Perejilita

Italia

na vez, en invierno, dijo una mujer:

—Tengo un gran antojo de perejil. Y hay mucho en el jardín de las Hermanas del Espíritu Santo. Voy a ir a coger un poco.

La primera vez, cogió una ramita y no la vio ni un alma. La segunda vez, cogió dos ramitas y también burló todas las miradas. Pero la tercera vez, justo cuando estaba haciéndose un gran ramo, una mano se le posó en el hombro y una monja enorme le dijo:

—¿Qué estás haciendo?

—Cogiendo perejil. Voy a tener un bebe y se me ha antojado perejil.

—Coge todo el que quieras, pero si tienes un niño habrás de llamarlo Perejilo, y si es una niña, Perejila, y cuando crezca, nos lo tendrás que entregar a nosotras. Ese es el precio por coger perejil de aquí.

Aunque la primera vez se rio a carcajadas de lo que le dijo la monja, la mujer dio a luz a una pequeñuela y la llamó Perejilita. A veces, Perejilita iba a jugar junto a la muralla del convento. Un día, una de las monjas la llamó a gritos:

—¡Perejilita! ¡Pregúntale a tu madre cuándo vas a hacer la entrega!

—Vale —dijo Perejilita.

Entonces, fue a casa y le dijo a su madre:

—La monja me ha preguntado cuándo vas a hacer la entrega.

La madre se rio y dijo:

—Pues diles que vengan y lo cojan ellas mismas.

Cuando Perejilita fue de nuevo a jugar junto a la muralla del convento, la monja le dijo:

—Perejilita, ¿le preguntaste a tu madre?

—Sí —dijo la niña—, y me respondió que lo cogieras tú misma.

Conque la monja alargó su ya de por si largo brazo y cogió a Perejilita por el pescuezo.

—¡A mí, no!

—¡Sí, a ti!

Y la monja le contó a Perejilita lo del perejil y cuál era la promesa que había hecho su madre. Perejilita se echó a llorar.

—¡Qué mala, mi mamá! ¡No me había contado nada!

Y cuando entraron las dos en el convento, la monja le dijo:

—Pon un gran caldero de agua al fuego, Perejilita, y cuando hierva, ¡ahí dentro irás! Esta noche la cena será estupenda.

Perejilita se echó a llorar otra vez. Entonces vio aparecer a un viejecito con un caldero.

—¿Por qué lloras, Perejilita?

—Lloro porque las monjas me van a comer viva esta noche, a la hora de cenar.

—Es que no son monjas… Son unas brujas viejas y avaras. Pon el cacharro para hervir el agua al fuego y para ya de llorar.

—¿Y por qué habría de parar? ¡Si las monjas se me van a comer!

—No, no lo harán. Coge esta varita mágica. Cuando entren para mirar si el agua está hirviendo en el cacharro, dales un golpecito con ella y se pondrán todas a dar saltos como si fueran ranas en una charca.

A pesar de todo, ella pensaba para sí:

—Este viejecito lo dice para que pare de llorar.

Pero se fue sintiendo un poco mejor, y cuando el agua hirvió, llamó a gritos a las monjas:

—¡Hermanas, hermanas! ¡El agua está hirviendo!

Ellas se acercaron a mirar y exclamaron:

—¡Ah, qué cena tan rica nos vamos a comer!

Perejilita estaba petrificada de miedo, pero agarró la vara mágica y les fue dando golpecitos en sus gordos traseros, uno por uno y, ¡sí, señor!, todas saltaron, chof, chof, chof, y se metieron en el caldero.

—¡Quita el caldero del fuego, Perejilita! ¡Era solo una broma!

—¡No, no era broma! ¡No sois monjas, sino brujas! Así que os vais a quedar ahí dentro hasta que estéis bien hechitas, aunque no creo que yo os haga el honor de comer ni un solo bocado de este guiso, porque sois demasiado viejas y estáis duras. Voy a mirar lo que se cuece en el horno, a ver si me gusta más.

Así que se encaminó al horno y allí, dentro de una de las bandejas, se encontró a un joven.

—¡Hola, guapo! Tengo hambre.

—No te rías de mí. No soy en absoluto joven, sino viejo y feo.

—Nada de eso —respondió ella, antes de enseñarle su bello reflejo en la palangana de fregar los platos—, aunque yo, pobre de mí, sí que tengo peor suerte, porque solo soy una chiquilla.

—Tú no eres ninguna chiquilla —dijo él—, y te lo voy a demostrar.

Y la midió contra la pared, para enseñarle cuánto había crecido. Entonces, Perejilita dijo:

—Te propongo una cosa.

—¿Qué es?

—Que nos casemos tú y yo.

—Pero si tú eres guapísima, y yo no valgo nada.

—Personalmente, yo te veo muy atractivo.

—De acuerdo. Si tú quieres, casémonos.

—Pues vámonos ahora a cenar y a dormir. Y mañana buscaremos un cura.

—Pero, mira, no nos quedemos en el convento, porque las monjas han puesto al diablo donde debería estar Jesús.

Y fueron a buscar al diablo, pero hallaron que se había vuelto a convertir en Jesús gracias a la varita mágica. Perejilita dijo:

—¿Tú te das cuenta de que hemos matado a todas las brujas?

Fueron a mirar dentro del cacharro de agua hirviendo, que estaba a rebosar de cadáveres.

—Vamos a cavar una fosa y las enterraremos a todas antes de huir de aquí.

Cenaron y se fueron a la cama. Y a la mañana siguiente, buscaron un cura y se casaron.

Cuentos de hadas
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