salido al padre, sólo que éstos tienen menos ingenio para robarme, directamente me saquean todos los meses —se quejó Henry.
Claudia bien que lo sabía, pues no se cansaban de acusarla de aprovecharse de la debilidad de un anciano viudo y sin hijos, de malmeter para que desheredara a su verdadera familia y de ser una aprovechada muerta de hambre.
Ello decía muy poco a favor de ellos, pues poco o nada conocían a su tío, el hombre más difícil de manipular que existía en el mundo.
Ni que decir tiene que Henry siempre los mandaba a paseo; eso sí, previo pago para que no lo molestaran.
—Ya les doy una generosa asignación mensual para que ni se acerquen por las oficinas —protestó amargamente Henry.
—Más que generosa, diría yo —apuntó el abogado, que conocía, al igual que Claudia, los pormenores.
—Por eso no quiero que sigan chupándome la sangre —aseveró Henry.
—¿Qué me estáis ocultando? —inquirió Claudia con la mosca detrás de la oreja mientras miraba alternativamente a los dos hombres.
Justin puso cara de circunstancias.
Henry sonrió de oreja a oreja.
—He pensado… —Se acarició la cuidada barba.
—Me das miedo —intervino ella; lo conocía demasiado bien.
—Henry, no la hagas sufrir —interrumpió Justin—. Ambos creemos conveniente que, para evitar cualquier proceso legal, porque a buen seguro que ellos intentarán arrebatártelo todo y, aunque no lo conseguirían, el coste económico de defenderte podría causar graves problemas en las empresas además de un desgaste anímico injusto para ti y para Victoria, te cases con…
—¿Otra vez con tus planes casamenteros? —intervino ella sin dejarle acabar.
No era ningún secreto que día sí y día también insistía en que una mujer como ella no podía permanecer más tiempo sola, para ello ya había señalado al mejor candidato posible.
—Que te cases… con Henry —remató el abogado.
—¡¿Perdón?! —preguntó ella abriendo los ojos como platos—. ¿Te has vuelto loco? —exclamó mirando a uno y a otro alternativamente.
—No es necesario que des saltos de alegría —dijo Henry con ironía.
—Tu enfermedad es más seria de lo que pensaba. —Se puso de pie y comenzó a caminar por la estancia—. A ver cuándo abandonas tu afición casamentera.
—Cierto que te he dicho por activa y por pasiva que te casaras con Justin, y espero que, una vez que cierre el ojo, lo reconsideres, hacéis una pareja estupenda. Sois de edades similares, tenéis gustos parecidos y formáis un excelente tándem en los negocios.
—¿Y por qué has cambiado de opinión?
—Tiene razón, Claudia —aportó Justin.
—Sabes que te aprecio, que eres muy importante para mí, pero nunca podría ser tu esposa —le dijo a Justin para después mirar al instigador oficial—. Y la tuya, tampoco —le advirtió.
Aunque utilizó un tono de regañina, el aludido sabía perfectamente que ella se sentía profundamente afectada por lo que estaba oyendo.
—Querida, para mí siempre serás mi hija. El matrimonio sólo es la solución más sencilla para ti y para Victoria. Odiaría que esos imbéciles de sobrinos que tengo se llevaran algo que os pertenece a las dos —observó muy serio. Para él era un tema muy personal, quería dejar todo atado para que su familia no hiciera nada en contra de ellas.
—Claudia, sé razonable —intervino el abogado—, es la mejor opción.
—Odio que me organicéis la vida —se quejó ella—. Tiene que haber una alternativa.
—Claro que sí. —Se apresuró a contestar Henry—. Luchar en los tribunales por lo que te pertenece o confiar que esos dos imbéciles egoístas con su madre a la cabeza sufran un repentino ataque de sensatez y acepten mi decisión —explicó con sarcasmo.
—Lo sé, lo sé… —Claudia empezó a pasearse por la estancia, mordiéndose el pulgar e intentando ver las cosas del mismo modo que ellos lo veían—. Pero… ¿Y si les ofrecemos una cantidad interesante a cambio de que firmen un documento que garantice…?
—No te esfuerces —interrumpió Henry haciendo un gesto con la mano—. Ya se lo hemos propuesto y, como egoístas avariciosos que son, se negaron en redondo, ya que tienen intención de demandar a quien sea que les arrebate cualquier cosa que consideren suya.
—Claudia, por favor —miró a Henry porque lo que iba a decir a continuación, aun siendo cierto, podía molestarlo—, el tiempo no corre precisamente a nuestro favor.
—Siempre tan eficiente —le felicitó Henry con una sonrisa—. Insisto en que, cuando seas mi viuda, te cases con él.