Caperucita Roja
Francia
abía una vez una preciosa chiquilla que tenía una madre que la adoraba y una abuela que la adoraba todavía más. Esta buena mujer le tejió una capucha roja como las que llevan las damas de cierta edad cuando van a montar a caballo. La capucha le sentaba tan bien que pronto todo el mundo comenzó a llamarla Caperucita Roja.
Un día, su madre sacó unos pasteles de la rejilla del horno y le dijo a Caperucita Roja:
—Tu abuelita está enferma. Tienes que ir a verla. Llévale uno de estos pastelillos y un cuenquecito de mantequilla.
Caperucita Roja se puso en camino hacia el pueblo vecino para visitar a su abuela. Mientras atravesaba el bosque, se encontró con un lobo que se la quiso comer pero que no se atrevió porque había unos leñadores trabajando cerca de allí. Este le preguntó adónde iba, y la pobre niña, que ignoraba lo peligroso que es charlar con los lobos, le respondió con candor:
—Voy a visitar a mi abuela, para llevarle este pastel y este cuenquecito de mantequilla de parte de mi madre.
—¿Vive lejos tu abuela? —le preguntó el lobo.
—¡Oh, sí! —respondió Caperucita—. Mira, vive más allá de aquel molino, en la primera casa que se ve cuando se entra al pueblo.
—¡Qué bien! Iré yo también a verla —dijo el lobo—. ¿Qué te parece? Tomaré esta senda y tú puedes coger esa otra y así veremos quién llega antes.
El lobo salió corriendo. Había elegido el camino más corto, mientras que Caperucita Roja se dirigió a casa de su abuela por la senda más larga, y el recorrido se prolongó todavía más porque se entretuvo recogiendo nueces y persiguiendo mariposas y haciendo un ramillete con las flores que se encontraba a la orilla del sendero.
Pronto se presentó el lobo en casa de la abuela. Tocó a la puerta: toc, toc, toc.
—¿Quién está ahí?
—Soy tu nieta, Caperucita Roja —dijo el lobo, impostando la voz—, y te he traído un pastel recién hecho y un cuenquecito de mantequilla de parte de mi madre.
La abuela estaba tendida en la cama, porque se encontraba algo fastidiada de salud. Exclamó:
—¡Descorre el pestillo y entra!
El lobo descorrió el pestillo y abrió la puerta. Llevaba tres días sin comer, así que se abalanzó sobre la buena mujer y se la zampó en un periquete. Luego cerró la puerta y se quedó tumbado en la cama de la abuela, esperando a Caperucita Roja. Al cabo llegó ella, y tocó a la puerta: tocotoc, tocotoc.
—¿Quién está ahí?
Caperucita Roja oyó la ronca voz del lobo y pensó que su abuela debía de haber agarrado un buen catarro. Contestó:
—Soy yo, Caperucita. Te he traído un pastel recién hecho y un cuenquecito de mantequilla de parte de mi madre.
El lobo impostó la voz y dijo:
—Pues descorre el pestillo y entra.
Caperucita Roja descorrió el pestillo y entró.
Cuando el lobo la vio entrar, se escondió bajo las sábanas y le dijo:
—Pon el pastel y la mantequilla en la panera y ven a tumbarte a mi lado.
Caperucita Roja se quitó la ropa y se tumbó sobre el lecho. Estaba sorprendida de ver el aspecto tan extraño que tenía su abuela. Por eso exclamó:
—Abuela, ¡qué brazos tan grandes tienes!
—¡Para abrazarte mejor, querida mía!
—Abuela, ¡qué piernas tan grandes tienes!
—Son para correr mejor, querida.
—Abuela, ¡qué orejas tan grandes tienes!
—Para oírte mejor, querida niña.
—Abuela, ¡qué ojos tan grandes tienes!
—Son para verte mejor, querida.
—Abuela, ¡qué dientes tan grandes tienes!
—¡Para comerte mejor!
Y, con estas palabras, el malvado del lobo se precipitó sobre Caperucita Roja y se la zampó.