Diirawic y su hermano incestuoso
Sudán: dinka
na chica llamada Diirawic era extremadamente hermosa. Todas las chicas de la tribu estaban pendientes de sus palabras. Las ancianas también la escuchaban. Hasta los niños pequeños la obedecían. Un hombre llamado Teeng quería casarse con ella, pero su hermano, que también se llamaba Teeng, se oponía al enlace. Mucha otra gente había ido a pedir su mano ofreciendo cien vacas como dote, pero el hermano seguía negándose a entregarla. Un día, Teeng habló con su madre y le dijo:
—Quisiera casarme con mi hermana Diirawic.
—Nunca he oído que nadie haya hecho semejante cosa. Ve a preguntarle a tu padre.
Así que él fue a su padre y le dijo:
—Padre, me gustaría casarme con mi hermana.
—Hijo mío, nunca he oído de nadie que haya hecho semejante cosa. Que un hombre se case con su propia hermana me resulta impensable; ni siquiera me siento capaz de hablar del tema. Es mejor que vayas a ver al hermano de tu madre y le preguntes.
Él fue entonces a hablar con el hermano de su madre y le dijo:
—Tío, quisiera casarme con mi hermana.
Su tío materno exclamó:
—¡Cielos! ¿Acaso alguien se ha casado alguna vez con su hermana? ¿Es esa la razón por la que siempre te opusiste a su matrimonio? ¿Era porque tenías el corazón puesto en ella, y querías desposarla? ¡Nunca antes he oído de un caso semejante! Pero, dime, ¿qué dice tu madre de todo esto?
—Mi madre me dijo que fuera a preguntarle a mi padre. Yo dije que de acuerdo, y fui a hablar con mi padre, pero él me dijo que nunca había oído semejante cosa y me mandó a hablar contigo.
—Pues si quieres mi opinión —le dijo el tío—, creo que deberías preguntarle a la hermana de tu padre.
De esta manera, fue viendo a todos sus parientes. Cada uno expresaba su sorpresa a y le sugería que fuese a ver a otro pariente. Por fin, llegó a la casa de la hermana de su madre y le dijo:
—Tía, quisiera casarme con mi hermana.
—Mi niño, si has impedido que tu hermana se case porque la deseabas para ti, ¡qué voy a decirte yo! Cásate con ella, si es lo que quieres. Es tu hermana.
Diirawic no sabía nada de esto. Un día llamó a todas las mozas y les dijo:
—Chicas, vámonos a pescar.
Sus palabras siempre eran bien recibidas por todos, que la obedecían sin rechistar. Así que las chicas fueron, incluidas las niñas más pequeñas. Fueron todas y pescaron.
Mientras tanto, su hermano Teeng sacó a su buey favorito, Mijok, y lo sacrificó para celebrar un banquete. Estaba muy contento, pues le habían dado permiso para casarse con su hermana. Todo el mundo acudió al convite.
Una cometa bajó planeando y se enredó en el rabo del buey de Teeng, Mijok. A continuación, siguió volando hasta llegar a río donde pescaba Diirawic y lo depositó sobre su regazo. Ella miró la cola del animal y la reconoció. Se dijo: «Parece la cola del buey de mi hermano, Mijok. ¿Quién lo habrá matado? ¡Si yo lo dejé atado como siempre, y vivo!».
Las mozas intentaron consolarla diciendo:
—Diirawic, los rabos son todos iguales. Pero si es el rabo de Mijok, puede ser que hayan venido invitados importantes. Puede que haya entre ellos gente que desee desposarte. Tal vez Teeng haya decidido hacer los honores matando a su buey favorito. No ha pasado nada malo.
Diirawic seguía cuitada. Dejaron de pescar y le sugirieron volver todas juntas para averiguar qué le había sucedido al buey de su hermano.
Así que regresaron, y al llegar, la hermanita pequeña de Diirawic fue corriendo a abrazarla y a decirle:
—Querida hermana Diirawic, ¿sabes lo que ha pasado?
—No lo sé.
—En ese caso, te contaré un secreto. Pero no se lo digas a nadie, por favor, ni siquiera a nuestra madre.
—Venga, hermana, cuéntame.
—Teeng ha estado impidiendo que te casaras hasta ahora porque quiere casarse contigo —dijo su hermana—. Ahora ha sacrificado a su buey, Mijok, para celebrar que os habéis prometido. Mijok está muerto.
Diirawic se echó a llorar y dijo:
—Así que esa es la razón por la que Dios hizo volar la cometa con el rabo de Mijok enredado, e hizo que se posara en mi regazo. Pues amén. Yo no puedo hacer nada por remediar todo esto.
—Hermana —dijo la pequeña—, déjame continuar mi relato. Cuando tu hermano te atormenta y se olvida de que eres su hermana, ¿qué has de hacer? Te he encontrado un cuchillo. Él querrá dormir contigo en la choza. Esconde el cuchillo junto a la cama. Por la noche, cuando esté profundamente dormido, córtale los testículos. Él morirá. Y ya no podrá hacerte ningún daño.
—Hermana —respondió Diirawic—, me has dado un buen consejo.
Diirawic guardó el secreto y no les dijo a las mozas lo que había pasado, pero lloraba en cuanto se quedaba sola.
La muchacha fue entonces a ordeñar las vacas. La gente se bebió la leche. Sin embargo, cuando Teeng recibió su vaso de leche, lo rechazó. Y cuando le ofrecieron comida, también la rechazó. Tenía todo el corazón volcado en la hermana, pues en ella había depositado toda su alma.
A la hora de dormir, dijo:
—Me gustaría dormir en esa choza, Diirawic, así que vamos a compartirla.
Y así lo hicieron. La hermanita pequeña también insistió en dormir con ellos, en la misma choza. Así que durmió en el otro extremo de la casa. ¡En mitad de la noche, Teeng se levantó y se movió como suelen hacer los hombres! En ese mismo instante, se oyó un lagarto que decía:
—Vamos, Teeng, ¿es que te has convertido en un imbécil? ¿Cómo puedes comportarte de esta manera con tu hermana?
Él se sintió abochornado y volvió a tumbarse. Así estuvo esperando durante un rato y luego se levantó otra vez. Y cuando trató de hacer lo que suelen hacer los hombres, la hierba de la techumbre habló bien alto y le dijo:
—¡Qué imbécil! ¿Cómo se te puede olvidar que esta chica es tu hermana?
Él se avergonzó de nuevo y se calmó. Esta vez, aguantó mucho más tiempo, pero el deseo acabó por vencerlo y se levantó. Entonces, las vigas del techo alzaron la voz y dijeron:
—¡Caramba, este hombre es verdaderamente un idiota! ¿Cómo puedes poner tu corazón en el cuerpo de tu propia hermana? ¿Es que te has convertido en un imbécil sin remedio?
Y él se calmó. Esta vez se quedó quieto mucho tiempo, pero sus pensamientos volvieron a derivar hacia el mismo sitio.
Así siguió todo, prácticamente hasta el amanecer. Entonces, él alcanzó el punto en el que a un hombre se le encoge el corazón y se queda sin voluntad. Los muros de la cabaña hablaron y dijeron:
—Mono de ti, pues no eres ni un ser humano, ¿qué estás haciendo?
Los utensilios de la cocina le echaban reprimendas y hasta las ratas de la cabaña se reían de él. Todo a su alrededor empezó a gritar muy fuerte y a advertirle:
—Teeng, imbécil, ¿qué le estás haciendo a tu hermana?
Fue entonces cuando él cayó rendido sobre su espalda, abochornado y exhausto, y se quedó dormido.
La chiquilla se levantó y despertó a su hermana mayor, diciéndole:
—Boba, ¿es que no ves que está durmiendo? ¡Es el momento de cortarle los testículos!
Diirawic se levantó y se los cortó. Teeng murió.
Entonces, las dos muchachas se levantaron y tocaron los tambores de modo que a todo el mundo le quedó claro que aquel era un baile exclusivamente para chicas. No se admitiría a ningún hombre en el baile. Tampoco podrían participar las mujeres casadas ni los niños. Así que empezaron a acudir chicas que salían de sus chozas para unirse a la danza.
Diirawic se dirigió a ellas y les dijo:
—Hermanas, os he llamado para deciros que voy a adentrarme en la selva —y continuó explicándoles toda la historia y acabó así—: no quería desaparecer en secreto, sin tener la oportunidad de decíroslo y despedirme de vosotras.
En bloque, las chicas decidieron que no iban a quedarse en el pueblo mientras ella se marchaba.
—Si tu hermano te ha hecho eso —argumentaban—, ¿quién nos garantiza que nuestros hermanos no nos hacen lo mismo? ¡Tenemos que escaparnos juntas!
Conque todas las chicas de la tribu decidieron marcharse. Solo las niñas muy pequeñas se quedaron. Cuando estaban a punto de partir, la hermanita de Diirawic dijo:
—Quiero irme con vosotras.
Pero no la dejaban:
—Eres muy pequeña. Debes quedarte.
—En ese caso —replicó la niña—, chillaré muy fuerte y les contaré a todos lo que habéis tramado.
Y se puso a chillar.
—¡Chitón! —dijeron las mozas. Y, volviéndose hacia Diirawic, la instaron—: déjala que venga con nosotras. Es una niña con mucha voluntad. Se ha puesto de nuestra parte. ¡Si morimos, que muramos todas con ella!
Diirawic acabó cediendo y se marcharon. Caminaron, caminaron, caminaron y siguieron caminando hasta que llegaron a la frontera entre el territorio de los humanos y el de los leones. Llevaban sus hachas y sus lanzas en ristre: tenían todo lo que necesitaban.
Se dividieron el trabajo. Unas cortaban la madera para hacer las vigas y los postes; otras cortaban la hierba para hacer la techumbre. De esta manera, se construyeron una casa gigantesca: una casa de tamaño mucho mayor que un establo para el ganado. El número de mozas que se había dado a la fuga era tremendo. Fabricaron muchas camas y las colocaron dentro de la choza, e hicieron una puerta muy robusta para asegurar la seguridad del habitáculo.
El único problema que tenían era la falta de comida. No obstante, encontraron un hormiguero muy grande lleno de carne seca, grano y otros alimentos que les sirvieron de sustento. Se preguntaban de donde podía haber salido todo aquello. Diirawic les explicó:
—Hermanas, somos mujeres, y es la mujer quien perpetua la especie humana. Tal vez Dios se haya dado cuenta del trance en el que nos encontramos, y como no quiere vernos perecer, nos ha provisto de todo lo necesario. ¡Tomémoslo como una gracia divina!
Y así lo hicieron. Algunas fueron a reunir leña para hacer un fuego. Otras fueron por agua. Guisaron y comieron. Cada día bailaban la danza de las mujeres, pues eran muy dichosas, y luego dormían.
Un día, al anochecer, un león llegó buscando insectos y las halló danzando. Al ver tal número de mozas juntas, se asustó y se batió en retirada. Pues era un grupo tan nutrido que habría asustado a cualquiera.
Más tarde, sin embargo, al león se le ocurrió transformarse en perro e ir al recinto donde vivían las chicas. Y eso hizo: se acercó en busca de restos de comida. Algunas de las chicas lo apalearon y lo ahuyentaron, mientras que otras las regañaban diciendo:
—¡No lo matéis, que es un perro y los perros son nuestros amigos!
Pero las más escépticas respondían:
—¿Qué clase de perro vendría a este rincón del mundo tan desolado? ¿De dónde creéis que ha salido?
—¡Puede que haya venido siguiéndonos a nosotras, desde el campamento del ganado! ¡Quizá pensó que todo el campamento se trasladaba y por eso vino tras nosotras! —respondían las otras.
La hermana de Diirawic tenía miedo del perro. No lo había visto antes siguiéndolas. Y la distancia desde el campamento era tan enorme que el perro no podría haber recorrido solo todo ese trecho. Estaba preocupada, aunque no decía nada. Incapaz de conciliar el sueño, permanecía en vela mientras las demás dormían.
Una noche, el león llegó y tocó a la puerta. Había entreoído algunos de los nombres de las mozas de más edad, entre ellas Diirawic. Después de tocar a la puerta, dijo:
—Diirawic, por favor, ábreme la puerta.
Y la niña, despierta domo estaba, respondió con el siguiente cántico:
Achol está dormida,
Adau está dormida,
Nyankiir está dormida,
Diirawic está dormida,
¡Las mozas están dormidas!
Al oírla, el león repuso:
—Pero chiquilla, ¿qué te pasa, que estás despierta a estas horas?
—Querido señor, es por la sed que tengo. Sufro de una sed espantosa —respondió ella.
—¿Por qué? —respondió el león—, ¿es que las chicas no van al río por agua?
—Sí, pero desde que nací, yo no bebo agua de cacharros de barro ni de calabazas vacías. Solo bebo de recipientes hechos de juncos.
—¿Y ellas, no te traen agua en un recipiente de esos? —la interrogó el león.
—No. Solo traen agua en cacharros de barro y calabazas vacías, a pesar de que en casa tenemos recipientes hechos con juncos.
—¿Dónde hay un recipiente como ese que necesitas? —preguntó el león.
—¡Mira ahí fuera, en el entarimado!
Él lo cogió y fue a buscar agua para la niña.
El recipiente de juncos no servía para contener agua. El león pasó mucho rato intentando arreglarlo, poniendo arcilla en las ranuras, pero una vez lo tenía de nuevo relleno de agua, esta disolvía la arcilla y se colaba por las rendijas. El león siguió intentándolo hasta el amanecer. Luego, regresó con el recipiente de juncos, lo devolvió a su sitio y volvió corriendo a la espesura, adonde estaban las chicas, pues quería llegar antes de que se despertasen.
La cosa siguió así durante muchas noches. La niñita dormía solo con la luz del día, y las otras chicas se lo afeaban, diciéndole:
—¿Por qué duermes durante el día? ¿Es que no puedes dormir de noche? ¿Adónde te vas cuando se hace de noche?
Ella no les respondía, pero seguía angustiada. Había perdido tanto peso que se la veía flaca y huesuda.
Un día, Diirawic le habló así a su hermana:
—Nyanaguek, hija de mi misma madre, ¿qué tienes, que te has quedado tan flaca? Te dije que te quedases en casa. ¡Todo lo que nos sucede es demasiado para una criatura de tu edad! ¿Es a tu madre a quien echas de menos? No voy a permitir que hagas desgraciadas a las otras chicas. Y si es necesario, hija de mi madre, te mataré.
Pero la hermana de Diirawic no reveló la verdad. Las chicas siguieron abroncándola, pero ella no les decía nada de lo que había averiguado.
Un día, se sintió sobrepasada por las circunstancias y dijo:
—Mi querida hermana, Diirawic, ya ves que como. En realidad, tengo más comida de la que puedo acabarme, pero incluso si no me dieran comida, sobreviviría, pues tengo una voluntad muy firme. Tal vez sea capaz de soportar más que ninguna de las demás que estáis aquí. Lo que me aflige es algo que ninguna otra chica ha visto. Todas las noches, un león viene a importunarme. No he dicho nada porque soy persona de pocas palabras. El animal que pensabais que era un león es en realidad un perro, y yo me quedo despierta de noche para protegeros a todas y luego me duermo cuando se hace de día. Él viene y toca a la puerta, y luego pregunta por ti, llamándote por tu nombre, para que vayas a abrirle. Yo, para responderle, le canturreo y le digo que estáis todas dormidas. Cuando él se asombra y pregunta por qué estoy en vela, yo le contesto que es porque tengo sed y que solo bebo de un recipiente hecho de juncos, y que las chicas traen el agua en vasijas de barro y en calabazas vacías. Al oír esto, él va por agua y me la quiere traer para que beba, pero cuando ve que no puede evitar que el agua se salga del recipiente, regresa hacia el amanecer y desaparece, para presentarse de nuevo a la noche siguiente. He aquí lo que me está destruyendo, querida hermana. Me echas la culpa en vano.
—Tengo que decirte una cosa —respondió Diirawic—. Mantente tranquila y cuando él llegue, no le contestes. Yo me quedaré velando contigo.
Así lo acordaron. Diirawic tomó una larga lanza que habían heredado de sus ancestros y se quedó despierta, cerca de la puerta. El león llegó a la hora acostumbrada y se aproximó a la puerta, pero algo lo asustó, de manera que dio un respingo y retrocedió sin repicar. Tenía la sensación de que algo raro pasaba.
Por eso, se marchó y se quedó a cierta distancia durante un tiempo prudencial. Luego regresó a la puerta hacia el alba y dijo:
—¡Diirawic, ábreme la puerta!
Por toda respuesta, obtuvo silencio, así que repitió su ruego. Una vez más, solo obtuvo silencio. Entonces dijo:
—¡Bueno! ¡La chiquilla que siempre me respondía ha muerto, por fin!
Y trató de forzar la puerta. Cuando ya había roto lo suficiente como para meter la cabeza, Diirawic lo atacó con la larga lanza y lo obligó a regresar al patio.
—Por favor, Diirawic —imploró—, no me mates.
—¿Y por qué no? ¿Qué te trae por aquí?
—¡Solo vine buscando un sitio para dormir!
—De acuerdo, pues por eso voy a matarte —respondió Diirawic.
—Te lo ruego, permíteme ser tu hermano —continuó rogándole el león—. Nunca intentaré hacerle daño a nadie, nunca más. Me marcharé si no me quieres aquí. ¡Por favor!
Diirawic lo dejó marchar. Él se fue, pero cuando aún no había recorrido un gran trecho, volvió sobre sus pasos y les dijo a las chicas que estaban congregadas fuera:
—Ahora me voy, pero dentro de dos días vendré de nuevo con mi rebaño de reses astadas.
Y desapareció. Al cabo de dos días, volvió con sus reses astadas, tal y como había prometido. Se dirigió entonces a las chicas, diciéndoles:
—Aquí estoy. Es cierto que soy un león. Quiero que matéis a ese toro tan grande que hay en el rebaño. Usad su carne para domarme. Si siguiera viviendo con vosotras sin que me hayáis domado, podría ponerme agresivo por la noche y atacaros. Y eso sería una desgracia. Por eso, matad al toro y domadme, usando la carne como cebo.
Ellas accedieron y se abatieron sobre él y lo apalearon. Le dieron tantos palos que su pelambre se encrespó y atormentó el espinazo de la fiera, y al final se le cayó.
Mataron al toro y asaron su carne. Lo engañaban acercándole a las fauces un buen filete y apartándolo luego. Un cachorrillo brotó del chorro de saliva que le salía de las fauces al león. Ellas le propinaron un golpe fatal en la nuca. De nuevo se pusieron a apalear al león. Le ofrecieron otro grueso pedazo de carne, y cuando lo tenía cerca de la boca, lo retiraron de nuevo, y otro cachorro brotó del chorro de baba del león. Le volvieron a asestar un golpe en la cabeza y volvieron a apalear al león. Así, salieron hasta cuatro cachorros, y los cuatro acabaron muertos.
Con todo y con eso, de la boca del león no cesaba de manar un chorro indómito de saliva. Así que tomaron una gran cantidad de caldo hirviente y se lo hicieron tragar al león, de manera que toda la baba de su garganta se consumió. Se le quedaron las fauces abiertas de par en par y doloridas. No podía comer nada. Lo alimentaban solo con leche que le obligaban a tragar a la fuerza. Luego lo liberaron, y durante cuatro meses le dispensaron muchos cuidados, como si fuera una persona enferma. La garganta siguió martirizándolo durante todo este tiempo, y al final se recuperó.
Las chicas se quedaron otro año más en la espesura. Ya habían pasado cinco desde que dejaron su hogar.
El león les preguntó a las chicas por qué habían abandonado sus casas. Las chicas le respondieron que debía hacerle esta pregunta a Diirawic, pues ella era su lideresa. Él obedeció y le hizo a Diirawic la misma pregunta.
—Mi hermano quería hacer de mí su esposa —respondió Diirawic—, y por eso lo maté. No quería quedarme en el sitio donde había dado muerte a mi propio hermano, y por eso me marché. No temía por mi vida. Esperaba peligros como el que encontré al tropezarme contigo. Si me hubieses comido entonces, no se habría cumplido más que lo que yo esperaba.
—En fin, yo he acabado convirtiéndome en un hermano para todas vosotras —dijo el león—. Como hermano mayor vuestro que soy, opino que deberíais volver todas a casa. Mi ganado se ha multiplicado desde que lo traje. Las reses son vuestras. Si al llegar a vuestras casas halláis que en vuestra tierra se han perdido los rebaños, podréis sustituirlos. Y si no es así, los añadiréis al ganado que ya tengan vuestras familias, pues ahora, yo soy un miembro más de la tribu. Ya que tu único hermano murió, permíteme ocupar el lugar fraternal de Teeng. Aquieta tu alma y vuelve a casa.
Así, siguió suplicándole a Diirawic durante unos tres meses. Por fin, ella accedió, no sin antes haber llorado mucho. Cuando las mozas la veían llorar, se ponían a llorar también. Lloraban y seguían llorando porque veían llorar a su lideresa, Diirawic.
El león sacrificó un toro para enjugar sus lágrimas. Comieron la carne, y él les dijo:
—¡Esperemos tres días más, y luego marchémonos!
Sacrificaron muchos toros para honrar los territorios que iban atravesando de camino a su hogar, y fueron dejando ofrendas de carne a su paso por todo el trayecto. Mientras lo hacían, rezaban así:
—Esto es por los animales y los pájaros que nos han ayudado a seguir sanas durante todo este tiempo, protegiéndonos de la muerte y de la enfermedad. Que Dios os conduzca hasta esta carne para que podáis compartirla.
En la enorme residencia que se habían construido habían dejado encerrado un toro, con la siguiente plegaria:
—Querida casa nuestra, te entregamos este toro. Y tú, toro: si rompes la cuerda y sales de la casa, tu gesto constituirá una señal de gracia para la choza. Si, por el contrario, te quedas dentro, te legamos esta choza, pues nos vamos de aquí.
Y se marcharon. Durante toda su ausencia, la gente de la tribu había estado de luto. El padre Diirawic no se había cortado el pelo ni una sola vez. Se había dejado crecer el pelo en una mata indómita durante el duelo, y había descuidado su aspecto por completo. Su madre se hallaba en un estado parecido. Se había cubierto de cenizas para adquirir un tono grisáceo. El resto de los parientes de las chicas también estaban de luto, pero sobre todo hacían duelo por la pérdida de Diirawic. Que sus propias hijas hubieran desaparecido no les preocupaba tanto como la pérdida de Diirawic.
Los muchos hombres que habían pretendido a Diirawic también dejaron de cuidarse durante esa época de luto. Los jóvenes y las mozas solo se ponían dos cuentas en sus collares, pero los más viejos no llevaban ni una sola cuenta encima.
Las mozas llegaron y ataron sus rebaños a cierta distancia del poblado. Estaban guapísimas todas. Las que al irse de su casa aún eran inmaduras, habían madurado, y las de más edad habían alcanzado la flor de la vida y la cúspide de su hermosura. Habían florecido y también adquirido sabiduría y destreza con las palabras.
El chiquillo que hemos visto anteriormente como el hermano menor de Diirawic es ahora un adulto. Diirawic se parece ahora a su madre, que en su juventud había sido una joven extremadamente bella. Incluso ahora, a pesar de los años, mantiene su hermosura y su parecido con la hija es notable.
Se podría decir que, verdaderamente, el chiquillo no había conocido a su hermana, pues era demasiado joven cuando esta se había fugado con el resto de mozas. Pero cuando vio llegar a Diirawic pastoreando el nuevo ganado por las cañadas, advirtió el parecido evidente con su madre. Sabiendo que sus dos hermanas y las otras muchachas habían desaparecido del campamento hacía años, regresó y dijo:
—Madre, he visto una chica en el campamento del ganado que, por su aspecto, diría que es mi hermana, aunque no recuerde las caras de mis hermanas.
—¡Hijo mío, qué poca vergüenza tienes! ¿Cómo vas a reconocer a gente que se marchó del poblado poco después de que nacieras? ¡Cómo vas a recordar el rostro de personas que llevan muchos años muertas! ¡Esto debe de ser cosa de magia negra! ¡Un espíritu maléfico debe de estar detrás de todo! Y se echó a llorar, y todas las demás mujeres la imitaron.
Varias cohortes llegaron corriendo desde los distintos campamentos para mostrar su solidaridad. Todos lloraban, aunque a la vez le dedicasen palabras de consuelo.
Entonces llegó Diirawic con las otras mozas y dijo:
—Querida señora, ¿nos permite que le rapemos la cabellera del luto? Y todos los demás aquí presentes, ¡dejadnos que os rapemos la cabellera del luto!
Sorprendidos por sus palabras, respondieron:
—¿Y qué ha sucedido, para que nos rapemos el pelo del luto de repente?
Entonces, Diirawic les preguntó por el motivo de su duelo. La anciana se puso a llorar al oír a Diirawic, y le dijo:
—Querida niña, yo perdí a una chiquilla como tú. Murió hace cinco años, y cinco años son mucho tiempo. Ojalá hubiese muerto solo hace dos o tres años, pues me habría atrevido a creer que tú eras mi propia hija. Pero, tal y como están las cosas, no puedo. Sin embargo, hija mía, muy amada, verte me ha aquietado el corazón.
Diirawic alzó de nuevo la voz para decirle:
—Querida madre, todas y cada una de las niñas son hijas. Aquí me tienes a mí, en pie ante ti, y me siento como si fuera tu hija. Así que, te lo suplico, escucha lo que he de decirte como si lo oyeras de labios de tu propia hija. Hemos oído todas hablar de ti y de tu afamado nombre. Hemos venido de un lugar muy lejano para reunirnos contigo. Por favor, permítenos que te rapemos la cabeza. Te ofrezco cinco vacas como prenda de esta petición que te hago.
—Hija —respondió la mujer—, honraré esa petición tuya, pero no por las vacas: no me hace ninguna falta más ganado. Día y noche, no pienso más que en Diirawic, mi amada niña, a quien perdí. Incluso esta niña que ves aquí no significa nada para mí al lado de Diirawic, la hija que se me fue. Lo que lamento más es que Dios haya rechazado todas mis plegarias y no me haya respondido. He llamado a los espíritus de nuestro clan y he pedido ayuda también a mis ancestros, pero no me escuchan. Eso me llena de pesar. Escucharé tus palabras, hija mía. El hecho de que Dios te haya traído hasta aquí y puesto estas palabras en tu boca es suficiente para convencerme.
De modo que la raparon. Diirawic le entregó a la mujer unas faldas muy bonitas de cuero, hechas con pieles de animales que habían matado por el camino. No estaban hechas de pellejos de reses de ganado, como ovejas o cabras. Decoraron las orillas de las faldas con hermosas cuentas y compusieron bellos diseños con imágenes de reses en las faldas. En sus extremos dejaron el pelaje natural de los animales, pues así, tal cual, era muy vistoso.
La mujer lloraba y Diirawic le suplicó que se las pusiera. Y las chicas fueron y le llevaron leche de sus propios rebaños e hicieron un banquete. El padre de Diirawic recibió con muchas ganas el final del duelo. No así su madre, que continuó llorando cuando vio todos aquellos festejos.
Así que Diirawic se le acercó y dijo:
—Madre, aquieta tu corazón. Soy Diirawic.
Ella prorrumpió entonces en gritos de júbilo. Todo el mundo empezó a llorar: las mujeres mayores, las niñas pequeñas, todo el mundo. Incluso las mujeres ciegas salieron de sus chozas arrastrando los pies, a tientas, ayudándose con sus bastones, y lloraron. Algunos murieron durante el llanto. Sacaron los tambores a la calle y durante siete días se bailó, en medio de una atmósfera de gran alegría. Llegaban hombres de aldeas muy lejanas, cada uno con siete toros para sacrificar en honor de Diirawic. Nadie prestaba la mas mínima atención a las demás mozas, a quienes se negligió casi por completo porque todos estaban pendientes de Diirawic.
La gente danzó sin descanso, y mientras danzaban decían:
—Diirawic, si Dios te ha traído, nada malo puede estar pasando. Es su voluntad.
A lo que Diirawic reponía:
—Sí, he vuelto. Pero he vuelto con este hombre, para que ocupe el lugar de mi hermano Teeng.
—Muy bien —le contestaban sus paisanos—, porque ahora hay no hay nada que temer.
Había otros dos Teengs. Los dos eran hijos de jefes de tribus. Ambos se presentaron y le propusieron matrimonio a Diirawic. Se decidió que tendrían que competir. Se iban a hacer dos grandes kraals, y cada uno de los dos tendría que llenar de ganado su establo. Construyeron sendos kraals y los dos hombres se dispusieron a llenarlos de reses. Uno de los Teengs no logró llenar el establo del todo, mientras que el otro lo hizo tan bien que incluso le quedaron reses fuera, pues el kraal ya estaba repleto.
—No me casaré con nadie hasta que le entreguen a mi nuevo hermano cuatro chicas para que sean sus esposas. Solo entonces aceptaré casarme con el hombre que elijan las gentes de mi tribu.
Se quedaron escuchando sus palabras, y le preguntaron cómo se había convertido aquel hombre en su hermano. Ella les contó toda la historia, de cabo a rabo.
La gente no se opuso a sus deseos y eligieron a cuatro de las mozas más hermosas para su nuevo hermano. Diirawic aceptó en ese momento al hombre que había ganado la competición y fue entregada a su esposo. Ella seguía tratando al hombre-león como si fuera su verdadero hermano. Dio a luz primero a un hijo y luego a una hija. Parió hasta doce hijos, pero al nacer el decimotercero, se vio que tenía los rasgos de un león. Su hermano-león había llevado a su familia al poblado y estaba viviendo allí cuando el niño nació. Los campos de Diirawic eran adyacentes a los de su hermano. Sus hijos jugaban juntos. Mientras jugaban, el niñito-león, que era todavía un bebé, se ponía faldas de cuero y cantaba. Cuando Diirawic regresó, los niños se lo contaron, pero ella negaba todos estos testimonios y decía:
—Sois unos embusteros. ¿Cómo va a hacer eso un niño tan pequeño?
Aunque ellos le explicaron que los había pellizcado y que les había hundido las uñas en la carne y luego les había chupado la sangre de las heridas, su madre desoyó todas aquellas quejas y los trató de mentirosos.
El hermano-león, por su parte, empezó a hacerse muchas preguntas sobre el niño. Se decía:
—¿Se puede comportar un ser humano recién nacido de este manera?
Diirawic se propuso despejar sus dudas. Sin embargo, un día su hermano se escondió y vio al niño bailando y cantando de una manera que lo dejó convencido de que era un león, no un humano. Así que fue a decirle a su hermana:
—¡Lo que pariste era un león! ¿Qué vamos a hacer ahora?
—¿Qué quieres decir? Es mi hijo, y como tal ha de ser tratado.
—Creo que deberíamos matarlo —dijo el hermano-león.
—Eso es imposible —dijo ella—, ¿cómo voy a permitir que maten a mi propio hijo? Se acabará adaptando a las costumbres humanas y ya no será tan agresivo.
—No —siguió diciendo el león—, aunque sí podemos envenenarlo, si quieres que tenga una muerte dulce.
—¿De qué estás hablando? —le replicó su hermana—, ¿acaso has olvidado que tú mismo eras un león y que luego te domaron para convertirte en humano? ¿Será cierto que los viejos acaban perdiendo la memoria?
El muchachito creció en compañía de los demás niños, pero al alcanzar la edad en la que todos se ponían a pastorear los rebaños, él empezó a desangrar niños, matándolos uno por uno para chuparles toda la sangre. Les ordenaba que no dijeran ni una palabra, y los amenazaba con matarlos y comérselos luego si se lo decían a sus mayores. Los niños regresaban siempre a casa cubiertos de llagas, y cuando les preguntaban, decían que se las habían hecho con las espinas de los árboles.
Con todo, el león no los creía. Les decía que parasen ya de mentir y que dijesen la verdad, pero ellos no obedecían.
Un día, él se les adelantó y se ocultó en la copa de un árbol bajo el cual se solían refugiar para pasar el día. Vio al niño-león mientras desangraba a varias criaturas y les chupaba la sangre. Allí mismo le clavó su lanza y el niño murió.
Después, se dirigió a los niños y les preguntó por qué le habían escondido la verdad durante tanto tiempo. Ellos le explicaron entonces cómo los había amenazado el niño-león, y él fue a contarle a su hermana, Diirawic, lo que había hecho.