Capamusgo
Gitano inglés
abía una vez una pobre viuda que vivía en una choza en el campo. Tenía dos hijas; la más joven de diecinueve o veinte años, y muy hermosa. Su madre se pasaba el día ocupada, tejiéndole un abrigo.
Un buhonero comenzó a cortejar a la moza: todos los días se acercaba a su casa y no paraba de llevarle cosas, una cada día. Estaba enamorado, y no veía la hora de casarse con ella. Pero ella no estaba enamorada de él; no sucedió de esa manera, y la muchacha se devanaba los sesos pensando en qué podía hacer para librarse de él. Por eso, un día le preguntó a su mama.
—Deja que venga —le dijo la mama—, y agarra lo que puedas del gachó, que mientras yo te acabaré este abrigo, y cuando lo tenga acabado ya no lo necesitarás a él, ni sus regalos tampoco. Así que adviértele, hija, que no te casarás con él si no te regala un vestido de satén blanco con ramitas de oro cosidas, y que las ramitas han de ser tan grandes como la mano de un hombre. Y ojo, avísale también de que el vestido tiene que ser exactamente de tu talla.
La siguiente vez que el buhonero fue a verla y le pidió matrimonio, la moza le explicó justamente eso, lo que su mama le había dicho. El buhonero tomó nota de sus medidas, con mucho cuidado, y al cabo de una semana volvió con el vestido, que respondía a la descripción, sí, y cuando la moza subió adonde estaba su madre y se lo probó, le quedaba como un guante.
—¿Qué hago ahora, mama? —preguntó.
—Le explicas —dijo la mama— que no te casarás con él si no te trae un vestido de seda del color de todos los pájaros del cielo, y lo mismo que antes: que tiene que ser exactamente de tu talla.
Y eso le contó la moza al tipo, que al cabo de dos o tres días se presentó en la choza con aquel vestido de seda de muchos colores que la chica le había pedido, y como ya tenía las medidas del anterior, también este le iba como un guante.
—¿Qué hago ahora, mama? —preguntó ella.
—Le dices —respondió la mama— que no te casarás con él si no te regala un par de zapatos de plata, exactamente de la medida de tus pies.
La moza le explicó aquello al buhonero, y en unos pocos días él regresó con los zapatos. Sus pies medían apenas ocho centímetros, pero los zapatos de plata le iban como un guante: ni demasiado apretados ni demasiado sueltos. Así que la moza le preguntó a la mama otra vez qué tenía que hacer a continuación.
—No acabaré el abrigo esta noche —se lamentó la mama—, así que dile al gachó que te casarás con él mañana, pero que venga a las diez en punto.
La moza le dijo esas mismas palabras.
—Atento, prenda —dijo ella—, a las diez en punto de la mañana.
—Aquí estaré, mi amor —respondió él—. ¡Por Dios santo, que estaré!
Esa noche, la mama se quedó cosiendo el abrigo hasta tarde, y por fin consiguió acabarlo. Verde musgo e hilo de oro es lo que usó para hacerlo: solo esas dos cosas. Lo llamó «capamusgo», el nombre de la hija más joven, porque lo había hecho para ella. Era una capa mágica, le explicó, una capa de los deseos, le explicó a su hija, y cuando uno se la ponía, solo tenía que pensar adónde quería ir y se transportaría a ese sitio en ese mismo instante, y lo mismo si quería transformarse en otra cosa, como un cisne o una abeja.
A la mañana siguiente, la madre se levantó con las luces del alba. Llamó a su hija más joven y le dijo que tenía que irse a recorrer el mundo en busca de fortuna, y que a ella le esperaba una buena vida. Era pitonisa, la anciana mama, y sabía qué estaba por llegar. Le dio a su hija la capamusgo para ponérsela y una corona de oro para llevarla consigo, y le dijo también que se llevase los dos vestidos y los zapatos de plata que le había sacado al buhonero con sus camelos. Pero tenía que ir vestida con la ropa que solía llevar normalmente, su ropa de trabajo. Capamusgo así lo hizo y enseguida estuvo lista para marcharse. Su mama le explicó entonces que tenía que alejarse primero sus buenos doscientos kilómetros, antes de seguir caminando hasta encontrar un gran salón, donde por fin podría pedir que la contrataran.
—No vas a tener que caminar mucho, linda mía —dijo ella, o sea, la madre—, porque en ese salón te van a dar trabajo seguro.
Capamusgo hizo lo que su madre le había recomendado, y pronto se encontró frente a la casa de un gran señor. Llamó a la puerta principal y dijo que buscaba trabajo. Y en fin, en pocas palabras, lo que pasó es que la señora en persona salió a recibirla y le gustó su aspecto.
—¿Qué sabes hacer? —preguntó la dama.
—Sé cocinar, mi señora —dijo Capamusgo—. En realidad, estoy aprendiendo, y con el tiempo seré una gran cocinera, por lo que comenta la gente.
—No puedo ofrecerte el puesto de cocinera —le dijo la dama—, porque ya tengo una, pero estaría dispuesta a emplearte como pinche, si te contentas con eso.
—Gracias, señora —dijo Capamusgo—. Me gustará trabajar en la cocina.
Así que acordaron que, en adelante, sería la ayudante de cocina. La dueña, después de enseñarle su dormitorio, la llevó a la cocina y la presentó a los otros criados.
—Esta es Capamusgo —les dijo—, y le he ofrecido trabajo —prosiguió—. Va a ser nuestra pinche de cocina.
Ahí las dejó entonces la dueña, y Capamusgo sube de nuevo a su dormitorio para deshacer su equipaje y esconde su corona de oro y sus zapatos de plata, y sus vestidos de seda y satén.
No hay ni que decir que las otras muchachas de la cocina estaban fuera de sí de envidia, y no contribuyó a apaciguarlas que la nueva compañera fuera muchísimo más hermosa, sin comparación, que cualquiera de ellas. Allí estaba, una vagabunda desharrapada, ocupando un puesto superior al suyo, cuando como mucho estaría preparada para ser fregona en la trascocina. Si alguien necesitaba a una pinche, era de sentido común que la hubiesen elegido de entre ellas, que ya tenían experiencia, y no a una gachí harapienta que acababa de salir del arroyo. Pero la habían colocado en un puesto que les correspondía a ellas: ese era el hecho consumado. Esto chismorreaban sin pausa, como suelen hacer las mujeres, hasta que Capamusgo bajó para ponerse a trabajar. Entonces, se le echaron encima.
¿Quién se pensaba que era, poniéndose por encima de ellas? Decían que iba a ser pinche, ¿verdad? ¡Qué poca vergüenza! A ellas se les caería la cara. ¡Lo único que podía hacer, lo único que sería capaz de hacer, era fregar los pucheros, limpiar los cuchillos, lavar los fogones y demás: solo eso le iban a permitir que hiciera!
Así que le endosaron a la fuerza la espumadera, tirándosela a la cabeza, ¡plom!, ¡plom!, ¡plom!
—Eso es lo que te mereces —le dijeron—, y lo que puedes esperar, señorita.
Y eso es lo que pasó con Capamusgo. Le encargaron a hacer todo el trabajo sucio, y pronto estuvo sumergida hasta las orejas en grasa, con la cara más negra que un tizón. Y, de cuando en cuando, primero una de las sirvientas y luego la otra, la golpeaban en la frente con la espumadera, ¡plum!, ¡cataplum!, hasta que, por fin, a la pobre chiquilla le dolía tanto la cabeza que casi no podía aguantarlo.
Pues bien, así continuó sin descanso, y Capamusgo seguía trasegando sus cazos y sus cuchillos y sus fogones, y las sirvientas le seguían pegando en la cabeza, ¡plom!, ¡cataplum!, con la espumadera. Llegó el momento de organizar un gran baile que había de durar tres noches, después de tres días enteros de caza y otros deportes. Toda la gente principal de kilómetros a la redonda había de acudir, incluyendo por supuesto al señor, a la señora y al joven señor —solo habían tenido un hijo—… Todos ellos habían de acudir. Los criados no hablaban de otra cosa. Uno de ellos decía que ojalá pudiera ir, a otra le hubiese gustado bailar con uno de los jóvenes lores, una tercera quisiera ver los vestidos de las damas; y así parloteaban sin cesar, todos menos Capamusgo. Si dispusiesen del atuendo adecuado irían, pensaban, pues se consideraban tan dignas como cualquier dama con grandes títulos de nobleza.
—Y tú, Capamusgo, a ti también te gustaría asistir, ¿no? —le preguntaban—. Tú encajarías bien allí, con tus harapos y tu mugre —le decían, y le pegaban en la cabeza con la espumadera, ¡cataplum!, ¡plum! Y se reían de ella, y así demostraban su baja estofa.
Como he dicho antes, Capamusgo era muy guapa, y los andrajos y la mugre no podían ocultar eso. Tal vez el resto de los sirvientes pensara que así era, pero el joven amo había puesto sus ojos en ella, y el señor y la señora también le habían prestado especial atención, precisamente por su atractivo físico. Cuando se acercaba la fecha prevista para el baile, pensaron que sería una buena idea proponerle que asistiera, así que decidieron invitarle.
—No, gracias —dijo ella—. Yo no iría nunca a algo así. Sé muy bien dónde está mi sitio —dijo—. Además, llegaría allí cubierta de grasa hasta las cejas —les siguió explicando—, y no tengo la ropa apropiada.
Ellos le quitaron importancia a esos argumentos y le insistieron mucho, el señor y la señora. Era muy amable por su parte, decía Capamusgo, pero no estaba preparada para ir, decía. Y se mantuvo firme. Cuando regresó a la cocina, como podéis imaginar, los otros criados querían saber por qué habían ido a buscarla. ¿La habían despedido o qué? Ella replicó que el señor y la señora le habían preguntado si quería ir al baile con ellos.
—¿Qué? ¿Tú? —decían—. Es increíble. Si fuese una de nosotras, sería bien distinto. ¡Pero tú! ¡Tú mancharías los trajes de los caballeros con tu grasa, en caso, claro, de que alguien se atreviera a bailar con una fregona de la trascocina! Y las damas ¡se verían obligadas a taparse la nariz a tu paso, pues seguro que no podrían soportar el olor!
No, no se podían creer, insistían, que el señor y la señora la hubieran invitado al baile, nada de eso: seguro que mentía, y ¡plum!, ¡pataplum!, le lanzaban la espumadera a la cabeza.
A la noche siguiente, el señor y la señora y su hijo, esta vez, le fueron a preguntar si quería ir al baile. Había sido un gran espectáculo el de la noche anterior, dijeron, y ella debería haber asistido. Esa noche sería aún más espectacular, dijeron, y le rogaban que los acompañase, especialmente el joven amo. Pero ella rehusó, de nuevo, y puso por excusa sus harapos y su grasa y su mugre, y dijo que no podía asistir y que no iba a hacerlo, y ni siquiera el joven amo logró convencerla, pese a sus constantes súplicas. Los demás sirvientes no podían creerse lo que ella les contaba: que la habían invitado al baile y que el joven amo se estaba poniendo muy pesado.
—¿Habéis oído lo que dice? —exclamaban—. ¿Cuál será la siguiente mentira que se invente esta advenediza? Habrase visto…
Luego, una de ellas, que tenía una boca que parecía un comedero de cerdos y las piernas como un caballo pecherón, agarró muy fuerte la espumadera y le arreó con fuerza, ¡plom!, ¡plom!, ¡cataplum!, a Capamusgo en la cabeza.
Esa noche, Capamusgo decidió que iría al baile, bien ataviada, pero ella sola y sin que nadie lo supiera. La primera cosa que hace entonces la chavala es sumir a los demás criados en un profundo trance: con solo tocarlos, sin que lo noten, conforme pasa junto a ellos, los va durmiendo uno por uno, pues caen al instante víctimas de un encantamiento del que no pueden despertar solos, sino que a que romperlo alguien con poderes; los mismos poderes que a Capamusgo le da su abrigo, u que a otra gente le dará otro objeto mágico. Lo siguiente que hace Capamusgo es darse un buen baño: nunca antes se lo habían permitido, porque los otros criados habían procurado mantenerla lo más grasienta y mugrienta que podían. A continuación, sube a su dormitorio, se quita con rabia las ropas y el calzado de trabajo y se pone el vestido de satén blanco con las ramitas doradas, los zapatos de plata y su corona de oro. En verdad, debajo de todos esos ropajes llevaba la capa de musgo. Así que, en cuanto estuvo lista, no tuvo más que desear estar en la fiesta y allí se encontró, casi en cuanto expresó su deseo. Apenas notó que se elevaba y que volaba por los aires, pero solo un momento. Porque tardó un instante en aparecer en el salón donde se celebraba el baile.
El joven amo la ve allí, de pie. En cuanto le pone la vista encima, se embelesa y no puede dejar de mirarla, porque en su vida había visto nada tan hermoso, ni a ninguna muchacha vestida con un estilo tan fetén.
—¿Quién es? —le pregunta a su madre, pero ella no tiene ni idea, y así se lo hace saber.
—¿Y no lo puedes averiguar, madre? —dice él—. ¿No puedes ir y hablar con ella?
Su madre se da cuenta de que el hijo no descansará hasta que no lo haga, de modo que va y se presenta a la joven dama y le pregunta quién es, y de donde ha venido, y todo eso, pero todo lo único que consigue sacarle es que viene de un lugar donde le pegan en la cabeza con la espumadera. Conque el joven amo se aproxima a ella y se presenta, pero ella no le dice cómo se llama, ni nada, y cuando él le pide que le conceda un baile, ella le dice que no, que preferiría no hacerlo. Sin embargo, él se queda parado junto a ella, y sigue insistiendo sin cesar, y al final ella accede y ambos se entrelazan. Bailan una vez por todo el salón, arriba y abajo, y por fin ella anuncia que debe irse. Él le ruega que se quede, pero malgasta su aliento: ella está decidida a marcharse inmediatamente.
—De acuerdo —dice él (no le queda otro remedio)—. Pues voy a despedirte.
Pero ella deseó regresar a su casa y allá se transportó, en ese mismísimo instante. Así que no hubo despedida alguna. El joven amo vio cómo desaparecía de su lado en un abrir y cerrar de ojos. Allí se quedó, plantado y sin pareja, con la boca abierta en una mueca de asombro. Pensando que podría encontrarla en el recibidor o en el porche, esperando el carruaje que la devolviese a casa, salió a mirar, pero no había ni rastro de ella, ni dentro ni fuera, y nadie la había visto salir. Él regresó al salón de baile, pero no conseguía quitársela de la cabeza, y deseó entonces volver también él a su casa.
Cuando Capamusgo estuvo al fin en su casa, se aseguró de que todos los demás sirvientes seguían en trance. A continuación, subió y se puso su ropa de faena, y solo después de haberlo hecho bajó a la cocina y tocó a todos los criados, uno por uno. Así los fue despertando; mejor dicho, todos fueron recobrando la consciencia y comenzaron a preguntar qué hora era y cuánto tiempo habían estado dormidos. Capamusgo les responde, y deja caer la indirecta de que acaso debería informar del suceso a la señora. Ellos le suplican que no lo haga, que no los delate, y la mayor parte le prometen regalos si no los denuncia. Cosas viejas, un poco desgastadas: una falda, un par de zapatos, unas medias, corsés y cosas por el estilo. De modo que Capamusgo les promete que no se va a chivar. Y esa noche no le lanzaron la espumadera a la cabeza.
Al día siguiente, el joven señor está inquieto. No logra centrar la atención en nada que no sea la joven dama de la que se ha enamorado a primera vista la noche anterior. Se pasa todo el tiempo dándole vueltas a la pregunta de si también esa noche asistirá ella al baile, y si de nuevo se desvanecerá en el aire como la última vez, y se pregunta cómo evitar que eso vuelva a ocurrir, o bien cómo podría darle caza a la fugitiva si se daba a la fuga por segunda vez. Piensa: tengo que averiguar dónde se encuentra su hogar… Si no lo hago, ¿cómo voy a seguir viviendo cuando acaben estos días de fiesta? A su madre le decía que moriría si no lograba convertirla en su esposa, pues se había enamorado locamente de ella.
—Bueno —le dijo su madre—. Yo pensaba que era una joven modesta y muy bonita, pero no me dijo quién era ni si tenía un oficio, ni cuál era su origen, salvo que venía de un sitio donde le golpeaban en la cabeza con una espumadera.
—Ya lo sé: es bastante misterioso todo —repuso el joven amo—, pero eso no significa que yo anhele menos tenerla, en absoluto. Madre, necesito que sea mía —siguió diciendo—, quienquiera que sea y sea cual sea su posición, madre: esa es la verdad de Dios, y que me caiga muerto aquí mismo si no es así.
Las mujeres de la servidumbre tienen las orejas muy afiladas y las bocazas muy grandes, así que no pasó mucho tiempo antes de que los convirtieran en la comidilla de la cocina: al joven amo y a la joven de belleza formidable de quien se había enamorado.
—Figúrate, Capamusgo, que él quería que fueses precisamente tú al baile con él —le decían, y seguían metiéndose con ella y soltando comentarios malévolos y sarcásticos a su costa, y pegándole en la cabeza con la espumadera, ¡plum!, ¡cataplum!, por haberles mentido (esa era su versión).
La misma historia se repitió una vez más cuando el señor y la señora mandaron a alguien a buscarla y le pidieron de nuevo que los acompañase al baile, y una vez más ella declinó la invitación. Era su última oportunidad, le dijeron los criados, y muchas más cosas que no merecen repetirse aquí. Y la espumadera voló por los aires y se estrelló contra su cabeza, ¡plom!, ¡plom!, antes de que ella volviera a asumir en un trance a toda aquella ralea del diablo, igual que había hecho la noche anterior, aunque con una única diferencia: se puso el otro vestido, el de seda del color de todos los pájaros del cielo.
Y ahora ya está en el salón de baile, nuestra Capamusgo. El joven amo la está esperando, muy nervioso. En cuanto la ve, le pregunta a su padre si puede mandar a alguien a las caballerizas, a buscar el caballo más rápido, para atarlo a la entrada y ensillarlo y que los espere a la salida. Luego le pide a su madre que salga y hable con la dama para entretenerla un ratito. Ella así lo hace, pero no logra sacarle más información que la noche anterior. En ese momento, el joven amo oye al caballo, que está listo y atado a la puerta, así que se aproxima a la dama y le pide que baile con él. Ella responde exactamente igual que la noche anterior. «No» en un principio y «sí» al final, y advierte de inmediato que tendrá que marcharse cuando hayan recorrido la longitud del salón dos veces, ida y vuelta. Sin embargo, esta vez él la retiene hasta que ambos salen. Entonces, ella desea estar en casa de nuevo, y allí se transporta nada más haberlo deseado. El joven amo siente cómo ella se eleva en el aire, sin poder hacer nada por detenerla. Pero quizá roza ligeramente un pie de la muchacha mientras esta deja caer un zapato… No estoy seguro del todo, pero me parece que sucedió así. Él recoge el zapato, aunque a ella no la puede agarrar: habría sido mucho más fácil correr tras el viento en una noche borrascosa que en pos de la moza en ese instante. En cuanto se halla de nuevo en casa, Capamusgo se cambia y se pone su ropa y su calzado viejo, y libera a los demás criados del hechizo en el que los había sumido anteriormente. Ellos se han dormido otra vez (eso es lo que piensan), y le ofrecen cada uno cierta cantidad de dinero: uno un chelín, otro media corona, una tercera el jornal de una semana, con tal de que no los delate, y ella les promete que no lo hará.
El joven señor se pasa postrado todo el día siguiente, agonizando de amor por la joven que la noche anterior había perdido uno de sus zapatitos de plata. Los médicos no daban con ninguna cura para su mal. De manera que salió a la luz qué le pasaba, y que solamente la dama capaz de calzarse el zapato podría salvarle la vida si aparecía para casarse con él. Los zapatos, como he dicho antes, solo medían unos ocho centímetros, más o menos. Llegaron damas de todos los rincones de aquel territorio, algunas con los pies grandes y otras con los pies pequeños, pero ninguna con los pies suficientemente chicos como para calzarse los zapatos, por mucho que apretasen y empujasen. También se presentaron mujeres pobres, pero sucedió lo mismo. Y, por supuesto, también probaron todas las criadas, pero ninguna de ellas lo logró. El joven amo se moría. ¿No había nadie más, preguntó su madre, nadie en absoluto, ni rico ni pobre?, preguntaba la madre. «No», le respondían, todo el mundo se lo había probado excepto Capamusgo.
—Decidle que venga de inmediato —exige la señora.
Así que fueron a llamarla.
—Pruébate este zapato —le ordenó (la señora, quiero decir).
Capamusgo deslizó el pie en él con total facilidad, pues era exactamente de su tamaño. El joven amo se levantó de la cama de un salto y se dispuso a tomarla en sus brazos.
—Para —le dice ella, y sale corriendo, pero poco después vuelve y aquí la vemos de nuevo, ataviada con su vestido de satén con ramitas doradas y su corona de oro, y los dos zapatitos de plata.
El joven amo se dispone a cogerla en sus brazos otra vez.
—Para —dice ella, y escapa de nuevo, a todo correr.
Esta vez vuelve con su vestido de seda del color de todos los pájaros del cielo. En esta ocasión ella no lo frena, y él, como suele decirse, casi se la come.
Cuando se hubo calmado la cosa un poco y pudieron hablar con más tranquilidad, el señor, la señora y el joven amo le preguntaron un par de cosas: cómo se había presentado en el baile y cómo había podido desvanecerse en apenas un instante.
—Deseándolo y basta —repuso ella, y les dijo lo que yo os he contado acerca de la capa mágica que su madre le había cosido, y los poderes que esta le transmitía cada vez que se la ceñía.
—Sí, así queda todo explicado —dijeron ellos.
En ese momento, pensaron en lo que había dicho cuando le preguntaron por su origen: que venía de un sitio donde le pegaban en la cabeza con una espumadera. Y le preguntaron qué había querido decir con esas palabras. El significado era justamente ese, respondió ella, le golpeaban con la espumadera continuamente, ¡cataplum!, ¡plum! Ellos se enojaron mucho cuando oyeron aquello, y despidieron a todos los sirvientes de la cocina, y soltaron los perros para que los persiguieran y alejasen a semejantes alimañas de aquel lugar.
En cuanto pudieron, Capamusgo y el joven amo se desposaron, y ella dispuso de un carruaje y hasta de seis o, ¡uf!, hasta de diez, para montarse aquel día si lo deseaba, pues querían asegurarse de que todos sus deseos fueran cumplidos. Vivieron felices por siempre jamás, y tuvieron un capazo de hijos. Y yo estuve allí tocando el violín cuando celebraron la mayoría de edad de su hijo mayor. Pero eso fue hace muchos años, y me pregunto ahora si el viejo señor y la vieja señora seguirán con vida, aunque no he oído que hayan muerto.