Capuchandrajo

Noruega

ubo una vez un rey y una reina que no habían tenido hijos, lo cual le causaba a la reina no poca amargura. En realidad, apenas pasaba una hora feliz cuando ya estaba acordándose del asunto y su ánimo se ensombrecía. Siempre estaba lamentándose y compadeciéndose de sí misma, y diciendo cómo estaba de aburrida y de sola en el palacio.

—Si tuviésemos hijos, sí que habría animación —dijo ella.

Adonde fuera en sus dominios, encontraba la bendición que Dios concedía a las gentes a través de los niños, incluso en las casuchas más miserables, y allá donde llegara, siempre oía a las beatas echando rapapolvos a los rapaces, y diciéndoles que lo que habían hecho estaba mal por este o aquel motivo. Todo esto lo oía la reina, y pensaba en lo bien que estaría haciendo lo mismo que hacían las demás mujeres. Al final, el rey y la reina adoptaron a una chiquilla y se la llevaron a palacio para criarla, para tenerla siempre junto a sí, para amarla si hacía las cosas como debía y para reprenderla si se portaba mal, como si fuera su propia hija.

Así que un día, la chiquilla que habían adoptado como si fuese su hija bajó corriendo al patio del palacio y se puso a jugar con una manzana de oro. Justo entonces pasó por allí una vieja comadre, una pordiosera, acompañada por una niñita. La chiquilla y la rapacita de la mendiga no tardaron en hacerse muy amigas y empezaron a jugar juntas, lanzándose una a la otra la manzana dorada. Cuando la reina vio esto, sentada como estaba junto a una de las ventanas de palacio, se puso a dar golpecitos en el cristal para que su protegida subiese. La niña obedeció al instante, pero la mendiga también subió con ella, y cuando estaban entrando en la alcoba de la reina, lo hicieron cogidas de la mano. Entonces, la reina reprendió a la damita, diciéndole:

—Deberías saber que tu dignidad te impide corretear e ir por ahí jugando con una mocosa pordiosera y andrajosa.

Y quiso expulsar de allí a la rapacita.

—¡Ojalá conociera la reina los poderes de mi madre! Pues si así fuera, no me expulsaría, dijo la zagalilla, y cuando la reina le preguntó qué quería decir con eso, ella le dijo que su madre podría conseguir que tuviera hijos si así lo elegía. La reina no se lo creyó, pero la rapacita seguía en sus trece, y le repetía que lo que decía era la pura verdad, y desafió a la reina a que intentase llamar a su madre para pedirle que lo hiciera. Así que la reina envió a la niñita a buscar a su madre.

—¿Sabes lo que va diciendo tu hija? —le preguntó la reina a la vieja comadre, nada más esta puso el pie en la habitación.

No, la pordiosera no sabía nada de nada.

—Pues va diciendo que puedes hacer que yo tenga hijos, si te da la gana —le respondió la reina.

—Las reinas no deben prestar oídos a las niñas harapientas ni a sus cuentos chinos —dijo la comadre, y salió de la pieza dando zancadas.

Esto hizo que la reina se enfureciera, y que quisiera de nuevo expulsar de sus aposentos a la zagala, pero ella seguía asegurándole que todo lo que le había dicho era cierto.

—La reina solo tiene que darle a mi madre un sorbito o dos de alguna bebida… porque, cuando se achispe, verá como encuentra muy rápido el modo de ayudarla a usted.

La reina se preparó para hacer lo que le aconsejaba la niña, así que mandó que buscaran de nuevo a la mendiga y las agasajó a las dos con vino e hidromiel. Bebieron cuanto quisieron, y verdaderamente, no tuvo que esperar demasiado, pues enseguida se le soltó la lengua. Entonces la reina planteó de nuevo la pregunta que había hecho antes.

—Una manera de ayudarte… Sí, puede que sepa una, —dijo la pordiosera—. Su Majestad debe hacer que le traigan dos cubos de agua una noche, justo antes de irse a dormir. En cada uno se habrá de lavar, y después arrojará el agua debajo de la cama. Cuando a la mañana siguiente se asome a mirar ahí abajo, verá que dos flores habrán brotado, una de ellas hermosa y la otra fea. La hermosa tendrá que comérsela, mientras que la otra la dejará allí, erguida, pero mucho ojo: ¡no puede olvidarse Su Majestad de la segunda!»

Esto es lo que dijo la mendiga.

La reina, muy obediente, hizo cuanto le recomendaba la comadre pedigüeña. Ordenó que le llevaran el agua en dos cubos, se lavó con esa agua y luego los vació bajo la cama. Entonces, ¡oh, milagro!: cuando fue a mirar ahí abajo a la mañana siguiente, vio que había dos flores. Una era fea y estaba pocha, con todas las hojas negras, pero la otra brillaba y era muy hermosa. Era de verdad una flor muy bonita, hasta el punto de que la reina no había visto nunca una flor parecida. Así que se la comió al punto. En realidad, tan dulce le supo la flor que no pudo resistirse y se comió también la otra, pues pensó: «No puede hacerme ningún daño, ni tampoco molesto a nadie. Además, en todo caso, va a suceder lo que el cielo quiera.»

Pues bien, sucedió exactamente así. Porque, al cabo de un cierto tiempo, tuvieron que conducir a la reina a la cama. En primer lugar, tuvo una niña que llevaba una cuchara de palo en la mano y que iba montada en una cabra; era aborrecible y muy fea, y en el mismo momento de venir al mundo, ya soltó un berrido:

—Mamá.

—Si yo soy tu madre —dijo la reina—, que Dios me ampare para enmendar mi conducta.

—¡Oh, no te disculpes! —dijo la niña, que iba montada en la cabra—, pues detrás de mí viene una más guapa.

Así que, al cabo de un cierto tiempo, la reina tuvo otra niña, pero esta resultó ser tan bonita y tan dulce que nadie había visto jamás una criatura tan adorable, y con ella, como os podéis figurar, la reina sí estaba contentísima. A la gemela mayor la llamaron “Capuchandrajo”, pues era muy fea y siempre iba cubierta de harapos, y porque llevaba una capucha que le colgaba como un andrajo por encima de las orejas. La reina apenas se atrevía a mirarla, y las nodrizas trataron de tenerla encerrada siempre en una habitación donde no entrase nadie más, pero todos sus esfuerzos fueron vanos, pues donde estaba su gemela, la hermana menor, ella también quería estar, y nadie era capaz de mantenerlas separadas.

Pues bien, un año, cuando las niñas ya estaban casi crecidas, llegó la Nochebuena. Había un ruido espantoso, todo crujía en la galería que había delante de la alcoba de la reina. Al oírlo, Capuchandrajo preguntó quién estaba dando carreras y chocándose contra las paredes en el pasillo.

—Bah, no vale la pena ni ir a preguntarlo, —respondió la reina.

Pero Capuchandrajo no daba su brazo a torcer, y repitió que necesitaba saber de quién se trataba, así que la reina le dijo que era una manada de trols y de brujas que habían ido a celebrar allí la Navidad. Capuchandrajo dijo que iba a salir para ahuyentarlos, y por mucho que la intentaron disuadir y le rogaron que dejara tranquilos a los trols, ella no abandonó su idea fija de ir a espantarlos, pero le encareció mucho a la reina que tuviese cuidado de dejar las puertas bien cerradas, para que ninguna de ellas se entreabriera ni siquiera un poquito. Dicho esto, salió con su cuchara de palo y empezó a perseguir a las brujas y a tratar de expulsarlas. Formó tal zapatiesta en la galería que jamás se había oído un alboroto semejante en el palacio, que chirriaba y gruñía como si todas las bisagras y las vigas estuviesen a punto de descoyuntarse.

Y fijaos, no estoy seguro de poder deciros cómo ocurrió, pero de un modo un otro, una puerta se entreabrió un poquito, solo un poquito. Entonces, su hermana gemela quiso echar una ojeada por la rendija para ver cómo le estaban yendo las cosas a Capuchandrajo, y para ello sacó la cabeza por el resquicio, solo un poquitín. ¡Pumba!, una vieja bruja se asomó al instante y le sacó de cuajo la cabeza, y en su lugar colocó la cabeza de un ternero sobre los hombros de la niña, de manera que la princesa regresó a su habitación a cuatro patas y mugiendo como una cría de vaca, lo más deprisa que pudo. Cuando Capuchandrajo regresó y vio a su hermana, les echó una buena regañina a todos los presentes, pues estaba muy enojada al ver que no habían vigilado mejor las puertas, y les preguntó si no se avergonzaban ahora de su negligencia, al ver convertida a la gemela en ternero.

—Con todo, tengo asegurarme de que es imposible liberarla —dijo.

Y se fue a pedirle al rey un barco con todo su aparejo, bien equipado y con las bodegas llenas de víveres, aunque capitán y marineros pudiese darle. ¡No!: iba a tener que navegar por mares lejanos con su hermana, las dos solas, y como no había nada que pudiera detenerla, porque su voluntad era firme, acabaron por dejarla ir.

Capuchandrajo se hizo a la mar y condujo su nave hasta la tierra donde habitaban las brujas. Cuando estaban frente a la costa, a punto de alcanzar el muelle por fin, le dijo a su hermana que se quedara muy quieta a bordo, mientras ella se acercaba al castillo de las brujas a lomos de su cabra. Cuando llegó allí, halló abierta una de las ventanas de la galería, y junto a ella vio la cabeza de su hermana colgada del marco de la ventana, así que hizo que su cabra brincase y se metiese por la ventana para llegar a la galería, donde pudo hacerse con la cabeza antes de salir despavorida de nuevo. Después de ella, llegaron las brujas para tratar de atrapar la cabeza. Se congregaron en torno a la niña cual un enjambre de abejas u hormigas en su hormiguero, pero la cabra no hacía más que resoplar y soltar bufidos, y embestirlas con su cornamenta, mientras Capuchandrajo las molía a palos y las lanzaba contra las paredes con su cuchara de palo, de modo que al fin la turbamulta de brujas tuvo que rendirse. Por su parte, Capuchandrajo volvió a embarcarse, le quitó a su hermana la cabeza de ternero y le puso la suya de nuevo, así que quedó convertida en la muchacha que siempre había sido. Después, zarpó y estuvo navegando durante mucho, muchísimo tiempo, hasta llegar al reino de un rey muy extraño.

El rey de aquellas tierras estaba viudo y tenía un solo hijo. Así que cuando vio la extraña bandera del barco que se acercaba, mandó unos mensajeros a la playa para averiguar de dónde procedía y quién era el patrón. Sin embargo, cuando los hombres del rey llegaron, no vieron ni un alma a bordo, pues solo estaba Capuchandrajo, dando vueltas y más vueltas a la cubierta de la nave con su cabra, a toda pastilla, con el viento azotándole los bucles de elfo. Las gentes de la corte del rey se quedaron perplejas al ver aquella imagen, y se preguntaban si no habría más tripulantes a bordo del barco. Y sí, había uno: estaba su hermana, dijo Capuchandrajo. A ella también la querían ver, pero a eso, Capuchandrajo respondió rotunda:

—No.

—Nadie la podrá ver. Solo la verán si entra el rey en persona.

Y después de decir esas palabras, se puso a galopar a lomos de su cabra hasta que volvió a resonar un trueno ensordecedor por toda la cubierta.

Conque los sirvientes volvieron al palacio y le dijeron al rey cuanto habían visto y oído en el muelle, y el rey se dispuso a salir de inmediato, para ver a la zagala que cabalgaba sobre una cabra. Cuando llegó adonde estaba atracado el barco, Capuchandrajo hizo salir a su hermana, tan hermosa y delicada que el rey se enamoró hasta las médula de ella en el mismo momento en que la vio. Él las llevó a ambas consigo a palacio y quiso tomar a la hermana como esposa y convertirla en reina, pero Capuchandrajo dijo: «No.» Porque, según dijo, el rey no podría desposarla, se pusiera como se pusiera, a no ser que su hijo el príncipe se aviniera a casarse con Capuchandrajo. Como os imaginaréis, el príncipe era muy reacio a hacer aquello, siendo Capuchandrajo un adefesio tan poco apetecible, pero por fin, el rey y los demás cortesanos lo convencieron y él cedió y prometió que la tomaría por esposa, aunque lo dijo totalmente a contrapelo, y mientras hacía aquella promesa, se le llenó el corazón de pesadumbre.

Y hete aquí que se pusieron ya a prepararse para la boda, destilando licores y horneando pasteles, y cuando todo estuvo listo, se encaminaron a la iglesia. El príncipe iba pensando que aquella ceremonia iba a ser la más cansina de toda su vida. Encabezaba el cortejo el rey con su prometida, que estaba espléndida y adorable como siempre, y todo el mundo se paraba a mirarla: en efecto, no pudieron quitarle los ojos de encima hasta que el carruaje no desapareció en una revuelta del camino. Después llegó el príncipe, a caballo y flanqueado por Capuchandrajo, que trotaba a lomos de su cabra, empuñando la cuchara de palo, y si había que juzgar por la expresión del joven, aquello era más bien un funeral que una boda (además, cualquiera habría dicho que era su propio funeral, tan cariacontecido se le veía, y callado como un muerto.)

—Dime, ¿por qué no hablas? —le preguntó Capuchandrajo, cuando ya llevaban un ratito cabalgando.

—¿Y de qué vamos a hablar, a ver? —respondió el príncipe.

—Bueno, pues podrías al menos preguntarme por qué voy siembre a lomos de esta cabra tan fea —dijo Capuchandrajo.

—¿Por qué vas siempre a lomos de esa cabra tan fea?

—¿Es fea, la cabra? Yo creo que es el caballo más espléndido que haya montado novia alguna —respondió Capuchandrajo, y en un santiamén la cabra se convirtió en caballo, y además en el caballo con mejor planta que el príncipe hubiese visto jamás.

Siguieron cabalgando un poco más, pero el príncipe no abría la boca y estaba igual de apenado que antes. Capuchandrajo le preguntó de nuevo por qué no hablaba, y cuando el príncipe respondió que no sabía de qué tema podía hablar, ella dijo:

—Al menos podrías preguntarme por qué mientras cabalgo llevo esta cuchara de palo tan fea en el puño.

—¿Por qué llevas esa cuchara de palo tan fea en el puño?

—¿Es fea, la cuchara? No me digas… Yo creo que es de plata, y que es la varita mágica más maravillosa que novia alguna haya blandido jamás —dijo Capuchandrajo, que en un santiamén vio cómo se convertía, en efecto, en una varita mágica de plata, que refulgía con tal resplandor que puros rayos del sol parecían emanar de ella.

Así que siguieron cabalgando un ratito más, pero el príncipe no se podía sacudir su pesar, y seguía sin decir ni palabra. Al poco rato, Capuchandrajo le preguntó otra vez por qué no hablaba con ella y lo instó a que le preguntase por qué llevaba aquella capucha gris tan fea cubriéndole la cabeza.

—¿Por qué llevas esa capucha gris tan fea en la cabeza? —preguntó el príncipe.

—¿Es fea, la capucha? Pues mira, yo creo que es la corona de oro más brillante que haya adornado a reina alguna —respondió Capuchandrajo, y la capucha se convirtió en corona en ese instante.

Siguieron caminando mucho rato más, y todo continuaba igual, pues el príncipe estaba tan entristecido que iba sentado sin pronunciar ni un solo sonido, ni una sola frase, igual que antes. Por eso, su novia le preguntó de nuevo por qué no hablaba, y lo instó a que le preguntase por qué tenía una cara tan fea y tan cenicienta.

—¡Ay! ¿Por qué tienes esa cara tan fea y tan cenicienta?

—¿Yo, fea? —dijo la novia—, si ves guapa a mi hermana, te digo que yo soy diez veces más guapa. Entonces, ¡oh, maravilla!: cuando el príncipe la miró, vio a una chica tan preciosa que pensó que no debía de haber una mujer tan preciosa en el mundo entero. Después, no tenéis ni que preguntármelo: el príncipe recuperó el habla y ya nunca más fue por la vida triste y cabizbajo.

Se bebieron el cáliz de las nupcias, muy rápido y con gran avidez, y después, tanto el príncipe como el rey se pusieron en camino con sus respectivas esposas, pues querían ir al palacio del padre de la princesa, y allí se celebró otro banquete de bodas, y bebieron todos de nuevo, muy rápido y con gran avidez. Había una alegría sin límites en el ambiente, y si os dais prisa y os acercáis corriendo hasta el palacio del rey, me atrevo a asegurar que allí os tendrán guardado un sorbito de la cerveza de la boda, especialmente para vosotros.

Cuentos de hadas
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