Epílogo
talo Calvino, escritor y fabulador italiano, coleccionista asimismo de cuentos maravillosos, creía firmemente que la fantasía y realidad estaban conectados entre sí: «Me he acostumbrado a la idea de que literatura es una búsqueda en pos del conocimiento», escribió. «En vista de la precaria existencia en la tribu, el chamán reaccionaba liberando su propio cuerpo del peso innecesario y volando hacia otros mundos, a otros niveles de la percepción donde le fuera posible encontrar la fuerza necesaria para cambiar el rostro de la realidad[17].» Angela Carter no habría confesado este mismo deseo con tanta seriedad, aunque su combinación de fantasía y de anhelos revolucionarios se corresponde con el vuelo del chamán mencionado por Calvino. Carter poseía tanto la agilidad mental como el ingenio propios de una hechicera: es curioso que en sus dos últimas novelas explorase imágenes de mujeres con alas. Fevvers, la mujer-aërialiste que protagoniza su novela Noches en el Circo, podría haber empollado huevos como un ave de corral, y en Niños sabios, las gemelas Chance juegan a disfrazarse de hadas o de criaturas aladas, desde que ponen el pie por primera vez en un escenario como estrellas infantiles hasta que empiezan a coquetear con un espectacular montaje hollywoodiense de El sueño de una noche de verano.
Los cuentos maravillosos también le ofrecieron la posibilidad de volar, de encontrar una historia alternativa y de narrarla, de cambiar mentalidades, igual que tantos personajes de cuentos maravillosos cambian de forma de una manera u otra. Ella también escribió sus propios cuentos maravillosos: las variaciones deslumbrantemente eróticas de los Cuentos de la mamá ganso de Perrault y de otras historias muy conocidas. En su obra La cámara sangrienta hizo que la Bella, Caperucita Roja y la última esposa de Barbazul se pusieran en pie para abandonar el parvulario de tonos pastel y que entrasen en el dédalo del deseo femenino.
Lectora empedernida del folclore de todo el mundo, encontró historias recopiladas en diversas fuentes: desde Siberia a Surinam. Hay en ellas pocas hadas, en el sentido de trasgos, pero las historias se mueven siempre en la tierra de las maravillas: no en la edulcorada y cursi tierra de los elfos de la época victoriana, sino en el reino más oscuro y onírico de los espíritus y de las intrigas, de los animales parlantes dotados de poderes mágicos, de los acertijos y los conjuros. En Los doce gansos salvajes, la heroína promete solemnemente no hablar, ni reír, ni llorar nunca más si no rescata antes a sus hermanos del encantamiento que los ha convertido en animales. El tema del discurso femenino, del ruido de las mujeres y de sus/nuestros clamores, risas, llantos, gritos y carcajadas atraviesa toda la producción de Angela Carter, y subyace a su amor por el cuento popular. En La Juguetería Mágica, la adorable Tía Margaret ha perdido el habla después de ser estrangulada con la llave inglesa de plata que le fabricó su esposo como regalo de bodas. El folclore, por el contrario, habla bien alto y es revelador de la experiencia femenina; las mujeres suelen ser las narradoras, como sucede, por ejemplo, en Razones para pegarle a tu mujer, cuento de una comicidad elegantísima y de los más marcadamente carterescos de esta colección.
Los sentimientos de solidaridad de Carter hacia las mujeres, que inflaman toda su obra, nunca la condujeron a una forma convencional de feminismo, pero aquí sigue empleando una de sus estrategias más originales y eficaces: arranca de las fauces de la misoginia misma historias útiles para las mujeres. Su ensayo La mujer sadiana (1979) presenta a Sade como un maestro que libera de sus cadenas al statu quo femenino-masculino, como un personaje que arroja luz sobre los aspectos más recónditos del deseo polimórfico de la mujer. Aquí, pone patas arriba algunos cuentos populares ejemplarizantes: los sacude para quitarle la pátina de miedo y desaprobación a la tradicional imagen de la mujer, a fin de crear una nueva escala de valores; valores de mujeres fuertes, descaradas, sensuales y sexuales que no se dejan pisotear (véanse La anciana contracorriente, El ardid de la carta). En Niños Sabios, creó una heroína, Dora Chance, que es una corista, una artista de variedades, una bailarina de vodevil: un miembro de las capas más bajas, pobres, despreciadas e invisibles de la sociedad, una mujer anciana que fue hija ilegítima y que nunca se casó (nacida en el lado equivocado de la sábana, en el lado equivocado de las vías). Cada uno de estos estigmas es abrazado con desmesurado deleite y esparcido a los cuatro vientos, como si se tratara de serpentinas en una boda.
La última de las historias de este volumen, Extender los dedos, es un cuento moralizante con pocas contemplaciones, procedente de Surinam, en el que se habla de compartir lo que uno ha recibido con otras personas, y que también revela el gran valor que Angela Carter otorgaba a la generosidad. Ella misma se daba (entregaba sus ideas, su ingenio, su pensamiento incisivo sin medias tintas) con una prodigalidad abierta, pero nunca sentimental. Uno de sus cuentos de hadas favoritos, incluido en esta colección, es una historia rusa de enredo, titulada La chiquilla sabia, en la que el zar le pide a la heroína que le consiga un imposible, cosa que ella hace sin que le tiemble el pulso. Lo que más le gustaba a Angela era que esta historia procurase la misma satisfacción que El traje nuevo del emperador, pero «sin humillar a nadie, sino haciendo que todo el mundo salga premiado.» La historia aparece en la sección De mujeres sabias, chicas con recursos y tretas desesperadas, y su heroína es un personaje esencialmente carteresco: nunca se deja degradar, ni intimidar por nada; tiene el oído fino como el de una zorra y está poseída por un áspero sentido común. Es plenamente coherente con el espíritu de Carter que se complazca en el desconcierto del zar, y que a pesar de todo, no desee verlo humillado.
Carter no tuvo la fuerza suficiente, antes de morir, de escribir la introducción que tenía planeada para El segundo libro de cuentos de hadas de Virago, que constituye toda la parte final de este volumen. Sí dejó, a pesar de todo, cuatro crípticas anotaciones entre sus papeles:
«toda historia real contiene algo útil», dice Walter Benjamin
la imperplejidad de la historia
«Nadie muere tan pobre que no deje nada», dijo Pascal
los cuentos maravillosos: astucia y buen humor
Como retazos que son, estas frases constituyen una buena expresión de la filosofía de Carter. Hizo corrosivos comentarios acerca del desdén que la gente culta muestra a veces, cuando dos tercios de la literatura mundial (puede que más) ha sido creada por iletrados. Le gustaba la solidez del sentido común que se manifiesta en los cuentos populares, las metas claras de sus protagonistas, los juicios morales sencillos y las taimadas estratagemas que sugieren. Son relatos de gentes desheredadas, donde la astucia y el buen humor triunfan al final; son prágmáticos y carecen de altos vuelos. Aunque era una escritora con alas, autora de literatura fantástica, Angela mantuvo los ojos clavados en el suelo, la vista firmemente puesta en la realidad. Una vez señaló que «Un cuento de hadas es la historia de un rey que va a ver a otro rey para pedirle una taza de azúcar.»
Las críticas feministas del género, especialmente en los años setenta del siglo XX, se cebaron con los finales felices de tantas historias, convencionales y socialmente aceptados —por ejemplo, «Cuando se hizo mayor, se casó con ella y se convirtió en zarina»—, pero Angela sabía mucho de satisfacción y de placer, y al mismo tiempo creía que el objetivo de los cuentos maravillosos no era «conservador, sino utópico; de hecho, es una clase de optimismo: es como decir que, un día, seremos felices, aunque esa felicidad tal vez no dure.» Su propio optimismo heroico nunca le falló: igual que la animosa heroína de uno de sus cuentos, era una mujer con recursos, valiente, que incluso se enfrentó con gran sentido del humor a la enfermedad que acabó matándola. Pocos escritores poseen las mejores cualidades de su obra; ella las tenía a espuertas.
Su imaginación deslumbraba, y a través de sus tramas osadas y vertiginosas, de su imaginería precisa a la par de alocada, de su galería de chicas malas y buenas a un tiempo, de bestias, villanos y demás criaturas, obliga a los lectores a contener la respiración mientras, contra toda lógica, va tomando forma un estado de ánimo de optimismo épico. Tenía el talento del verdadero escritor: recreaba el mundo para sus lectores.
Ella misma había sido una niña sabia, con el rostro en movimiento constante, una boca que a menudo se contraía en una mueca irónica y unas gafas que no lograban ocultar la sonrisa burlona, a veces un guiño travieso y otras veces un ademán soñador. Con su pelo largo y plateado y su etérea oratoria, tenía cierto aire de Reina de las Hadas, si exceptuamos que ella nunca estuvo en las nubes ni fue una mística. Aunque el narcisismo de la juventud fue uno de los grandes temas de su narrativa temprana, era una persona excepcionalmente carente de narcisismo. Tenía la voz dulce, que inspiraba confianza como la de toda buena cuentacuentos, pero a la vez era una voz vivaz y llena de humor; hablaba de manera algo sincopada, pues se paraba a pensar: sus pensamientos hacían de ella una compañera extraordinariamente estimulante, una magnífica conversadora, que llevaba con modestia su saber y sus vastas lecturas, que sabía expresar con una precisión quirúrgica tanto una observación malévola como un duro juicio, entrelazando las alusiones, las citas, la parodia y las invenciones de su propia cosecha, de una forma que recordaba al estilo de su prosa. «Tengo una teoría…», decía a menudo, en tono de autocrítica, antes de continuar con un comentario que a nadie se le había ocurrido antes, una salida brillante o una paradoja preñada de sentido en la que se encerraba una tendencia, un momento histórico. Podríamos decir que era wildeana por la rapidez de su ingenio y por sus retorcidos chistes. Y luego pasaba de largo, como si tal cosa, dejando a veces a sus oyentes atónitos, conmocionados y tambaleándose.
Angela Carter nació en mayo de 1940, hija de Hugh Stalker, un periodista de la Asociación de Prensa del Reino Unido, nacido a su vez en las Tierras Altas de Escocia y que había servido a su patria como soldado durante toda la Primera Guerra Mundial antes de trasladarse a trabajar al sur, a Balham. De pequeña, la llevaba mucho al cine Tooting Granada, donde el glamur del edificio, que remedaba el de la Alhambra, y el de las estrellas del celuloide (Jean Simmons en La laguna azul) le dejaron una huella indeleble: Angela escribió algunos de sus pasajes más coloristas, sugestivos y sexys sobre la seducción y la belleza femenina basándose en esos recuerdos, y pegadizo y glamuroso son dos de las palabras claves que marcan su léxico más encomiástico. Su familia materna era oriunda del condado de Yorkshire del Sur, y su abuela fue tremendamente importante para ella: «cada palabra y cada gesto suyo revelaban una superioridad natural, un salvajismo innato, y yo tengo que agradecerle profundamente todo esto, a pesar de que el núcleo de acero resultaba algo molesto cuando una estaba intentando buscar novio en el Sur…» La madre de Angela era una chica aplicada que estudió con becas, y «le gustaban las cosas bien hechas»; trabajó de cajera en Selfridges en los años veinte del siglo pasado y superó sus exámenes, cosa que esperaba que hiciera también su hija. Angela fue a la Escuela Primaria Streatham, y durante una temporada fantaseó con convertirse en arqueóloga, aunque acabara abandonando los estudios para ser aprendiz en el Noticiero de Croydon, aceptando así un puesto que le había conseguido su padre.
Como redactora de noticias, tuvo que luchar con la propia imaginación (le gustaba usar la vieja fórmula del narrador ruso: «Esta historia se ha acabado; no puedo seguir mintiendo») y se trasladó finalmente a la sección de opinión, donde pudo empezar a escribir columnas además de artículos. Se casó por primera vez a los veintiún años, con un profesor de química de la Universidad Técnica de Bristol, y en ese mismo año inició sus estudios en la Universidad de Bristol, donde decidió especializarse en literatura medieval: sin duda, una opción poco ortodoxa para la época. Las formas de esta, desde la alegoría al cuento, se hallan en todos los rincones de su producción literaria; Chaucer y Bocaccio siempre estuvieron entre sus escritores favoritos. En una entrevista reciente con su gran amiga Susannah Clapp, también recordaba de esos días las charlas en los cafés «con situacionistas y anarquistas… Eran los sesenta… Yo era muy infeliz, y perfectamente feliz al mismo tiempo.»
Durante esta época, empezó primero a desarrollar su interés en el folclore, y junto a su marido descubrió los ambientes musicales del folk y del jazz de los años sesenta del pasado siglo —en una reunión más reciente y bastante seria de la Sociedad de Folcloristas, recordó con cariño aquellos tiempos contraculturales, cuando uno de los miembros asistía a los encuentros con un cuervo sobre el hombro. Empezó a escribir ficción: entre los veinte y los treinta años publicó cuatro novelas (Baile de sombras, 1966; La Juguetería Mágica, 1967; Varias Percepciones, 1968; Héroes y Villanos, 1969, así como un cuento infantil, Miss Z, la Damisela Oscura, 1970). Le llovieron las críticas elogiosas y los premios, uno de los cuales (el Somerset Maugham) estipulaba en sus términos que la autora debía viajar, lo cual ella acató, usando el dinero recibido para escaparse de su marido («Creo que Maugham lo habría aprobado»). Eligió Japón, ya que sentía veneración por Kurosawa.
Japón marcó una importante transición; permaneció allí dos años, desde 1971. Su obra de ficción hasta ese momento, incluida la tensa y feroz elegía Amor (1971, revisada en 1987) demostró la potencia de su barroca imaginación, así como su intrepidez a la hora de enfrentarse con la violencia erótica que surge tanto de la sexualidad femenina como de la masculina: marcó su territorio en fases tempranas; un territorio en el que se produce la colisión entre hombres y mujeres. Se trata de una colisión a menudo sangrienta y rodeada de un humor que la mayor parte de las veces podríamos calificar de negro. Desde el principio, su prosa fue de una riqueza exuberante, ebria de palabras: un tesoro léxico fresco, sugerente y sensorial, donde predominan las referencias a atributos corporales y minerales, a la flora y la fauna, y a su tema predilecto: lo extraño. Gracias a Japón, la mirada que dirige a su propia cultura está cada vez más imbuida de una capacidad muy suya: hacer aparecer la extrañeza en medio de las cosas más familiares. Esto también estrechó más sus contactos con el movimiento surrealista de la época, por medio de los exiliados franceses que fueron a congregarse en Japón después de los acontecimientos de 1968.
Dos novelas nacieron de aquella estancia en Japón, pese a que ninguna gire directamente en torno a este país: El doctor Hoffmann y las infernales máquinas del deseo (1972) y La pasión de Eva (1977), donde los conflictos contemporáneos acaban transmutándose en alegorías bizarras, poliédricas y picarescas. Aunque nunca ganó las grandes fortunas del escritor de novelas superventas, a diferencia de algunos de sus contemporáneos —ella reflexionó muchas veces sobre el asunto, en tono algo quejoso: según Carter, aquel seguía siendo un Club Masculino, aunque añadía que en el fondo no le importaba demasiado—, y pese a que nunca la seleccionaron para ninguno de los premios de mayor prestigio y difusión, disfrutó de una estima internacional creciente: su nombre resonó desde Dinamarca hasta Australia, y fue repetidamente invitada a impartir clases en universidades. Aceptó las invitaciones de Sheffield (1976-78), Brown University, Providence (1980-81), la Universidad de Adelaida (1984) y la Universidad de East Anglia (1984-7). Contribuyó a cambiar el curso de la literatura de posguerra en lengua inglesa, y su influencia se deja sentir en autores que van desde Salman Rushdie a Jeannette Winterson y fabuladores americanos como Robert Coover.
Tomar distancia con respecto a Inglaterra la ayudó a tomar conciencia plena de la complicidad de las mujeres con su propia subyugación. En una colección de sus artículos de crítica literaria, Expletivos borrados, recuerda que «Me pasé muchísimos años oyendo lo que debía pensar, cómo debía comportarme… por ser mujer… pero luego dejé de escucharlos [a los hombres]… y empecé a responderles»[18]. Al regresar de Japón, examinó a varias vacas sagradas en una colección de artículos deliciosamente mordaces (titulada Nada sagrado en 1982), así como el estilo que estaba en boga en la época (desde el lápiz de labios escarlata a las medias en D.H. Lawrence). Angela nunca fue de las que ofrecían respuestas fáciles, y precisamente por esta franqueza fue una pieza clave del movimiento feminista: le gustaba citar, semi-irónicamente, la expresión «Trabajo sucio: pero alguien tiene que hacerlo» cuando hablaba de enfrentarse a las verdades incómodas, y de alguien dijo, en tono aprobatorio, que «él/ella no es alguien que le temple el aire al cordero recién esquilado». Su editora y amiga Carmen Callil publicó su obra en Virago y su presencia en esta editorial desde su fundación sirvió para afianzar la voz de la mujer en la literatura como algo especial, como una toma de partido, como un instrumento crucial en la tarea de forjar una identidad en la Gran Bretaña de la era post-imperial, hipócrita y fosilizada. Y es que, pese a su sentido de la realidad lleno de suspicacia, incluso de cinismo, Carter mantuvo su fe en el cambio: reconocía su propio izquierdismo naif, pero siempre se resistió a abandonarlo.
La crítica estadounidense Susan Suleiman ha celebrado la obra narrativa de Carter: al ocupar la voz masculina de la autoridad narrativa, abrió nuevas vías para las mujeres, pero al mismo tiempo imitó esa voz, llegando al terreno de la parodia, de manera que cambió las reglas del juego e hizo que los sueños se rebelasen, transformándolos, y desde entonces estos están abiertos a la «multiplicación de las posibilidades narrativas» y son la promesa de un futuro posible y diferente; las novelas también «expanden nuestros conceptos de lo que es posible soñar en el campo de la sexualidad, criticando todo sueño que parezca demasiado restrictivo»[19]. El icono predilecto de la feminidad para Carter era Lulú, la protagonista de la obra teatral de Wedekind, y su estrella favorita era Louise Brooks en el papel de Lulú en La caja de Pandora: no se puede decir que Louise/Lulú sea alguien que rechace la feminidad más tradicional, sino que la lleva al extremo, hasta el punto de que transforma su propia naturaleza. «El personaje de Lulú me resulta muy atractivo», dijo con parquedad, y de ella tomó mucho prestado para crear a sus heroínas de las tablas en Niños Sabios: mujeres lascivas, bullangueras y belicosas. Lulú nunca buscó congraciarse con nadie, nunca buscó la fama ni la riqueza, pero tampoco sufrió remordimientos de conciencia ni tuvo sentimiento de culpa. Según Angela, «su singularidad estriba hacer que ser polimórficamente perversa parezca la única manera de estar en el mundo». Si hubiese tenido una hija, decía, le habría dado el nombre de Lulú.
Gustaba de clasificar sus propias opiniones de típicamente GLC [20], pero tales declaraciones no reflejan del todo su pensamiento político, original y comprometido. Niños sabios (1989) nació de su utopismo democrático y socialista, de su afirmación de la baja cultura y de la tosca salubridad del lenguaje popular y del humor como medios efectivos y perdurables de supervivencia: su Shakespeare (cuyos personajes están casi todos contenidos en la novela, de una u otra guisa) no compone para la elite, sino todo lo contrario: sus fábulas están enraizadas en el folclore, y las anima la energía del saber práctico.
Encontró la felicidad junto a Mark Pearce, que estaba formándose como maestro de primaria cuando ella enfermó. Un tema surgía a menudo en su discurso: el resplandor que irradian los niños, su belleza inefable y el afecto que provocan; su hijo Alexandre nació en 1983.
En ocasiones, cuando hablamos de grandes escritores, resulta fácil pasar por alto el placer que proporcionan, pues los críticos se centran en la búsqueda de sentido y en el valor final del producto, así como en su influjo sobre otros creadores y en su importancia. Angela Carter amaba el cine, el vodevil, las canciones y el circo, y ella misma sabía entretener como nadie. Incluyó en esta colección una historia de Kenia, sobre una sultana que languidece poco a poco mientras que la esposa de un hombre pobre se mantiene lozana y feliz porque su marido la alimenta con carne de lengua: cuentos, chascarrillos, baladas; todo esto es lo que hace que las mujeres prosperen, dice la historia, y también es lo que Angela Carter les entregó generosamente a los demás para que pudieran prosperar. Niños sabios finaliza con las palabras, «¡Cómo se goza bailando y cantando!». Resulta difícil expresar con palabras la tristeza que se siente al pensar que ella no pudo prosperar más.
Desde su muerte, una gran cantidad de homenajes han ido llenando las páginas de los periódicos y las ondas de televisiones y radios. La atención que le han prodigado la habría dejado boquiabierta, aunque también le habría agradado. En vida no le alcanzó, o por lo menos, no de una manera tan sincera e inequívoca. En parte, es un tributo a su poderío literario que, mientras estaba viva, generara en la gente un sentimiento algo incómodo, de cierta turbación. Su ingenio rápido de bruja subversiva la convertía en alguien difícil de manejar, semejante a una de esas bestias formidables que disfrutaba metiendo en sus cuentos de hadas. Sus amigos y amigas fueron afortunados al conocerla, y sus lectores también. Nos ha legado un banquete; lo ha desplegado ante nosotros con los dedos extendidos, para que podamos compartirlo.
Marina Warner
1992
En esta introducción se incluye material procedente de la nota necrológica que Marina Warner le dedicó a Angela Carter, y que fue publicada en el periódico Independent el 18 de febrero de 1992.