La búsqueda de la suerte

Grecia

or continuar con la historia sin interrupciones: había una anciana que tenía una gallina. Igual que ella, la gallina estaba ya entrada en años y era una buena trabajadora: todos los días ponía un huevo. La anciana tenía un vecino también anciano, un viejo achacoso que cuando ella se iba a cualquier sitio aprovechaba para robarle el huevo. La pobre mujer estaba siempre al acecho para atrapar al ladrón, pero nunca lo lograba, ni quería tampoco acusar a nadie, de manera que se le ocurrió la idea de ir a preguntarle al Sol Inmortal.

Emprendió entonces el viaje y en el camino se encontró con tres hermanas, las tres solteronas. Cuando las vio, se pusieron a correr tras ella para averiguar adónde se encaminaba. Ella les contó en qué apuro se hallaba.

—Y, ahora —dijo—, voy de camino a ver al Sol Inmortal, para preguntarle quién puede ser el hijo de puta que me está robando los huevos y que inflige así tal crueldad a una pobre anciana fatigada como yo.

Cuando las chicas lo oyeron, se le echaron las tres sobre los hombros exclamando:

—¡Oh, tiíta, se lo suplicamos, pregúntele también por nosotras: qué nos sucede, pues no encontramos marido!

—Muy bien —dijo la anciana—. Se lo preguntaré. Puede que atienda todas mis peticiones.

Así que continuó, y se tropezó con una anciana que tiritaba de frío. Cuando la anciana la vio y supo adónde se dirigía, empezó a implorarle:

—¡Te suplico, anciana, que le preguntes algo también de mi parte: qué me sucede, pues nunca entro en calor pese a llevar encima tres abrigos de pieles, uno sobre el otro!

—Muy bien —dijo la anciana—, se lo preguntaré, pero ¿cómo puedo ayudarte yo?

Así que continuó y llegó a un río que discurría turbio y oscuro como la sangre. Había escuchado su rumor desde muy lejos; un rumor que había provocado que sus rodillas temblasen de miedo. Cuando el río la vio, también le preguntó con su voz salvaje y enojada adónde se encaminaba. Ella le dijo lo que tenía que decir. El río le pidió:

—Si es así, pregúntale también acerca de mí: qué me aflige, por qué no puedo discurrir con calma.

—Muy bien, mi querido río, muy bien —dijo la anciana, sumida en un pavor tal que apenas podía proseguir la marcha.

Así que continuó adelante, hasta que llegó a un risco gigantesco, monstruoso, que llevaba muchísimos años suspendido en el vacío y ya no podía caer ni dejar de caer. El risco le suplicó a la anciana que preguntase qué fuerza lo estaba oprimiendo, que no permitía que cayera de una vez y dejara tranquilos a cuantos pasaban por debajo de él.

—Muy bien —dijo la anciana— le preguntaré. No es mucho pedir por tu parte y puedo asumir la responsabilidad.

Dicho esto, la anciana se dio cuenta de que era ya muy tarde, así que levantó los pies del suelo y… ¡cómo corrió! Cuando alcanzó la cresta de la montaña, vio al Sol Inmortal, que se estaba atusando la barba con un peine dorado. En cuanto este la divisó, le dio la bienvenida solemnemente, le ofreció un escabel para que se sentara y le preguntó por qué se había acercado hasta allí. La anciana le contó lo que sucedía con los huevos que ponía su gallina:

—Postrada a tus pies te lo imploro —suplicó—, dime quién es el ladrón. Ojalá lo supiera ya: de ser así, no estaría ahora maldiciendo de esta manera demencial y llenando de rencor mi alma. Además, mira: te he traído este pañuelo lleno de peras de mi huerto y una cesta repleta de panecillos que yo misma he horneado.

El Sol Inmortal repuso:

—El hombre que roba tus huevos es ese vecino tuyo. Pero, mira, no le digas nada: déjaselo a Dios, que al final le dará el escarmiento que merece.

—Mientras venía hasta aquí —le dijo la anciana al Sol Inmortal— me encontré a tres chicas, solteras, ¡y cómo me imploraron…! «Pregúntale sobre nosotras, qué nos aflige, que no encontramos marido.»

—Ya sé de quiénes me hablas. No son chicas que nadie desee tener por esposas. Son vagas, no tienen madre para guiarlas, ni padre tampoco, de manera que cada día se despiertan y barren la casa sin haber esparcido agua antes, así que cuando pasan la escoba me llenan los ojos de polvo, ¡y estoy hasta el gorro de ellas! ¡No las aguanto! Diles que desde hoy tendrán que levantarse antes del alba y esparcir agua por el suelo de la casa antes de barrer. Si lo hacen, enseguida se casarán. Y no pienses más en ellas de camino a casa.

—También traigo otra petición, de una anciana que me dijo: «Pregúntale de mi parte qué me sucede, que nunca entro en calor pese a llevar encima tres abrigos de pieles, uno sobre el otro».

—Debes decirle que entregue dos de ellos como obra de caridad, para salvar su alma, y así entrará en calor.

—También vi un río turbio y oscuro como la sangre, con el caudal erizado de remolinos y rápidos. El río me rogó: «Pregúntale de mi parte: ¿qué he de hacer para discurrir con calma?».

—El río debe ahogar a un hombre, y así quedará en calma. Cuando llegues a sus orillas, vadea primero la corriente y luego dile lo que te acabo de decir, pues si no lo haces, serás presa tú del río.

—También me encontré con un risco: ha pasado años y años suspendido en el vacío y no hay manera de que caiga.

—Ese risco debe dar asimismo muerte a un hombre y así encontrará reposo. Cuando pases por delante de él y lo dejes atrás, pero no antes, has de contarle lo que te acabo de decir yo a ti.

La anciana se levantó, le besó la mano, se despidió con mucha solemnidad y bajó de la montaña. En el camino de regreso llegó hasta el risco, que estaba al acecho, esperándola. Se apresuró y pasó de largo antes de pararse a decirle lo que tenía que decir. Cuando el risco oyó que tenía que caer y dar muerte a un hombre, se enojó y no supo cómo actuar.

—¡Ah! —le dijo a la anciana—: si me lo hubieses dicho antes, tú misma habrías sido mi presa.

—Que todos mis problemas sean tuyos —dijo la anciana, y (discúlpenme la vulgaridad) se dio una palmada en el trasero.

Continuó la marcha y llegó a las proximidades del río. Por el rugido que emitía, se percató de lo atribulado que debía de encontrarse y de que seguramente estaba esperando a que ella llegara y le contase lo que le había dicho el Sol Inmortal. Se apresuró y vadeó la corriente antes de explicarle lo que había averiguado. Cuando el río lo oyó, montó en cólera. El acceso de mal humor fue tal que el agua se enturbió más que nunca.

—¡Vaya! —exclamó el río—, ¿por qué no sabía yo esto? Podría haberte quitado la vida a ti, una anciana a quien nadie quiere ya.

La anciana se asustó tanto que ni siquiera se dio la vuelta para mirar al río.

Apenas había recorrido un corto trecho cuando divisó un humillo cernirse sobre los tejados de la aldea y percibió a continuación el gustoso aroma de las cocinas. Fue entonces con premura a ver a la anciana que no conseguía entrar en calor y le contó lo que le habían encargado que dijese. La mesa estaba puesta con manteles limpios y se sentó a comer con ellos: compartían un estupendo asado de cuaresma que estaba para chuparse los dedos.

Luego fue a visitar a las solteronas. Desde que la anciana se había despedido de ellas, no habían dejado de pensar en ella, hasta el punto de que ni siquiera encendían el hogar en su casa ni lo apagaban: se pasaban el tiempo con los ojos puestos en la carretera, para no arriesgarse a no ver a la anciana si pasaba por delante. En cuanto esta las vio, fue a sentarse con ellas y les explicó lo que el Sol Inmortal le había contado que tenían que hacer. A partir de ese momento, ellas empezaron a levantarse antes de que amaneciera, de madrugada, para esparcir agua por el suelo de la casa y barrerla, lo cual atrajo a los pretendientes, que empezaron a llegar de nuevo, cada uno desde un lugar distinto, para pedirles matrimonio. De modo que todas lograron casarse y vivieron felices.

En cuanto a la anciana que no conseguía entrar nunca en calor, entregó dos de sus abrigos de pieles para salvar su alma, y de inmediato sintió que su cuerpo se templaba. El río y el risco les quitaron la vida a sendos hombres y con ello hallaron la paz.

Cuando la anciana regresó a su casa, se dio cuenta de que su vecino estaba a las mismísimas puertas de la muerte. Al partir ella en busca del Sol Inmortal, él se quedó sumido en un miedo tal que algo terrible le pasó: le empezaron a brotar plumas de gallina de la cara. No pasó demasiado tiempo antes de que partiese hacia esa gran aldea de donde nadie regresa jamás. En adelante, a la anciana no le faltó nunca más un huevo, y pudo comerlos hasta que el mismo día de su muerte, y ese día, murió también su gallina.

Cuentos de hadas
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