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—Rebeca… —murmuró apartando la mano del trasero de Claudia como si estuviera quemándose.

Su esposa apretó el libro que llevaba contra el pecho y los miró a ambos sin disimular su sorpresa y su malestar.

Venía de dar uno de sus largos paseos y no esperaba encontrarse con nadie a esas horas de la tarde, y menos a Jorge acompañado de ella.

Era la primera vez que se veían cara a cara, y Rebeca se sintió de inmediato en inferioridad de condiciones. Nunca había sido amiga de vestir ostentosamente ni mucho menos con prendas que realzaran su figura, por lo que allí, de pie, con su tradicional y recatada falda azul marino y su blusa blanca, quedaba en desventaja.

Jorge pareció recuperar rápidamente la capacidad de hablar e hizo las presentaciones.

—Encantada —dijo Claudia extendiendo la mano.

La otra mujer se mostró reacia a aceptar el ofrecimiento, pero ante todo se mostró educada, aunque se estuviera muriendo por dentro.

Le estrechó la mano de forma rápida. Claudia se mantuvo seria. Aquella situación era incómoda para las dos.

—Bueno, tenemos que irnos —dijo él.

Miró a ambas, aquella escena resultaba de lo más surrealista. Llevaba años liándose con todo tipo de mujeres y hasta ahora no había roto una de las reglas fundamentales: jamás deben encontrarse la querida con la esposa.

Salvo que en este caso había unos cuantos matices.

Para él, Claudia nunca sería una más, ni mucho menos una querida de esas a las que mantienes, de quienes alardeas ante tus amigotes, con las que te diviertes y haces lo que no puedes con tu amada esposa, de la que jamás piensas separarte.

—Buenas tardes —dijo Claudia en voz baja con una tensa sonrisa. Sabía que ese instante iba a llegar tarde o temprano, pero hubiera preferido evitarlo a toda costa. No le deseaba ningún mal a esa mujer, pero no podía soportar el hecho de verla. Quizá en todo ese embrollo era tan desdichada como ella misma, pero eso era un pobre consuelo.

Decidió no prolongar más ese incómodo momento y, tras despedirse, se encaminó hacia el despacho provisional que había instalado junto a los almacenes, desde donde llamaría a un taxi.

—Te acompaño —intervino él sin darse cuenta de que con esas palabras no hacía ningún bien a ninguna de las dos.

Rebeca se quedó allí, de pie, aguantando las lágrimas al ver cómo su esposo corría como un perro tras la llamada de su amo y le abría la puerta del coche para después montarse en él y marcharse.

Saber que su esposo tenía amantes con las que se divertía era duro y minaba su autoestima, pero siempre eran mujeres para pasar el rato, después siempre volvía a casa y, si bien la había relegado, desde hacía mucho, a un segundo plano, al menos le quedaba el pobre orgullo de que ninguna podía arrebatárselo.

Pero ahora todo había cambiado, ella no era una más: era por quien había suspirado desde hacía años, a quien no olvidó jamás.

Alguien con quien no podía competir, pues Jorge, las pocas veces que se acercó a ella, siempre pensaba en Claudia.

Necesitaba refugiarse en su dormitorio, llorar en silencio e intentar buscar fuerzas para soportar todo aquello.

Llegó a la casa y procuró pasar completamente desapercibida, pero su suegra la estaba esperando, como la araña a la mosca, en la puerta de su dormitorio.

—Estarás contenta… —fue el dañino comentario con el que la recibió.

No ocultaba su malestar.

—No me encuentro bien, yo… —mintió a modo de disculpa esperando que la mujer la dejara marchar.

No tuvo éxito.

—¡Deja de esconderte en tu habitación, de fingir dolores de cabeza y de rezar tantos rosarios! —le espetó Amalia con desprecio.

Rebeca inspiró profundamente, conocía el mal genio de la madre de Jorge, pero, si nunca tenía el coraje para defenderse, ese día menos que nunca.

—Me gustaría descansar un rato…

—No me extraña que mi hijo busque fuera de casa lo que aquí no encuentra.

Cerró los ojos confiando en que su diatriba se acabara pronto, ya que, además de injusta, sólo conseguía herir aún más su débil autoestima.

—Sabe tan bien como yo que he intentado ser una buena esposa… —alegó en voz baja.

—¡Sandeces! —exclamó Amalia rabiosa—. No te das cuenta de lo que pasa, ¿verdad? Crees que con poner velas a tus santos se van a resolver los problemas. ¡Reacciona!

—He intentado hablar con él… pero no me escucha.

—Parece que tienes horchata en las venas —continuó su suegra al ataque—. Eres incapaz de ver más allá de tus libros y tus paseos. Pero no eres consciente de que esa mujer, esa desagradecida, nos tiene en sus manos. ¿Crees que va a dejar que vivamos aquí? ¿Crees que nos va a permitir seguir disfrutando de comodidades?

—Hasta ahora no ha…

—Eres tonta de remate. ¡Por Dios! Tengo que estar en todo. Mi hijo, como todos los hombres, es fácil de llevar, mira cómo ella ha sabido manejarlo nada más llegar. Pero tú… —Negó con la cabeza—. Has tenido mil oportunidades de hacerlo, pero te has limitado a existir, sin preocuparte de más.

—Eso es injusto…

—Cállate, encima no repliques. Sabes que es bien cierto lo que digo. Estamos en peligro, esa ingrata es muy lista y mi hijo, muy tonto. Pero lo peor es que tarde o temprano le contará toda la verdad y ¿cómo crees que reaccionará Jorge cuando lo sepa?

—No… no lo sé —titubeó.

—Parece mentira… —Amalia juntó las manos bajo el pecho e hizo una mueca de desprecio hacia su nuera.

—Cuando yo me casé ella ya no estaba…

—No intentes quedar al margen. Sabes perfectamente lo que ocurrió y cuando Jorge descubra que se lo has ocultado todos estos años… ¿qué va a pensar de ti?

—Usted me advirtió de que no dijera nada…

—Eso ahora no tiene importancia, porque esa malnacida se ocupará de engatusarlo primero para después contarle, convenientemente amañada, la versión que a nosotras nos deje a la altura del betún.

No pudo contener por más tiempo las lágrimas y se llevó una mano para limpiarse la primera que cayó por su mejilla. Su suegra se empeñaba en culparla de algo en lo que poco tenía que ver. Su pecado era por omisión, pero al fin y al cabo, llegado el momento, Jorge jamás la perdonaría.

Rebeca bien sabía que su esposo no la olvidó jamás y volcaba en ella su rencor y la despreciaba por tenerlo atado.

Desde hacía años sufría en silencio los desaires, la soledad y las burlas de quienes estaban al tanto de las andanzas de su marido. No era tan tonta como para no darse cuenta. Sus amistades, que no amigas, cuchicheaban a sus espaldas.

Y por si fuera poco, los constantes reproches y acusaciones de una mujer, su suegra, por no haber sido capaz de tener hijos.

Como si ella no lo supiera.

Si al menos hubiera dado a luz un hijo, podría haber sobrellevado todo ese infierno, volcando en la criatura todo su cariño.

Pero hasta en eso la vida había sido ingrata con ella.

—Eso, llora… —continuó Amalia con su inquina.

No pudo más, así que se dio la vuelta y, sin brindarle la oportunidad de seguir dañándola, corrió a encerrarse en su dormitorio.

—¡Así nos va! —gritó a sus espaldas su suegra.

Una vez cerrada la puerta, giró el pestillo para que nadie tuviera la tentación de molestarla e incordiarla.

La única forma que encontraba para poder soportar los desplantes y ofensas era estar en soledad, llorar sin que nadie la compadeciera ni le diera falsas palmaditas en la espalda que no hacían otra cosa que recordarle sus miserias.

Se tumbó en la cama y, como tantas otras veces, se abrazó a la almohada y lloró sin contenerse, dejando que se empapara la tela al tiempo que todas sus emociones, sus miedos y su rabia, por no saber qué camino tomar, afloraban.

Durante su amarga crisis de llanto recordó, paradójicamente, la mirada de su marido hacia Claudia, la devoción y la emoción que denotaban, y entonces se preguntó cómo sería sentirse así.

Cómo sería que un hombre te dedicara esa mirada.

Saber que eres importante para él, que nada se interpusiera.

Que, a pesar de las dificultades, nada los separase.

Que, a pesar de los años, nada cambiara.

Se incorporó en la cama y suspiró. Desear con todas sus fuerzas lo que otras tenían no era bueno, ni siquiera razonable. Debía comprenderlo, por su bien, porque ella nunca podría experimentar esas emociones.

Estaba atada a un hombre con el que nunca podría tener la oportunidad de arreglar las cosas, pues desde la noche de bodas, cuando él fue, borracho, a cumplir con sus deberes maritales, supo que Jorge no la veía más que como un castigo, una condena, y así no había manera ni siquiera de intentarlo.

Los deseos de una mujer como ella no eran más que tristes desvaríos, pues nadie los conocía ni nadie iba a conocerlos.

Pero entonces recordó ese pequeño instante en el que un hombre se acercó a ella, puede que con afán de reírse, o con la intención de dejarla en evidencia, pero había sonado tan, tan sincero…

Y no sólo las palabras con las que él intentaba convencerla, sino con los gestos, los cuales nadie antes había tenido a bien dedicárselos.

Justin prometía lo que ella anhelaba, pero que se negaba a sí misma.

Hablaba de algo prohibido pero adictivo.

Sugería lo que podía causarle serios problemas, incluso legales, pero sonaba tan provocador…

Él había hablado de momentos íntimos, de sensaciones desconocidas y de sentimientos y sensaciones que ella, por desgracia, nunca tuvo a su alcance.

Y si…

Negó con la cabeza.

¿Estaba loca?

¿Cómo podía ni tan siquiera llegar a pensarlo?

«Quítalelo de la cabeza», se recordó.

Pero al instante, aún con los ojos rojos y el ánimo por los suelos, pensó en lo bonito que sería poder ser abrazada, de nuevo, por un hombre.

Aunque fuera mentira.

Aunque ocultara sus verdaderas intenciones.

Justin había dejado muy claros sus deseos, y no sólo de palabra, pues la había besado y con ello ofrecido la posibilidad de ir más lejos.

¿Se atrevería?