La esposa del rico granjero

Noruega

ubo una vez un rico granjero que poseía una gran finca, mucha plata en el fondo de un arcón y, por si fuera poco, dinero en el banco, pese a lo cual sentía que le faltaba algo, pues era viudo. Un día, notó que le había tomado mucho cariño a la hija de su vecino, que trabajaba para él. Como sus padres eran pobres, él pensó que solo tendría que lanzar alguna indirecta sobre el matrimonio para que ella desease agarrar al vuelo esa oportunidad. Así que le comentó que había estado pensando en casarse de nuevo.

—¡Ah, vale! Uno puede pensar muchas cosas, claro que sí… —dijo la chica, con una risita burlona.

Y se dijo a sí misma que aquel viejo y feo hombretón debería estar considerando una opción más apropiada a sus circunstancias, en lugar del matrimonio.

—En fin, yo es que pensaba que tú podrías convertirte en mi esposa… —dijo el granjero.

—No, gracias —repuso la chica—. No me hace demasiada gracia la perspectiva.

El granjero no estaba acostumbrado a recibir un no por respuesta, y cuanto menos lo deseaba ella, más se empeñaba él en conseguirla.

Como no llegaba a ningún sitio con la chica mandó que fueran a buscar a su padre y habló con él para pedirle que intentase persuadirla. Como recompensa, le ofreció perdonarle el dinero que le adeudaba, y para hacer más atractivo el trato, le ofreció un campo que se encontraba justo al lado de su prado.

Y, bueno, el padre pensó que pronto lograría que su hija entrase en razón.

—Es solo una niña —dijo—, y no sabe qué le conviene.

Sin embargo, por mucho que razonó con ella y que trató de engatusarla, no consiguió convencerla: de ningún modo tomaría al granjero por esposo, ni siquiera si le ofrecía oro para cubrirse el cuerpo entero.

El granjero esperó un día tras otro. Finalmente, su ira y su impaciencia fueron tales que le advirtió al padre de la chica que si quería que mantuviese su promesa, tendría que arreglar el asunto de inmediato, porque no quería esperar más.

Al padre solo vio una manera de salir del apuro: decirle al rico granjero que se preparase para la boda y mandar a buscar a la chica una vez hubiesen llegado el párroco y los invitados, pretextando que se la necesitaba para alguna faena del campo. Cuando esta llegase, tendría que casarla a toda prisa, para no darle tiempo a cambiar de opinión.

El rico granjero le pareció una buena idea, así que empezó a hervir agua y a hornear pan y a hacer todos los preparativos de la boda, con mucho lujo. Cuando los invitados hubieron llegado, el rico granjero llamó a uno de los mozos y lo envió corriendo a casa del vecino para pedirle a su vez que mandara lo que le había prometido.

—Pero, si no vuelves enseguida —dijo, blandiendo el puño delante del mozo—, te voy a… —No tuvo tiempo de decir nada más, pues el mozo se alejó como una centella.

—Mi jefe quiere que le mandes lo que le prometiste —dijo el mozo cuando llegó a casa del vecino—, pero vas a tener que apurarte, porque él tiene una prisa tremenda.

—De acuerdo, corre al prado y tráetela contigo, pues allí la vas a encontrar —dijo el vecino.

El mozo se marchó a gran velocidad y, cuando alcanzó el prado, encontró allí a la hija del granjero, rastrillando el terreno.

—He venido a coger lo que tu padre le ha prometido a mi jefe —le explicó.

—Ja, ja, ja… ¿De esa manera crees que me vas a engañar? —pensó la chica, a la vez que replicaba—: ¿De modo que es eso lo que vienes buscando? Me imagino que será esa yegüita alazana nuestra. Ve para allá y cógela: está atada al otro lado del bancal de guisantes.

El mozo se subió de un brinco a la grupa de la yegüita alazana y regresó a su casa a galope tendido.

—¿La has traído contigo? —preguntó el rico granjero.

—Está abajo, en la puerta —respondió el mozo.

—Tráemela a la alcoba de mi madre —dijo el granjero.

—Por Dios santo, ¿cómo vas a manejarte con ella? —preguntó el mozo.

—Tú limítate a hacer lo que te pido —dijo el granjero—. Y si no puedes tú solo, diles a los otros que te ayuden.

Pues anticipó que la chica podría causarles problemas.

Cuando el mozo vio la cara de su amo, supo que no iba a valerle ningún argumento. Conque se procuró ayuda y bajó las escaleras. Estirando unos de la cabeza, empujando otros por detrás, al final consiguieron subir a la yegua al piso de arriba y meterla en la alcoba. Allí la esperaba un espléndido ajuar, desplegado solo para ella.

—Bien, ya he terminado mi tarea, jefe —dijo el mozo—, pero no ha sido fácil… En realidad, ha sido lo más difícil que me haya visto obligado a realizar nunca en esta finca.

—Te entiendo, y no lo has hecho en balde —dijo el granjero—. Ahora, haz venir a las mujeres del pueblo para vestirla.

—¡Dios bendito! —exclamó el mozo.

—No nos andemos con memeces —dijo el granjero—. Diles que vengan a vestirla y que no escatimen en guirnaldas y coronas.

El mozo bajó las escaleras corriendo, hasta llegar a la cocina.

—Escuchadme, chicas —dijo—, subid corriendo y vestid de novia a la yegüita alazana. Me imagino que el jefe quiere que los invitados a la boda se diviertan un rato.

Total, que las chicas vistieron a la yegüita alazana con todo lo que encontraron por allí. Entonces, el mozo bajó y anunció que ya estaba lista, con guirnaldas y coronas y todo.

—De acuerdo, pues bájala —dijo el rico granjero—. La voy a recibir yo, personalmente, en la puerta.

Se oyó un terrible estruendo por las escaleras, y es que la novia no las estaba bajando precisamente con zapatillas de satén. Cuando se abrió la puerta y la novia del rico granjero entró, las risotadas y las carcajadas inundaron el salón.

En cuanto al rico granjero, se quedó tan satisfecho con su novia que jamás volvió a cortejar a nadie.

Cuentos de hadas
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