La chiquilla sabia

Rusia

os hermanos emprendieron un viaje juntos: uno era pobre y el otro rico, y cada uno tenía un caballo; el del pobre era una yegua, y el del rico, un caballo capón. Hicieron un alto para pasar la noche, uno al lado del otro. La yegua del hombre pobre dio a luz a un potro durante la noche, y el potro rodó sobre sí mismo y se refugió bajo el carromato del hombre rico. A la mañana siguiente, el hombre rico despertó a su pobre hermano diciendo:

—¡Levántate, hermano! Esta noche, mi carromato ha parido un potrillo.

El hermano se levantó y dijo:

—¿Cómo es posible que a un carromato le nazca un potro? ¡Si ha nacido un potro, habrá sido de mi yegua!

El hermano rico dijo:

—Si tu yegua fuese la madre, lo habríamos encontrado yaciendo debajo de ella.

Para acabar con aquella disputa, fueron a dar cuenta a las autoridades. El hombre rico les dio dinero a los jueces; el pobre presentó su propia defensa tan elocuentemente como pudo.

Finalmente, el asunto llegó a oídos del mismísimo zar. Este llamó a ambos hermanos y les propuso cuatro acertijos:

—¿Cuál es la cosa más fuerte y más veloz del mundo entero? ¿Cuál es la cosa más gorda del mundo? ¿Y la cosa más suave? ¿Y cuál es la cosa más adorable?

Les dio tres días de plazo y les dijo:

—Al cuarto día, venid a verme con vuestras respuestas.

El hombre rico caviló y caviló, y se acordó de su madrina, a la que fue a pedir consejo. Ella le ordenó que se sentase a la mesa, le ofreció ricos manjares y bebida en abundancia y le preguntó:

—¿Por qué estás tan triste, ahijado mío?

—El soberano me ha propuesto cuatro acertijos y me ha dado solo tres días para resolverlos.

—¿Cuáles son esos acertijos?

—¿Cuál es la cosa más fuerte y más veloz del mundo entero?

—¡Ese no es difícil! Mi marido tiene una yegua zaina… Nada en el mundo es más ágil que ella: si la arreas con una fusta, es capaz de adelantar hasta a una liebre.

—El segundo acertijo es: ¿cuál es la cosa más gorda del mundo?

—Llevamos dos años cebando un jabalí moteado y se ha puesto tan gordo que apenas se sostiene sobre las patas.

—El tercer acertijo es: ¿cuál es la cosa más suave del mundo?

—Eso lo sabe cualquiera… Es el plumón de pato: no me viene a la cabeza cosa más suave.

—El cuarto acertijo es: ¿cuál es la cosa más adorable del mundo?

—La cosa más adorable del mundo es mi nieto, Ivanushka.

—Gracias, madrina, por haberme aconsejado tan bien. Te estaré agradecido el resto de mi vida.

En cuanto al hermano pobre, lloró amargamente y se fue a su casa. Su hija de siete años se topó con él —era su única hija— y le preguntó:

—Padre, ¿por qué suspiras y lloras?

—¡Cómo no voy a llorar! No puedo evitarlo, porque el zar me ha propuesto cuatro acertijos y no voy a ser capaz de dar con la solución jamás.

—Dime, ¿cuáles son esos acertijos?

—Aquí están, querida hijita: ¿cuál es la cosa más fuerte y más veloz del mundo? ¿Y la cosa más gorda, y la más suave, y cuál es la cosa más adorable del mundo entero?

—Padre, ve a ver al zar y dile que la cosa más fuerte y veloz del mundo es el viento, y la más gorda es la tierra, pues alimenta a todo cuanto crece y vive sobre ella. La cosa más suave de todas es la mano, pues el hombre, donde quiera que se tumbe, la usa para echarse sobre ella, y no hay nada más adorable en este mundo que el sueño.

Los dos hermanos, el pobre y el rico, fueron a ver al zar. El zar escuchó sus respuestas a los acertijos, antes de preguntarle al pobre:

—¿Has resuelto tú solo los acertijos o lo ha hecho alguien por ti?

El hombre pobre respondió:

—Su Majestad, tengo una hija de siete años que me proporcionó las respuestas.

—Si tu hija es tan sabia, toma esta madeja de hilo de seda para ella: dile que me teja una toalla y que la borde para mí y me la traes mañana por la mañana.

El campesino tomó la madeja de hilo de seda y se marchó a su casa con el corazón en un puño.

—Estamos en un verdadero apuro —le dijo a su hija—. El zar te ha ordenado tejer una toalla con este hilo.

—No sufras, Padre —dijo la chiquilla. Desprendió a continuación una ramita de una escoba, se la dio a su padre y le dijo—: Ve al zar y dile que busque un maestro artesano que sea capaz de hacer un telar con esta ramita, y con él le haré su toalla.

El zar lo escuchó y le dio ciento cincuenta huevos, diciendo así:

—Dale a tu hija estos huevos, para que mañana nazcan de ellos ciento cincuenta pollos.

El campesino regresó a su casa todavía más compungido que la primera vez.

—¡Ay, hija mía! —dijo—, apenas has salido de un apuro para meterte en otro.

—No sufras, Padre —respondió la niña de siete años. Frió los huevos para el almuerzo y para la cena y mandó a su padre a ver al rey—. Dile —le encargó a su padre— que necesitaríamos cosechar grano en tan solo un día para dar de comer a los pollos. En un día habría que arar el campo, sembrar el mijo, recolectarlo y trillarlo… Nuestros pollos no comen otro grano.

El zar escuchó estas palabras y repuso:

—Ya que tu hija es tan sabia, dile que se presente ante mí mañana por la mañana. Pero que no venga a pie ni a caballo ni desnuda ni vestida, y que no traiga ni regalo ni obsequio alguno.

—Ahora —pensó el campesino— sí que mi hija no va a poder resolver un acertijo tan difícil: estamos perdidos.

—No sufras —dijo la chiquilla, de siete años—. Ve a ver a los cazadores y cómprame una liebre y una codorniz vivas.

El padre le compró la liebre y la codorniz.

A la mañana siguiente, la chiquilla de siete años se quitó la ropa, se echó una red por encima, cogió la codorniz en una mano, se sentó sobre la liebre y se fue así al palacio. El zar la fue a recibir a la puerta. Ella le hizo una reverencia, a la vez que decía:

—Aquí os traigo un pequeño obsequio, Majestad. —Y le entregó la codorniz.

El zar estiró el brazo, pero la codorniz sacudió las alas y, con un rápido aleteo, desapareció en el aire.

—Muy bien —dijo el zar—, has hecho lo que te había ordenado. Ahora, dime: como tu padre es tan pobre, me pregunto de qué vivís.

—Mi padre coge peces en la orilla de la playa, aunque nunca pone cebo en el agua, y yo hago sopa sobre mi falda.

—¡Pero qué necia eres! ¡Los peces no han vivido nunca en la orilla, sino mar adentro!

—Y tú, ¿acaso tú eres sabio? ¿Quién ha visto alguna vez que un carromato dé a luz a un potro? Los potros nacen de las yeguas, no de los carros.

El zar le concedió el potro al pobre campesino y quiso que su hija viviera en palacio, y cuando creció se casó con ella, convirtiéndola así en zarina.

Cuentos de hadas
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