72

—Buena suerte —le deseó en voz baja convencido de que el hombre estaba tan ansioso de reunirse con Rebeca que ni siquiera escuchó sus palabras.

Se quedó solo y aprovechó ese instante para, medio tumbado en el sofá, con la cabeza hacia atrás y los ojos cerrados, intentar sosegarse, intentar no dejarse llevar por el miedo y la sensación de que no sería capaz de mirarla a los ojos sin caer de rodillas.

Notó la presencia de alguien y miró de reojo.

—Señor Santillana, ¿desea algo más?

—No gracias, Severiana, puedes irte a casa.

—Tengo que esperar a la señora Campbell…

—No te preocupes —se levantó para tranquilizar a la buena mujer—, yo me quedaré, ve a casa tranquila.

Se marchó no muy convencida, y cuando se quedó completamente solo se dispuso a esperar a Claudia, tenía tantas cosas que decirle… Ya podía ir ordenando sus pensamientos; si no, iba a quedar, como siempre, en evidencia ante ella.

Deambuló por la casa, inquieto, incapaz de lograr una explicación coherente. No supo cuánto tiempo estuvo así, perdido y atemorizado por si ella no lo perdonaba jamás.

Oyó el ruido de la puerta y la conversación alegre de Claudia y Victoria entrando, y salió a su encuentro.

—¡Jorge! ¿Cómo así tú por aquí? —preguntó alegre la joven.

Él la miró y tuvo que hacer acopio de toda su fuerza de voluntad para contener las lágrimas.

Detrás de ella, Claudia lo miraba especulativamente.

Había llegado el momento de actuar.

—¿Estás aquí solo? —siguió preguntando la joven.

—Debo hablar con tu madre de un tema muy importante —dijo él sonriendo amablemente a la chica; tenía que dar los pasos correctos, aunque se moría de ganas de abrazarla.

—¿No iréis ahora a hablar de negocios? —protestó mirando a su madre, entrecerrando los ojos.

—No —respondió Jorge.

—Vale, entonces, me voy a mi cuarto. Buenas noches, mamá. —Besó a su madre en la mejilla y después se dirigió a él—. Buenas noches, Jorge.

Victoria se marchó dejándolos a solas en el recibidor, un lugar poco propicio para mantener la conversación que él deseaba.

—Vamos a tu despacho —indicó él amablemente.

Claudia, que había permanecido inusualmente callada, lo siguió con la mosca detrás de la oreja, pues nada más verlo supo que algo pasaba, su rostro mostraba signos de haberlo pasado mal.

Aunque podía intuirlo, ya que tras el enfrentamiento de hacía unos días, el hombre, por lo visto, no terminaba de asimilarlo, pero… No, aquello tenía que ser más serio.

¿A qué nueva desgracia debía hacer frente ahora?

Él esperó a que pasara y cerró la puerta antes de enfrentarse a ella.

A Jorge todas las frases se le atascaron en la garganta, no consiguió hilar nada coherente para poder, de una vez por todas, acabar con ese sufrimiento plagado de medias verdades y medias mentiras.

Su capacidad para extraer de su cabeza la madeja enredada de pensamientos quedó en entredicho, pues no pudo articular palabra.

Enfadado consigo mismo, hizo lo único de lo que fue capaz.

Caminó hasta detenerse frente a ella, extendió el brazo y la agarró de la nuca para atraerla hacia así y besarla, volcando en ese beso toda la rabia, la desesperación y el miedo que lo atenazaba.

Ella lo vio venir, sin entender qué pasaba, el porqué de tal comportamiento, agresivo y temeroso a la vez; se sobresaltó y reaccionó sujetándose a sus hombros para no caerse ante el ímpetu que mostraba Jorge.

Sintió su miedo, respondió a su beso; sin embargo, no entendía muy bien a qué venía este arrebato.

Pero no se apartó, le devolvió con igual pasión e intensidad el beso, excitándose cada vez más, a pesar del aparentemente leve contacto.

Él parecía tan desesperado, tan confundido…

Apartó sus labios y lo miró.

—¿Qué te pasa? —le preguntó en voz baja, cariñosa, mientras lo peinaba con los dedos. En esos momentos era un niño perdido y reclamando atención.

Jorge apretó los labios y sin dejar de sujetarla por la nuca, pegó su frente a la de ella y murmuró:

—¿Cómo se te ocurrió, sabiendo lo zoquete que soy, dejarme una nota…? —tuvo que hacer una pausa cuando de nuevo la emoción le impidió continuar—… Claudia… —suspiró y vio cómo ella daba un paso atrás—. Si lo hubiera sabido, si…

Ella se llevó ambas manos a la cara, tapándosela, cuando sintió las primeras lágrimas rodar por su mejilla, ya sin fuerza alguna para contenerlas.

—Siempre fuiste más lista que yo, siempre aprendías antes la lección… —continuó él con un hilo de voz; no quería verla sufrir.

Ver cómo lloraba terminaría por destrozarlo.

—No llores, cariño. —La abrazó con fuerza, dejando que ella se recostara sobre su pecho—. No tienes nada por lo que llorar.

—Yo…

—No hace falta que digas nada —susurró apartándole las manos de la cara para mirarla—. No necesito explicaciones.

Ella giró la cabeza hacia un lado, de repente tímida, y él sonrió.

Por fin volvía a verla como cuando tenía dieciocho años y no conocía los sinsabores de la vida. Sin máscaras, sin ese férreo autocontrol que pocas veces perdía.

—Lo sé todo —prosiguió él a punto de llorar junto a ella, ¿qué sentido tenía disimular?—. Claudia…

De nuevo buscó su boca y ella no se la negó. Se dejó arrastrar, liberada por fin de todos los secretos, del peso que suponía sobrellevar día tras día todo su pasado a cuestas, de mentirle, de ocultarse, de… todo.

—Nunca pensé que te afectara tanto —le confesó entre lágrimas acariciándole el rostro—. Siempre pensé que lograrías olvidarme. Yo lo intenté, de verdad que intenté no pensar en ti, pero Victoria estaba a mi lado…

Él puso un dedo sobre sus labios, callándola.

—No soy nadie para cuestionarte. Nadie puede hacerlo, Claudia. Nadie.

Volvió a besarla recuperando cada segundo la confianza en sí mismo; sus miedos empezaban a disiparse, pues con ella a su lado podía lograrlo, podía dejar de una vez el pasado atrás.

Quería mucho más que un simple beso, pero de momento estaba tan en la gloria, con ella entre sus brazos, que soltarla le parecía ridículo.

La saboreó a conciencia, sin separarse un milímetro de ella, emocionado y excitado al sentir su respuesta; había pasado tanto tiempo soñando con esa escena que ahora alguien debería hacerle saber que no era un sueño.

Ya no quedaba ninguna barrera, bueno, únicamente una, pero estaba decidido a solucionarlo y con Parker en su equipo tenía las de ganar.

—¡Mamá!

Los dos se quedaron inmóviles, completamente perplejos al descubrir que no estaban tan solos como creían.

—¿Qué estáis haciendo? —preguntó sabiendo de sobra la respuesta—. ¡Es un hombre casado, mamá!

Que Victoria señalara lo obvio no ayudaba.

—Cariño, deja que te explique… —intervino Claudia intentando separarse de Jorge, que no la soltaba.

—¿Cómo has podido? —siguió Victoria en tono recriminatorio.

—Tu madre y yo queremos estar juntos —aportó él y al ver la cara de la chica, se dio cuenta de que quizá iba un paso por delante de la realidad, pero claro, le traicionaban las ganas de que fuera realidad.

—¿Y qué pasa con Rebeca? —inquirió Victoria con toda lógica—. No puedes hacerle esto, me cae bien, no se merece algo así. Mamá, por favor, dime que ha sido un error, que…

—No hay ningún error. —Jorge se adelantó—. Quiero a tu madre, siempre la he querido y sí, estoy casado, pero es algo que pretendo resolver.

Tanto Claudia como Victoria lo miraron, eso eran palabras mayores.

—¿Siempre? —preguntó la joven haciendo hincapié en ese detalle.

—Siempre —confirmó él apretándole la mano a Claudia.

A pesar de su agarre, Claudia se liberó y se acercó a su hija, que seguía sin comprender aquello. Entendía su desconcierto y seguramente iba a costar mucho tiempo que lo comprendiera.

—Tu padre y yo nos conocemos desde niños, nos separamos pero nunca pude olvidarlo.

Victoria abrió los ojos desmesuradamente.

—Déjanos a solas —pidió Jorge.

Claudia asintió y salió en silencio, cerrando la puerta despacio y una vez en el pasillo se apoyó en la pared, echó la cabeza hacia atrás y lloró, lloró igual que cuando hizo la maleta con las cuatro cosas sin saber adónde ir. Lloró igual que aquella primera noche, sola, en una habitación barata sin saber cómo saldría adelante…

Se fue deslizando hacia abajo, hasta quedar sentada en el suelo.

En el interior del estudio Victoria miraba a Jorge sin poder creérselo.

Se sintió completamente engañada; su madre no tenía derecho a ocultarle una información tan importante.

—¿Desde cuándo lo sabes? —le espetó enfadada; él era cómplice de todo aquello.

—Lo he sabido hoy —contestó con total sinceridad. Entendía la rabia, las emociones encontradas y el desasosiego de su hija; sin embargo, debía lograr mantenerse sereno y ser, por primera vez, el adulto responsable.

La joven se limpió las lágrimas de forma brusca, evidenciando su malestar por todo aquello.

—¿Cómo es posible?

—Antes que nada, quiero que sepas que tu madre hizo lo que tenía que hacer. No la cuestiones, no la juzgues.

—¿La defiendes? ¿Nos ha engañado a los dos y, aun así, la defiendes? —preguntó en tono escéptico.

—Ella te lo explicará, escúchala, debes comprenderla. Todo aquello sucedió en un momento difícil y tuvo que tomar decisiones que quizá no sean fáciles de entender; no obstante, yo, si me pongo en su lugar, seguramente no hubiera tenido ni la décima parte del valor que ella demostró.

Pero, a pesar de su tono sereno, la chica persistía en su actitud hostil.

—Eso no la justifica —protestó, empecinada en pensar lo peor—. Me mintió, todos estos años podía haberme dicho algo y si no llega a ser por Henry… jamás lo hubiese descubierto.

«En eso tiene razón», pensó él.

—Ven aquí. Hagamos bien las cosas a partir de ahora, ¿te parece?

Ella se acercó a su padre con cautela; no lo dudaba, pero sí resultaba muy complicado cambiar de repente.

Jorge abrazó a su hija, cerrando los ojos al tenerla junto a él. Nunca pensó que sería padre, ya daba esa posibilidad por imposible y ahora, de repente, se encontraba con una joven de casi dieciocho años.

Ya no la vería dar sus primeros pasos ni crecer día a día, pero a partir de entonces tendría la oportunidad, y no iba a desperdiciarla, de estar junto a ella, de conocerla y de ejercer como progenitor.

—¿De verdad quieres a mamá? —preguntó ella con la voz amortiguada.

—Sí.

—Pero…

—No te preocupes por eso, me alegra saber que consideras a Rebeca una amiga. Sin embargo, ella y yo nunca podríamos ser un matrimonio feliz, ella lo sabe y bueno… Supongo que vas a enterarte dentro de poco. Parker la quiere y yo no voy a poner ninguna traba.

—¡¿Justin?! Pe… pero no puede ser… él… yo pensaba que él y mamá…

Explicarle a una joven ese tipo de cosas suponía entrar en detalles que de momento prefería evitar. Así que recondujo el tema.

—En cuanto sea un hombre libre, le pediré a tu madre que se case conmigo.

—No sé si podré perdonarla.

—Escúchala —insistió él con cariño—. Es una mujer increíble y todo lo que ha hecho ha sido por ti, créeme.

Victoria se apartó lentamente de él, aún confundida y dolida; resultaba tan difícil de asimilar… tan complicado de entender…

Se acercó a la puerta con la idea de dar una oportunidad a su madre; oiría su versión, sí, pero no pensaba cambiar de opinión, algo así no se oculta durante tanto tiempo.

Justo antes de salir se giró y miró a su padre y, al hacerlo, cayó en la cuenta de un detalle.

—Si tú eres mi padre… —La chica se mordió el labio antes de continuar—, eso quiere decir que doña Amalia es mi abuela —afirmó como si de todo aquello fuera la mejor parte.

—Sí —contestó y entre dientes dijo—: Por desgracia, así es.