La mujer
que se casó
con la esposa de su hijo
Inuit
abía una vez una anciana que deseaba a la esposa de su hijo, una joven muy guapa. Este hijo suyo era cazador y a menudo se marchaba y no reaparecía hasta varios días más tarde. Una vez, en una de esas ausencias, la anciana se sentó y se hizo un pene de huesos y piel de foca. Después, se ajustó el pene a la cintura con una cuerda y se lo enseñó a su nuera, que exclamó:
—¡Qué bonito…!
Y durmieron juntas. Pronto, la anciana empezó a salir de caza en un gran kayak de piel, igual que su hijo. Y, cuando regresaba, se quitaba la ropa y movía los pechos arriba y abajo, diciendo:
—¡Duerme conmigo, mi amada mujercita! Duerme conmigo…
Sucedió un día que el hijo regresó de su expedición y vio a las focas de su madre tumbadas delante de su casa. Preguntó entonces a su mujer:
—¿De quién son esas focas?
Ella replicó:
—No es de tu incumbencia.
Como sospechaba de ella, cavó un hoyo detrás de su casa y se escondió allí. Se imaginaba que algún cazador estaría beneficiándose a su mujer en su ausencia. Sin embargo, no tardó en divisar a su propia madre, que remaba en dirección a la casa, montada en un kayak con una gran foca capuchina. Tanto la madre como el hijo cazaban siempre focas capuchinas muy grandes. La anciana llegó a la orilla y se quitó la ropa antes de empezar a mover los pechos arriba y abajo, mientras decía:
—Dulce mujercita mía, te lo ruego, haz el favor de despiojarme…
El hijo no quedó muy complacido con el comportamiento de su madre. Enseguida salió de su escondite y le dio tal palo a la anciana que la mató.
—Ahora —le dijo a su esposa—, vas a tener que venirte conmigo pues el que era nuestro hogar está maldito, y debemos marcharnos.
La esposa se puso a tiritar y a temblar con violencia. Lloraba y se lamentaba:
—Has matado a mi querido esposo.
Y así siguió llorando, desconsolada.