Ahora debería reírme, si no estuviese muerto
Islandia
na vez hubo dos mujeres casadas que se enzarzaron en una disputa por ver cuál de sus dos maridos era más imbécil. Al final, acordaron que les pondrían a prueba para ver si realmente eran tan imbéciles como daban la impresión de ser. Una de las mujeres usó la siguiente artimaña. Cuando el marido llegó a casa del trabajo, cogió una rueca y unos cepillos de cardar y se sentó a devanar hilo, haciendo girar la rueca, pero ni el labriego ni ninguna otra persona veía lana entre sus manos. Su marido, al percatarse de esto, le preguntó si estaba tan loca como para pasarse el tiempo mareando las púas y dándole vueltas a la rueca sin lana, y le rogó que le explicase qué estaba haciendo. Ella le dijo que no esperaba que él viese nada de lo que tenía entre las manos, puesto que usaba un tipo de lino tan fino que no era perceptible por el ojo humano. Con él le iba a hacer la ropa. Él se contentó con la explicación, que le pareció muy buena, y se maravilló de haber podido dar con una esposa tan estupenda. Además, sintió no poca satisfacción al anticipar la alegría y el orgullo que sentiría cuando luciese tan delicadas prendas. Cuando su mujer hubo hilado suficiente lino (según le dijo) para hacerle la ropa, desplegó el telar y empezó a tejer. Su marido iba a verla de vez en cuando, y seguía maravillándose de la depurada técnica de su dama. A ella le divertía mucho toda la situación y se esmeró en llevar a cabo a la perfección el ardid que había preparado. Sacó el tejido del telar cuando terminó, lo lavó y lo preparó antes de sentarse a coser la ropa con él. Cuando hubo terminado todo este proceso, llamó a su marido para que fuera a probarse las prendas, pero no se atrevió a dejarlo solo mientras se las ponía, de modo que se quedó a ayudarlo. De esta manera, le hizo creer que lo estaba envolviendo en finos ropajes, aunque en realidad el pobre hombre seguía desnudo, a la vez que estaba convencido de que era todo una equivocación suya y de que su lista esposa le había confeccionado, en efecto, una indumentaria magnífica, y de tan contento que estaba, se puso a dar saltitos sin poder remediarlo.
Pero volvamos ahora a la primera dueña. Cuando su esposo llegó a casa después de trabajar, ella le preguntó por qué demonios estaba en pie y caminando tan campante. El hombre, atónito al oír semejante pregunta, le dijo:
—¿Por qué me preguntas eso?
Ella lo convenció de que estaba muy enfermo y le dijo que mejor se fuese a la cama. Él se lo creyó y fue a acostarse sin perder un segundo. Cuando pasó un cierto tiempo, la esposa le dijo que iba a avisar a la funeraria. Él le preguntó por qué, y le imploró que no lo hiciera. Ella respondió:
—¿Por qué te comportas así, como un imbécil? ¿No ves que te has muerto esta misma mañana? Voy a ir enseguida a que te hagan un ataúd.
Y, entonces, el pobre hombre, creyendo que todo era verdad, se quedó allí quieto hasta que lo metieron en el ataúd. Su esposa decidió qué día iba a ser el entierro y contrató a seis hombres para que llevasen el féretro y les pidió a otros dos que siguieran a su marido hasta la tumba. Solicitó que abrieran un ventanuco en un extremo del ataúd, para que su marido pudiese ver a todo el que pasase junto a su tumba. Cuando llegó la hora de llevarse la caja, llegó el otro hombre, desnudo, pensando que todo el mundo se quedaría pasmado admirando su rica vestimenta. ¡Qué lejos de la realidad estaba…! Aunque los que portaban el ataúd tuviesen el ánimo por los suelos, no pudieron evitarlo y se pusieron a reír a carcajadas al ver al imbécil desnudo. Cuando el supuesto cadáver también consiguió verlo a través del ventanuco, gritó todo lo alto que pudo:
—¡Ahora me reiría si no estuviese muerto!
El entierro se pospuso y dejaron que el hombre saliese del ataúd.