Duang y su salvaje esposa

Sudán: Dinka

mou era muy bella, bellísima. Se había comprometido para contraer matrimonio con un hombre de su tribu, pero aún no la habían entregado a su prometido. Todavía vivía con su familia.

Había un hombre llamado Duang en un poblado vecino. El padre de Duang le dijo:

—Hijo mío, Duang, ya es hora de que te cases…

—Padre —replicó él—, no puedo casarme, pues aún no he encontrado a la mujer que me robe el corazón.

—Pero, hijo —protestó el padre—, es que yo quiero que te cases antes de que yo me muera. Puede que no viva suficientes años para asistir a tu boda.

—Miraré a ver, Padre —le prometió Duang—, pero solo me casaré cuando encuentre a la mujer que me robe el corazón.

—Muy bien, hijo mío —dijo su padre, conciliador.

Vivieron juntos hasta que el padre murió. Duang seguía soltero. Luego se murió su madre. Y él seguía soltero.

La pérdida de sus padres lo sumieron en un profundo duelo; se abandonó totalmente y no se preocupaba en absoluto de su aspecto físico. Durante el duelo, el pelo le creció muchísimo y se convirtió en una maraña alocada. Nunca se afeitaba ni se peinaba. Era un hombre muy rico y tenía los establos llenos de reses: vacas, ovejas y cabras.

Un día, decidió emprender un viaje hasta la tribu vecina. Por el camino, oyó el tam-tam de unos tambores que resonaban en la distancia. Se dejó guiar por aquella música y llegó hasta un sitio donde había gente bailando. Se quedó allí, mirando a la gente bailar.

Entre los bailarines estaba una muchacha llamada Amou. Cuando ella lo vio allí parado, mirándolos, se separó del resto de los bailarines y se le acercó. Lo saludó. Y empezaron a hablar. Cuando los parientes del hombre que se había prometido con Amou la vieron, se desasosegaron, pues se preguntaban:

—¿Por qué habrá dejado de bailar Amou? ¿Qué necesidad tiene ella de saludar a un simple mirón? Además, ¡qué atrevimiento el suyo!: ¡quedarse ahí de pie, charlando con él! ¿Y quién será ese tipo?

La llamaron y le preguntaron. Ella contestó:

—¡Yo no creo que sea nada malo! Sencillamente, vi a este hombre con pinta de extranjero y me pareció que necesitaba ayuda. Por eso, fui a saludarlo y a preguntarle si necesitaba auxilio. Y no hay nada más.

Ellos le quitaron hierro al asunto, aunque no estaban convencidos. Amou no regresó al baile, sino que fue adonde estaba el hombre para hablar con él. Lo invitó a visitarla en su casa, con su familia, de modo que se marcharon juntos del baile. Ella le ofreció un asiento y le dio agua, le hizo la comida y se la sirvió.

El hombre se pasó dos días en su casa y luego se marchó y volvió a su propio hogar. Llamó entonces a sus parientes y les dijo que había encontrado a una muchacha que le había robado el corazón. Ellos reunieron ganado y acudieron al poblado de Amou.

El hombre que se había prometido en matrimonio con Amou había pagado treinta vacas. Los parientes de Amou las devolvieron y aceptaron el ganado de Duang. El matrimonio se llevó a término y Amou fue entregada a su esposo.

Ella se marchó con él y dio a luz a una hija llamada Kiliingdit, y más tarde tuvo un hijo varón. Ella y su marido vivían solos con sus hijos. Al cabo de cierto tiempo, ella concibió a su tercer hijo, y mientras estaba embarazada, su esposo permaneció en el campamento del ganado. Sin embargo, cuando se puso de parto, él volvió a casa para verla y para quedarse con ellos durante los primeros días de vida del recién nacido.

Después del parto, ella sintió un deseo intensísimo de comer carne. Acababa de dar a luz a la criatura, y le dijo a su marido:

—Tengo un antojo tremendo, quiero comer carne. Se trata de un deseo irresistible, y no puedo comer ninguna otra cosa.

Su marido le dijo:

—Si es la carne de mis reses la que tienes en mente, ¡yo no voy a sacrificar un animal solamente porque a ti te haya venido un antojo! ¿Qué clase de antojo es ese, que exige el sacrificio de una cabeza de ganado? No voy a matar nada de nada.

Y ahí se acabó la conversación. No obstante, ella seguía sufriendo y no podía comer, ni trabajar. Solo estaba en condiciones quedarse sentada, sin hacer nada.

Su marido se impacientó y se fue enojando cada vez más por culpa del antojo. Mató un cordero para que todos lo vieran. Luego mató un cachorro de perro, en secreto. Tanto al cordero como al cachorro los asó sobre un rescoldo lleno de hollín.

Cuando estuvieron listos, le llevó la carne del perro a su esposa, que estaba en la zona donde habitaban las mujeres. Él cogió de la mano a sus hijos y se los llevó afuera, a la zona de los hombres. Su mujer se quejó y le preguntó:

—¿Por qué te llevas a los niños? ¿Por qué no los dejas comer conmigo?

—¿No me habías dicho que tenías un antojo que no te dejaba vivir? Al decirme tú eso, me pareció que sería mejor para todos que los niños y tú comierais por separado. Ellos compartirán mi propia comida.

Así que él los sentó junto a sí y comieron juntos. Ella no dudó de sus palabras, aunque se sintió insultada. En ningún momento se le pasó por la imaginación que él pudiera querer envenenarla, de manera que se comió la carne.

En cuanto se sintió saciada, empezó a notar que le salía mucha saliva por la boca, y al poco tiempo tuvo un ataque de rabia. Salió corriendo y dejó atrás al recién nacido.

El marido se llevó al niño al campamento del ganado, y dejó sola en casa a la niña. Ella lo pasó muy mal cuidando de su hermanito menor, que era un bebé de pecho. Como tenía miedo de que su madre volviera enferma de rabia, tomó los restos de la carne de perro y la secó para conservarla. Regularmente, guisaba una ración de aquella carne y la colocaba sobre un entarimado que había delante de la choza, junto con otros comistrajos que preparaba.

Durante un tiempo, la madre no apareció. Luego, una noche se presentó y se quedó detrás de la valla de la casa y cantó:

Kiliingdit, Kiliingdit,

¿Adónde se ha ido tu padre?

Kiliingdit replicó:

Mi padre ha ido a Juachnyel,

Madre, tu carne está en el entarimado,

tu comida está en el entarimado,

las cosas con las que te envenenaron.

Madre, ¿por qué no nos reunimos en el bosque?

¿Qué clase de hogar es este sin ti?

Su madre empezó a aceptar la comida y a llevársela para compartirla con los leones. Siguió haciéndolo así durante cierto tiempo.

Mientras tanto, los hermanos de la mujer no se habían enterado de que ella había vuelto a dar a luz. Uno de ellos, que se llamaba Bol porque había nacido después de unos gemelos, les dijo a los demás:

—Hermanos, creo que deberíamos visitar a nuestra hermana. Quizá haya dado a luz ya y esté pasándolo mal, si tiene que ocuparse de sí misma y de llevar la casa al mismo tiempo.

La niñita seguía bregando para sacar adelante al bebé, y además prepararle la comida a su madre y cocinar su propia comida y la de su hermano. También tenía que protegerse a sí misma y a la criatura para que su madre no los encontrara, pues se había transformado en leona y podría intentar comérselos.

Esta volvió nuevamente por la noche, y se puso a cantar. Kiliingdit le replicó como tenía por costumbre. Su madre comió y se marchó.

Mientras tanto, Bol cogió unas calabazas y las llevó llenas de leche a la casa de su hermana. Llegó cuando ya era de día. Cuando divisó el poblado, le extrañó que estuviese tan silencioso y temió que pudiera haber algún problema.

—¿Está nuestra hermana en casa? ¿De verdad? —se preguntó—. Puede que aquello que me tenía atemorizado haya sucedido de verdad. Quizá nuestra hermana haya muerto durante el parto y su esposo se haya marchado con los niños y abandonado la casa.

Por otra parte, se inclinaba a pensar:

—¡No seas idiota! ¿Cómo van a haberla matado? Es una mujer aún convaleciente tras el parto y la habrán obligado a permanecer dentro de la choza, en la cama.

—Veo a la chiquilla —se dijo—, pero no a su madre.

En cuanto la niñita lo vio, se lanzó alocada hacia él, llorando a moco tendido.

—¿Dónde está tu madre, Kiliingdit? —le preguntó él, atropellándose.

Ella le contó la historia de cómo su madre se había convertido en una fiera salvaje. Empezó contándole el antojo de carne que había tenido su madre y cómo su padre la había envenenado con carne de perro.

—Cuando se presenta por aquí al atardecer —explicó ella—, sus compañeras son leonas hembras.

—¿Vendrá esta noche? —le preguntó su tío.

—Viene todas las noches —respondió Kiliingdit—, pero, Tío, cuando venga hoy, no te muestres ante ella. Ya no es tu hermana, sino una leona. Si dejas que te vea, te matará y solo nosotros saldremos perdiendo, pues en tal caso, nos quedaríamos sin nadie para ocuparse de nosotros.

—Muy bien —dijo él.

Aquella noche, ella apareció de nuevo y cantó la canción de siempre. Kiliingdit también entonó su réplica.

Cuando se acercó al entarimado para recoger su comida, ella le dijo:

—Kiliingdit, hija mía, ¿por qué huele de esta manera la casa? ¿Es que ha venido un ser humano? ¿Ha vuelto tu padre?

—Madre, mi padre no ha vuelto. ¿Qué iba a traerlo de nuevo a esta casa? Solo quedamos aquí mi hermanito y yo. ¿Acaso no éramos ya seres humanos cuando nos dejaste abandonados? Si quieres comernos, hazlo. Así me librarás de todos los avatares que estoy pasando. Ya he sufrido mucho más de lo que puedo soportar.

—Kiliingdit, cariño —le dijo ella—, ¿cómo iba yo a comerte? Ya sé que me he convertido en una madre bestial, pero aún tengo corazón y te amo, hija mía. ¿No es esta comida que me preparas una señal de que nuestros lazos siguen vivos? ¡Yo no podría comerte!

Cuando Bol oyó la voz de su hermana, insistió en salir a su encuentro, pero su sobrina le suplicó, diciendo:

—¡No te engañes! ¡Aunque oigas la voz de tu hermana, se trata de una bestia! ¡Te comerá!

Ella fue, comió y se marchó para reunirse de nuevo con las hembras de los leones.

A la mañana siguiente, Bol regresó al campamento del ganado para decirles a sus hermanos que su hermana se había transformado en leona. Ellos, aún desconcertados tras recibir la noticia, tomaron sus lanzas y con ellas en ristre se encaminaron a la casa de la hermana. Llevaron consigo un toro. Caminaron sin descanso hasta que llegaron a su destino.

Se sentaron y la niñita se afanó mucho para prepararle la comida a su madre, como siempre hacía. Luego, todos se fueron a dormir. La niñita entró en la choza con su hermano pequeño, como siempre hacía, y mientras, dejó a los hombres durmiendo fuera, escondidos y a la espera de la hermana.

Se hizo de noche y ella cantó como siempre hacía. Kiliingdit le dio su réplica. Ella buscó la comida que le habían preparado, y entre ella y las hembras de los leones se la comieron. A continuación, devolvió los platos y bandejas a su sitio. Cuando estaba colocándolas, dijo:

—¡Kiliingdit!

—Sí, Madre.

—Mi hija querida, ¿por qué noto tanto peso encima de la casa? ¿Es que ha regresado tu padre?

—Madre —dijo Kiliingdit—, mi padre no ha regresado. Cuando me abandonó aquí con este bebé de pecho, ¿crees que tenía la intención de volver?

—Kiliingdit —la reconvino su madre—, si tu padre ha vuelto, ¿por qué me lo escondes, hija querida? Ya no eres una niña pequeña, ¿es que no ves cómo estoy sufriendo?

—Madre —dijo Kiliingdit—, te estoy diciendo la verdad, mi padre no ha vuelto. Estoy sola con el bebé. Si nos quieres comer, cómenos.

La madre se dio la vuelta para marcharse, pero en ese mismo instante los hermanos se abalanzaron sobre ella y la capturaron. Ella se debatió entre las manos de los hombres durante bastante tiempo, pero no pudo zafarse. La amarraron a un árbol. A la mañana siguiente, sacrificaron al toro que habían llevado. Y a continuación le pegaron, le pegaron sin tregua. La mortificaban también enseñándole pedazos de carne cruda que le acercaban a la boca para luego hurtárselos. Y luego seguían pegándole. Como la sometían a esas burlas con los trozos de carne, empezó a babear, y de la baba salían cachorrillos de perro. Ellos siguieron mortificándola hasta que se formaron tres cachorros con su saliva. A partir de ese momento, ella rechazó la carne cruda. Le ofrecieron entonces la carne asada del toro, y ella se la comió. Los hermanos siguieron dándole palos hasta que se le cayeron todos los pelos que tenía en el cuerpo.

En ese momento abrió los ojos, los miró a todos muy fijamente, se sentó y les dijo:

—Os lo ruego, dadme a mi pequeñuelo.

Le llevaron a la criatura, que ya había olvidado cómo mamar de los pechos de su madre.

Cuando la madre se hubo recuperado del todo, los hermanos le dijeron:

—Tenemos que llevarte a nuestro campamento. ¡No volverás más al campamento del ganado de un hombre así!

Pero ella insistió en volver al campamento donde su marido guardaba el ganado, y les dijo:

—He de volver; no puedo abandonarlo.

Los hermanos no podían entenderla. Querían atacar al hermano y matarlo, pero ella los convenció de que no lo hicieran. Cuando vio que no la entendían, les dijo que quería cuidarlo a su manera. Iba a volver con él por amor, pero al mismo tiempo se vengaría. Ellos la dejaron marchar y ella fue a buscar a su marido.

Cuando llegó al campamento del ganado, él celebró mucho la vuelta de su esposa. Ella no se mostró agraviada en modo alguno, y permaneció al lado de su esposo, que estaba contentísimo de que hubiera vuelto.

Un día, ella llenó una calabaza de leche agria. Machacó suficiente grano para hacer unas gachas y luego se las sirvió, diciendo:

—Este es mi primer festín desde que te dejé. Me complacería mucho si me dijeras que es la comida más opípara que has hecho en tu vida.

Primero, él se bebió la leche. Luego vinieron las gachas mezcladas con ghee y leche agria. Él se lo comió todo. Más tarde, ella le ofreció más leche para que se la bebiera después de comer las gachas. Cuando él la rechazó, ella le suplicó que la tomara. El hombre comió, comió y siguió comiendo hasta reventar, y por fin se murió.

Cuentos de hadas
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