La chica que se quedó
colgada de un árbol

África Occidental

e aquí lo que hizo cierta mujer.

En aquel entonces, vivía en la espesura, escondiéndose de todo el mundo. Tenía con ella a una sola hija, que solía encaramarse a la rama de un árbol para fabricar cestos.

Un día, en cuanto la madre se marchó con una partida de caza, apareció un hombre. Y se encontró a la chica haciendo cestos, como de costumbre.

—¡Caramba, caramba! —dijo—. ¡Hay gente en la espesura! Y esa chica, ¡qué bella es! Aunque la han dejado sola. Si el rey quisiese casarse con ella, ¿no le dejarían vía libre todas las demás reinas?

En cuanto regresó a la ciudad, fue directo a la casa del rey y le dijo:

—Mi señor, he descubierto a una mujer de tal belleza que, si la llamas para que venga hasta aquí, todas las reinas que tienes en tu casa no tardarán en irse al verla aparecer.

A la mañana siguiente, se convocó a los ciudadanos, que se dispusieron a afilar sus hachas. A continuación, se pusieron en camino hacia la espesura. Cuando avistaron el lugar, comprobaron que la madre se había ido una vez más a cazar.

Pero antes de marcharse, había preparado gachas para su hija y había colgado carne para ella. Solo después de hacerlo inició su expedición.

La gente dijo:

—Déjanos talar el árbol al que se ha subido la chica.

Y se aplicaron a ello con sus hachas. La chica empezó a cantar de inmediato:

¡Madre, vuelve!

Madre, hay un hombre cortando nuestro árbol de sombra.

¡Madre, vuelve!

Madre, hay un hombre cortando nuestro árbol de sombra.

¡Corta! Aquí está el árbol del que como, cayendo.

Aquí está, cayendo.

La madre apareció por allí, como caída del cielo:

Tantos como sois, os coseré con la aguja grande.

¡Coser! ¡Coser!

Y cayeron al suelo de inmediato… La mujer no dejó más que a uno libre, para que regresase y difundir la noticia.

—Vete —le ordenó—, y encárgate de difundir la noticia.

Y él se marchó…

Cuando llegó a la ciudad, la gente preguntó:

—¿Qué ha sucedido?

—Allá —dijo él—, ¡donde hemos estado…! ¡Las cosas se han puesto bastante feas!

Igualmente, cuando se presentó delante del rey, este le preguntó:

—¿Qué ha pasado?

—Mi señor —respondió él—, nos han vencido estrepitosamente. Solo yo he podido regresar.

—¡Bakoo! ¡Todos muertos! Si es así, id mañana al kraal [4] que se encuentra justo ahí y traed a más gente. Mañana por la mañana, dejadlos ir y traedme a la mujer.

Durmieron hasta hartarse.

A la mañana siguiente, los hombres afilaron sus hachas y se acercaron al lugar en cuestión.

También ellos llegaron y encontraron que la madre se había marchado, aunque había dejado las gachas listas para que las comiera y la carne colgada del árbol.

—Traed las hachas.

Y, dicho esto, se dispusieron a talar el árbol de sombra. Pero la canción ya había dado comienzo:

¡Madre, vuelve!

Madre, hay un hombre cortando nuestro árbol de sombra.

¡Madre, vuelve!

Madre, hay un hombre cortando nuestro árbol de sombra.

¡Corta! Aquí está el árbol del que como cayendo.

Aquí está, cayendo.

La madre se dejó caer en medio de ellos, cantando a su vez:

Tantos como sois, os coseré con la aguja grande.

¡Coser! ¡Coser!

Y murieron uno a uno. La mujer y su hija recogieron del suelo sus hachas…

—¡Olo! —dijo el rey cuando se lo contaron— Hoy deja a todas cuantas estén embarazadas que den a luz a sus hijos.

De modo que, enseguida, parió una mujer tras otra. Pronto hubo una fila de recién nacidos.

Luego, todo el grupo se dispersó, haciendo un confuso ruido.

Cuando la chica vio esto, dijo:

—No es cosa de broma todo esto que está pasando. Ahí llega un ejército rojo, con el cordón umbilical todavía colgando.

A ella la encontraron en su sitio, encaramada a la rama del árbol.

«Vamos a darles unas pocas gachas», pensó la chica.

Sin pensárselo dos veces, les regó la cabeza con las gachas, pero los recién nacidos no se las comieron.

El que había nacido en último lugar se subió al árbol de sombra, agarró los cestos que la chica estaba fabricando y dijo:

—Ahora, traedme un hacha.

La chica gritó una vez más:

¡Madre, vuelve!

Madre, hay un hombre cortando nuestro árbol de sombra.

¡Madre, vuelve!

Madre, hay un hombre cortando nuestro árbol de sombra.

¡Corta! Aquí está el árbol del que como, cayendo.

Aquí está, cayendo.

La madre se dejó caer en medio de la muchedumbre:

Tantos como sois, os coseré con la aguja grande.

¡Coser! ¡coser!

Pero ya se había formado una tropa y estaban arrastrando a la chica. La habían atado con sus cordones umbilicales: sí, ¡con sus cordones umbilicales! La madre siguió con su conjuro:

Tantos como sois, os coseré con la aguja grande.

¡Coser! ¡Coser!

¡Todo en vano! La tropa ya estaba en los campos y el ngururu subió hasta muy alto y alcanzó la morada de Dios, y pronto los niños estuvieron de regreso en la ciudad.

Cuando llegaron, la madre les dijo:

—Puesto que os habéis llevado a mi niña, debo deciros algo: ella no puede dar golpes en el mortero, ni tampoco ir a buscar agua por la noche. Si la obligáis a hacer una de esas cosas, ¡os lo advierto!, sabré dónde encontraros.

Después, la madre volvió a su morada en la espesura.

Al día siguiente, el rey dijo:

—Vayamos a cazar.

Y a su madre le dijo:

—Mi esposa no puede dar golpes en el mortero. Solamente puede fabricar cestos con su aguja, nada más.

Mientras el esposo estuvo fuera, viajando por las despejadas planicies, las otras esposas, junto a su suegra, decían:

—¿Y por qué ella no ha de machacar el mortero?

Cuando le dijeron a la chica que se pusiese a golpear en el mortero, ella respondió:

—No.

Le llevaron un cesto de sorgo.

La suegra en persona apartaba del mortero el grano molido y las demás esposas, a su vez, le llevaban más maíz y lo colocaban dentro.

Y así, la chica se puso a machacar, al tiempo que cantaba:

¡Machaco! En casa, yo no machaco,

pero aquí machaco para celebrar mi boda.

¡Yepu! ¡Yepu!

Si machaco, llegaré hasta la casa de Dios.

Empezó a hundirse en el suelo, pero continuó con su cántico:

¡Machaco! En casa, yo no machaco,

pero aquí machaco para celebrar mi boda.

¡Yepu! ¡Yepu!

Si machaco, llegaré hasta la casa de Dios.

Pronto estuvo hundida hasta la cadera, y luego hasta el pecho.

¡Machaco! En casa, yo no machaco,

pero aquí machaco para celebrar mi boda.

¡Yepu! ¡Yepu!

Si machaco, llegaré hasta la casa de Dios.

Y entonces se encontró cubierta hasta el cuello. El mortero continuó por sí solo, machacando el grano contra el suelo. Finalmente, la chica desapareció del todo.

Cuando ya no se veía nada de ella, el mortero seguía aún golpeando el suelo igual que antes.

Las mujeres dijeron entonces:

—Ahora, ¿qué podemos hacer?

Y fueron a llamar a una grulla y le dijeron:

—Vete a darle la noticia a su madre. Pero antes, haznos saber lo que le vas a decir.

La grulla respondió:

¡Wawani! ¡Wawani!

Ellos dijeron:

—Eso no significa absolutamente nada. Vuelve. Deja que enviemos mejor al cuervo.

Llamaron al cuervo:

—Dinos, ¿cuál es el mensaje que darás?

El cuervo dijo:

¡Kwa! ¡Kwa! ¡Kwa!

—El cuervo no sabe cómo se avisa a la gente. Ve tú, codorniz. ¿Cómo avisarás tú?

La codorniz dijo:

¡Kwalulu! ¡Kwalulu!

—La codorniz tampoco sabe cómo hacerlo. Vamos a llamar a las palomas.

Y dijeron:

—Dejadnos que os oigamos, palomas: ¿cómo pretendéis a llamar a su madre?

Y entonces oyeron:

¡Cucú! ¡Cú!

La-que-amamanta-al-sol se ha ido,

La-que-amamanta-al-sol.

Tú, que cavas,

La-que-amamanta-al-sol se ha ido,

La-que-amamanta-al-sol.

Ellos dijeron:

—Ve: tú sí sabes cómo se hace.

Al oír a las palomas, la madre acudió. Iba de camino hacia la ciudad. Llevaba medicinas en el fragmento roto de una vasija, y también colas de animales con los que batía el aire.

Por la carretera, se encontró a una cebra:

Cebra, ¿qué estás haciendo?

—Nsenkenene.

La esposa de mi padre ha muerto.

—Nsenkenene.

¡Oh, madre! Vas a morir.

—Nsenkenene.

La cebra murió. La mujer continuó adelante, adelante, hasta que se topó con gente cavando:

Vosotros, que caváis, ¿qué estáis haciendo?

—Nsenkenene.

La esposa de mi padre ha muerto.

—Nsenkenene.

¡Oh, madre! Vas a morir.

—Nsenkenene.

Ellos también murieron. La mujer continuó adelante, adelante, hasta toparse con un hombre que estaba sacudiendo una piel:

Tú, que sacudes, ¿qué estás haciendo?

—Nsenkenene.

La esposa de mi padre ha muerto.

—Nsenkenene.

¡Oh, madre! Vas a morir.

—Nsenkenene.

Cuando llegó a la ciudad dijo:

Deja que recoja, deja que recoja

las reses de mi madre.

Mwinsa, levántate.

Deja que recoja yo las reses.

Déjame que recoja, déjame que recoja

las reses de mi padre.

Mwinsa, levántate.

Deja que recoja yo las reses.

En ese momento oyó el mortero, que aún resonaba justo encima de la cabeza de la niña.

Y por último roció el suelo con una de las medicinas, y luego con otra.

La niña, bajo tierra, seguía machacando. Poco a poco, su cabeza fue emergiendo del suelo. Después apareció el cuello, y la canción se oyó de nuevo:

¡Machaca! En casa yo no machaco,

aquí machaco para celebrar mi boda.

¡Yepu! ¡Yepu!

Si machaco, iré a la casa de Dios.

Ya se veía el cuerpo entero de la niña. Al final, dio un salto y salió a la superficie.

Ya he terminado.

Cuentos de hadas
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