Šāhīn

Árabe de palestina

abía una vez un rey (y no hay más reinado que el de Alá: ¡alabado y ensalzado sea!) que tenía una sola hija. No tenía más descendencia y estaba muy orgulloso de esta hija. Un día, ella estaba holgazaneando por el palacio cuando llegó a visitarla la hija del visir. Se sentaron las dos y se dieron cuenta de lo aburridas que estaban.

—Aquí estamos, las dos sentadas y aburriéndonos como ostras —dijo la hija del visir. ¿Por qué no salimos y nos divertimos un poco?

—Vale —dijo la otra.

Después de mandar que fueran a buscar a las hijas de los ministros y demás dignatarios del estado, la hija del rey las congregó a todas y las condujo luego al huerto de su padre, para que tomaran un poco el aire, cada una por su cuenta.

La hija del visir estaba paseándose cuando de repente se tropezó con un anillo de hierro. Lo agarró y estiró de él, y ¡oh, maravilla!: la puerta de un pasaje subterráneo se abrió ante ella. Ni corta ni perezosa, se adentró en la galería. Las demás chicas estaban distraídas, cada una a su manera, así que no se dieron cuenta. Una vez dentro de la galería subterránea, la hija del visir se encontró con un joven que llevaba la camisa remangada. Además, para gran sorpresa de la chica, este llevaba consigo venados, perdices y conejos, y estaba muy atareado desplumando y desollando animales.

Antes de que advirtiera su presencia, ella ya lo había saludado con solemnidad:

—¡La paz sea contigo!

—¡Paz para ti también! —respondió él, algo apabullado—. ¿Qué eres tú, hermana, un ser humano o un jinn?

—Humana soy —respondió ella—, y además de la mejor raza. ¿Qué haces tú por aquí?

—Por Alá —dijo él—, somos cuarenta varones jóvenes, todos hermanos. Cada día, mis hermanos salen a cazar por la mañana y regresan a casa cuando anochece. Yo me quedo en casa y les preparo la comida.

—Eso está bien —contestó ella con un cascabeleo—. Vosotros sois cuarenta varones jóvenes, y nosotras cuarenta jóvenes damas. Yo seré tu esposa, la hija del rey será para tu hermano mayor y las otras chicas para los demás hermanos.

Dicho esto, hizo el reparto de las chicas entre los hermanos. ¡Ah, cuán agradable sonó todo esto a oídos del joven!

—¿Cómo te llamas?

—Sahin —dijo él.

—Bienvenido, Sahin.

Él fue a buscar una silla y se sentó frente a ella. Ella se sentó a su lado y empezaron a charlar animadamente. Él asó carne y se la ofreció para que comiera. Ella, por su parte, lo entretuvo hasta que el guiso que estaba haciendo estuvo listo.

—Sahin —dijo ella cuando la comida estuvo a punto—, ¿no tendréis, por casualidad, alguna semilla o alguna nuez por la casa?

—Por Alá, claro que sí.

—¿Por qué no traes unas pocas? Nos ayudarán a pasar el rato.

En la casa del joven, tenían las semillas y las nueces almacenadas en una balda muy alta. Él se levantó de la silla, cogió una escalera y con ella alcanzó la balda. Llenó un pañuelo de semillas y nueces y ya estaba a punto de bajar cuando ella le dijo:

—Espera, deja que te las sostenga yo. ¡Dámelas!

Y cogió el pañuelo que él le tendía antes de apartar la escalera y tirarla al suelo, de manera el chico se quedó allí colgado, en lo alto de la repisa, sin poder bajar.

A continuación, ella sacó dos grandes cuencos, preparó una bandeja enorme en la que apiló toda la comida y salió rauda de allí, llevándose consigo el guiso. Antes de salir del túnel, cerró la puerta del pasaje subterráneo. Colocó la comida debajo de un árbol y llamó a voces a las chicas:

—¡Chicas, a comer!

—¡Caramba! ¿De dónde sale todo esto? —respondieron ellas, arremolinándose en torno.

—Comed y callad —replicó ella—. ¿Acaso se puede pedir más? ¡Comed y callad!

Era un guiso hecho para cuarenta mozos, y aquí había cuarenta mozuelas. Todas se sentaron a comer y dieron buena cuenta de cuanto había en los cacharros.

—¡Venga, basta ya! —ordenó la hija del visir—, ¡que cada cual vuelva allá de donde vino! ¡Dispersaos!

Ellas se dispersaron, tal y como les había indicado la hija del visir. Cuando esta comprobó que todas estaban entretenidas de nuevo, recogió la bandeja y la volvió a colocar en su sitio antes de salir. Llegado el momento, las muchachas se fueron a sus respectivas casas.

Ahora, volvamos atrás en esta historia. ¿Y con quién nos encontramos? Pues con Sahin. Cuando sus hermanos regresaron a casa al anochecer, no lo vieron.

—¡Ay, Sahin! —clamaban—. ¡Sahin!

—¡Heme aquí! —respondió él desde la balda.

—¡Uy! ¿Qué estás haciendo ahí arriba? —le preguntó el primogénito.

—¡Por Alá, hermano! —repuso Sahin—, trepé hasta aquí con la escalera después de preparar la comida, pues quería coger unas semillas y unas nueces para pasar el rato. La escalera se cayó y me he quedado aquí colgado.

—Ah, de acuerdo —dijeron ellos, y enderezaron la escalera para que bajase.

Una vez estuvo abajo, el hermano mayor le dijo:

—Vete y trae la comida para que cenemos.

Y apilaron todas las piezas que habían cobrado en la expedición de ese día antes de sentarse.

Sahin fue a buscar la comida a la cocina, pero allí no encontró ni una migaja.

—Hermano —dijo—, creo que se la deben de haber comido los gatos.

—Bueno, pues prepáranos lo que encuentres por ahí.

Conque les sacó los órganos a los animales que habían cazado sus hermanos y con ellos preparó la cena. Comieron y luego se echaron a dormir.

A la mañana siguiente, se despertaron y se aviaron de nuevo para salir a cazar.

—Hermano —le decían tomándole el pelo—, ¡a ver si consigues que tampoco esta noche tengamos nada para cenar: deja que se coman todo los gatos!

—No, hermanos —replicó él—, no temáis.

No había hecho más que remangarse la camisa y ponerse a desollar las gacelas y los conejos, y a desplumar las perdices, cuando apareció providencial la hija del visir. Esta había ido a buscar de nuevo a la hija del rey y reunido también a las demás muchachas, y después de asegurarse de que estaban todas entretenidas con algún pasatiempo, se había adentrado de nuevo por la galería secreta para ver al joven.

—¡Salaam!

—¡Paz a ti también! —respondió él—, ¡bienvenida sea quien me arrebató la comida y me dejó ayer colgado en el altillo, y me puso en evidencia delante de mis hermanos!

—Tienes mucha razón —repuso ella—, pero también te digo otra cosa: a aquel que amo, probablemente le haga todavía más trastadas.

—Por mi parte —murmuró él—, tus fechorías me saben más dulces que la miel.

Y cogió una silla, se la puso delante a ella para que se sentara y le llevó unas semillas y unas nueces. Y ahí estuvieron sentados, muy entretenidos, pues ella lo estuvo distrayendo hasta que se dieron cuenta de que el guiso estaba listo.

—Sahin —dijo ella—, ¿no hay un cuarto de baño en esta casa?

—Claro que lo hay —respondió él.

—Tengo una urgencia —dijo ella—, y he de ir al baño, ¿dónde está?

—Ahí mismo.

—Ven, ven tú y enséñamelo.

—Este es, aquí mismo —dijo él, señalándolo.

Entonces ella se metió en el cuarto, y según cuentan quienes conocen esta historia, fingió que no sabía usar el retrete.

—Ven y muéstrame cómo se usa este trasto —exclamó.

No sé qué más diría ella, pero él fue a enseñarle cómo, por así decirlo, se sienta uno en un retrete. Y ella lo agarró entonces y lo empujó, de manera que el joven acabó con la cabeza dentro del excusado y con las piernas en el aire. Ella cerró la puerta antes de marcharse y salió del baño. Cuando estuvo en la cocina, sirvió toda la comida en una bandeja y se apresuró a salir de la casa. Puso la comida debajo de un árbol y llamó a sus amigas:

—¡Venid a comer!

—¿Y de dónde has sacado tú todo esto?

—Lo único que tenéis que hacer es comer —respondió ella.

Ellas comieron y se desperdigaron, cada una por su lado. Mientras, ella se alejó sigilosa y devolvió la bandeja a su sitio.

Al final de la jornada de caza, los jóvenes regresaron a su hogar y tampoco vieron ni rastro de su hermano. Gritaron: «¡Sahin, Sahin, oh Sahin!», pero no les llegó respuesta alguna. Fueron a inspeccionar el altillo, buscaron y rebuscaron por toda la casa, en vano.

—Mirad —dijo el primogénito—, os digo que hay algo raro en el comportamiento de Sahin. Sospecho que se ha echado novia. En todo caso, entrad unos cuantos en la cocina y mirad si hay algo de comida preparada para que cenemos. Estoy seguro de que Sahin aparecerá de un momento a otro.

Sin embargo, al entrar en la cocina, no vieron nada.

—No hay comida —le comunicaron a su hermano mayor—, ¡ha desaparecido toda! Ahora estamos seguros de que Sahin tiene una novia, y de que le da toda la comida. Vamos a ver si podemos preparar cualquier cosa que tengamos por aquí a mano, pues si no lo hacemos así, nos quedaremos sin cenar.

Después de preparar un sencillo ágape, dieron cuenta de él y quedaron ahítos. Se prepararon para irse a dormir, pero uno de ellos (¡y que me disculpe el respetable público!) tuvo una urgencia y dijo que necesitaba aliviarse. Fue al baño y, ¡albricias!: allí estaba su hermano Sahin, con la cabeza atascada dentro del retrete.

Acudieron a toda prisa y lo sacaron, ¡y en qué condiciones! Por eso tuvieron que darle un buen baño.

—Dime —lo interrogó el hermano mayor—, ¿qué pasa aquí?

—Por Alá, hermano —respondió Sahin—, después de hacer la cena fui a aliviarme al baño y me resbalé.

—Entendido. Y la comida, ¿dónde la has puesto?

—Por Alá, yo pensaba que estaba en la cocina, aunque, ¿quién sabe si los gatos no se la han comido?

—Entendido; no pasa nada —dijeron ellos, y se fueron a la cama.

A la mañana siguiente, se estaban preparando para salir de caza y empezaron a burlarse de él de nuevo:

—¿Por qué no nos dejas sin cena una noche más?

—¡No, hermanos! —dijo él—, no os preocupéis por eso.

Se compusieron y se marcharon. A la hora justa, la hija del visir fue a ver a la hija del rey, reunió a las demás chicas y todas juntas fueron al huerto y se dispersaron por él. Esperó hasta que cada una estuvo absorta en alguna ocupación y entonces se escabulló hasta donde él estaba. ¡Y fijaos en lo que os digo, hermanos!: lo encontró en la casa también esta vez.

—¡Salaam!

—¡Paz a ti también! —fue su réplica—, ¡bienvenida! El primer día, en el altillo y sin la comida que tú te llevaste; el segundo día acabé en el fondo del retrete porque me diste un empujón y luego me robaste más comida, además de sacarme los colores delante de mis hermanos.

—Por lo que a mí respecta —repuso ella—, he de decirte que todavía más trastadas le haré a aquel que amo.

—Y para mí, eso que dices es más dulce que la miel —dijo él, y le acercó una silla. Ella se sentó, él le llevó semillas y nueces y se pasaron así un rato, entreteniéndose mutuamente. Ella no dejó de charlar con él en todo ese tiempo, hasta que tuvo la certeza de que la comida estaba a punto.

—Sahin —lo llamó.

—Sí.

—¿No tienes por ahí algo de beber, algo rico? Aquí tenemos carne, semillas y nueces. Podríamos acompañar esa comida con un vasito de algo.

—Sí, tenemos.

—¿Y por qué no lo has sacado? —lo instó ella.

Sacó una botella y se la puso delante a la chica, que a su vez sirvió la bebida y le tendió a él su vaso.

—Esta, va por mí —dijo ella, alentándolo para que bebiese más y más—, y esta otra, ¡también a mi salud!

Al final, él se desplomó de puro borracho, y perdió el conocimiento. Entonces, ella fue por azúcar y la puso en un caldero con agua hirviendo e hizo un preparado para eliminar el vello corporal. Lo usó para depilarlo, y en efecto, hermano, consiguió tal apurado que parecía la más hermosa de las doncellas. Buscó para él un vestido de mujer y se lo puso. Luego, cogió una bufanda y se la enrolló en torno a la cabeza y lo tapó con el cobertor de la cama antes de marcharse. Entró entonces en la cocina, preparó la comida para transportarla y se puso de nuevo en camino. Las chicas comieron y la bandeja fue devuelta al sitio de rigor.

Cuando los hermanos llegaron a casa al anochecer, no vieron a Sahin en casa.

—¡Oh, Sahin, Sahin! ¡Sahin!

No hubo respuesta.

—Vamos a mirar en el baño —cuchichearon—, pero tampoco allí encontraron a su hermano. Registraron la balda más alta y tampoco estaba subido a ella.

—¿No te dije que Sahin tiene una novia? —aseveró el primogénito—. Me apuesto algo a que se ha echado una novia con la que está saliendo últimamente. Algunos de vosotros podríais ir a ver si la comida sigue donde debe estar.

Fueron, y no encontraron ni rastro.

De nuevo recurrieron a un ágape muy sencillo a base de entrañas de animales. Cuando llegó el momento de irse a dormir, cada uno se metió en su cama. Y fue en su cama donde el mayor encontró a nuestro amigo, muy contento y estirado sobre ella cuan largo era. Regresó a todo correr hasta donde estaban sus hermanos.

—¡Os dije que Sahin tiene novia, pero no me creísteis! ¡Venid y echad una ojeada! ¡Aquí está la prometida de Sahin! ¡Venid a verla! ¡Venid a verla!

Él llamó a sus hermanos, que acudieron todos a la vez, diciendo a voz en cuello:

—¡Es la prometida de Sahin!

Le quitaron la bufanda de la cabeza para inspeccionar con mucha atención a la desconocida. Pero, ¡ay! ¡Los rasgos masculinos son difíciles de ocultar! Lo reconocieron y gritaron:

—¡Ah, si es Sahin!

Fueron por agua y le rociaron la cara con ella hasta que se despertó. ¿Y qué diréis que vio cuando abrió los ojos? Pidió un espejo; sus hermanos se lo llevaron y él miró su propio reflejo: ¡qué visión! Le habían cubierto la cara de coloretes, polvos y demás lociones de belleza.

—Ahora, ¿qué tienes que decir en tu defensa? —le preguntaron.

—¡Por Alá, hermano! —respondió Sahin—, escúchame, que voy a contarte la verdad. Todos los días, en torno al mediodía, una chica con tales y cuales rasgos faciales viene a verme. Me dice:

—Somos cuarenta jóvenes damas. La hija del rey es para tu hermano mayor, yo soy para ti y todas las demás muchachas se repartirán entre los otros hermanos. Ella es la que ha estado haciéndome estas barrabasadas, todos los días.

—¿Es eso cierto?

—Lo es.

—De acuerdo. Todos vosotros, mañana vais a salir a cazar —propuso el primogénito, que se quedó para hacerle compañía a Sahin—. ¡Yo me ocuparé de ella!

Y, desenvainando la espada (según me han contado), él se sentó a esperar, ávido de venganza. Y por Alá, hermanos míos, os digo que llegó ella a la hora justa, habiendo congregado como siempre a las demás chicas y habiéndolas llevado a todas al huerto. Había esperado como de costumbre hasta que cada una estuvo embebida en su propia distracción, y solo entonces se escabulló para ir a la casa del joven. Antes de que él se hubiese percatado siquiera de su presencia, ella ya lo estaba saludando con solemnidad:

—¡Salaam!

—¡Paz a ti también! —respondió él—. El primer día en el altillo, y dije que podía pasar; el segundo en el retrete, y dije que lo pasaba por alto de nuevo, ¡pero la tercera vez me embadurnaste toda la cara con maquillaje y me convertiste en novia!

—Y todavía estoy dispuesta a hacerle más trastadas a aquel que amo.

No había acabado aún de pronunciar estas palabras cuando el hermano primogénito se levantó y fue veloz hasta donde ella se encontraba, blandiendo la espada.

—Escucha —razonó ella—, vosotros sois cuarenta, y nosotras cuarenta. La hija del rey va a ser tu esposa, y yo la de Sahin, y fulanita de tal será para fulanito y menganita para tu hermano mengano.

Así fue enumerándolos, y logró calmarlo.

—¿Es cierto eso que dices? —preguntó él.

—Por supuesto que es cierto —respondió ella.

—¿Y quién va a hablar en nombre de todas esas chicas?

—Yo puedo hacerlo.

—¿Eres tú su portavoz?

—Sí.

(Mientras tanto, Sahin estaba escuchándolo todo, y como ya tenía mucha experiencia, rumió para sus adentros que la joven ya se había metido a su hermano en el bolsillo.)

—Estoy de acuerdo —dijo el hermano mayor—. Venid todas acá; yo te pagaré la dote de las cuarenta muchachas. ¿Dónde podemos darnos cita?

—Antes que nada, págame la dote —contestó ella—, y mañana ve y reserva una de las termas para que la usemos nosotras en exclusiva. Has de pagar tú, por supuesto. Tú habrás de quedarte en la puerta, montando guardia, y cuando entremos, podrás ir contándonos una por una. Entraremos en las termas y nos bañaremos, y después saldremos y cada uno de vosotros podrá llevarse de la mano a su esposa.

—¿Así de simple?

—Desde luego —le aseguró ella.

Él sacó una manta y la extendió, y contó, contó y siguió contando hasta que por cada chica hubo un ciento de monedas otomanas de oro. Cuando acabó de contar el dinero, ella lo asió y salió muy deprisa. Llamó a sus amigas y les dijo:

—¡Sentaos aquí! ¡Sentaos bajo este árbol! Cada una, extended vuestra palma que os voy a dar vuestra dote.

—¡Oye! —se quejaron ellas, y la insultaron y la cubrieron de improperios—, ¿acaso has manchado nuestro buen nombre?

—Nadie debe decir ni una sola palabra de esto —respondió ella—. Cada una cogerá su dote sin decir ni mu.

Y repartió el dinero entre las chicas y les dijo:

—Venga, vámonos a casa.

Cuando las chicas se marcharon de su casa, Sahin le dijo a su hermano:

—Hermano, ella me engañó y se llevó solo la comida. Pero a ti te ha engañado y además se ha llevado tu dinero.

—¿Quién? ¿Estás hablando de mí? —se asombró su hermano—. ¿Engañarme, a mí? Mañana te vas a enterar.

Al día siguiente, los hermanos se quedaron en casa. Fueron a reservar las termas y pagaron de su bolsillo, y el primogénito se quedó de centinela en la puerta, para esperar a que llegasen las muchachas. Mientras tanto, la hija del visir se había levantado al día siguiente, había reunido a las demás, incluida la hija del rey, y las condujo a todas hasta las termas. Y hete aquí que se encontraron a nuestro effendi[11], vigilando la entrada de los baños públicos. Conforme iban entrando, él las iba contando una por una. Cuenta que te cuenta, las contó a todas: exactamente, entraron cuarenta.

Después de acceder a las termas, las muchachas se bañaron y disfrutaron de lo lindo. Cuando acabaron de hacer sus abluciones y de vestirse de nuevo, ella, muy artera, les dio esta consigna:

—Cada una de vosotras tiene que cagar en la bañera en la que se haya bañado, para que luego alineemos todas las bañeras formando una hilera.

Todas las chicas cagaron en sus respectivas bañeras, y luego las colocaron con mucho esmero formando una fila, las cuarenta y ni una menos. Las termas tenían otra puerta, bastante alejada de la de ingreso.

—Seguidme y venid por aquí —las urgió ahora la hija del visir, y todas se apresuraron a obedecer.

El hermano mayor esperó durante una, dos, tres, y por fin cuatro horas, pero las chicas no salían.

—¡Caramba! —se dijo—, ¡están tomándose demasiado tiempo!

—Hermano —dijo Sahin—, se han ido ya.

—¡Escúchame! —respondió él—, ¿dónde pueden haber ido? ¡Si entraron todas juntas en las termas!

—Bueno —dijo Sahin—, pues entremos y echemos un vistazo dentro.

Y no había hecho más que entrar en los baños, hermano, cuando encontró ahí dentro al dueño.

—¿Dónde están las chicas que entraron antes en las termas?

—¡Ay, mi compadre! —le dijo el dueño—, hace ya mucho rato ya que se marcharon.

—¿Y como pueden haber salido de aquí? —preguntó el hermano mayor.

—Salieron por esa puerta —respondió él.

Fue Sahin, más experimentado, quien se asomó al interior de las termas y se encontró todas las bañeras alineadas.

—¡Hermano! —dijo a voz en grito.

—Sí. ¿Qué pasa?

—Entra y echa un vistazo —repuso—, ¡aquí hay cuarenta! ¡Fíjate bien! ¡Mira con cuánto cuidado las ha colocado, todas en fila!

Por fin, los hermanos regresaron a su casa, preguntándose qué iban a hacer en adelante.

—¡Dejádmelas a mí! —dijo Sahin, y se ofreció voluntario para ocuparse del asunto.

Al día siguiente, se disfrazó de anciana. Se puso un vestido de los que llevan las mujeres mayores, se colgó al cuello un rosario y se puso en camino hacia la ciudad. La hija del visir, mientras, había reunido a las muchachas y estaba sentada con ellas en una habitación desde cuyo mirador se veía la calle. Cuando lo vieron aparecer a lo lejos, ella lo reconoció y les hizo un gesto a sus amigas, diciéndoles al mismo tiempo:

—Voy a ir a buscarlo. Para que todo funcione, vosotras tenéis que gritar con alegría: «¡Aquí está nuestra tía! ¡Bienvenida, tía querida!»

En cuanto se hubo aproximado lo suficiente, abrió la puerta y salió de la estancia a la carrera:

—¡Bienvenida, bienvenida, bienvenida seas, tía! ¡Bienvenida, querida tía!

Y lo cogió de la mano y lo arrastró para meterlo en la habitación donde estaban las chicas. Estas, a la vez que cerraban la puerta con llave, coreaban al unísono:

—¡Bienvenida, querida tía! ¡Bienvenida seas!

—Ahora, chicas, desnudaos —las instó la hija del visir—. Quitaos los vestidos, que hace mucho tiempo desde la última vez que vuestra tiíta os lavó la ropa con sus propias manos. ¡Dejad que os la lave ahora!

—Por Alá, estoy cansado —protestó Sahin—. Por Alá, no puedo hacerlo.

—Por Alá, debes hacerlo, tía —insistieron ellas—. Hace tantísimo tiempo desde la última vez que nuestra tiíta nos lavó la ropa con sus propias manos…

Obligó a las cuarenta chicas a quitarse la ropa, de manera que solo conservaron lo mínimo para taparse las vergüenzas, y le entregó al joven los vestidos. Él se quedó hasta el mediodía lavando.

—Venga, chicas —dijo la hija del visir—, por Alá, ¡hace tanto tiempo desde que nuestra querida tía nos bañó, enjabonándonos con sus propias manos! ¡Dejemos que nos bañe ahora!

Cada una de ellas se envolvió en un paño y se sentó, y él fue tomándolas una por una y bañándolas. ¡Y en qué condiciones estaba cuando terminó de bañarlas a todas! Se quedó exhausto.

Cuando terminaba con cada una, la hacía levantarse y ponerse la ropa. La hija del visir le hacía entonces un gesto a la chica en cuestión y le susurraba que tenía que quitarse el paño con el que se había cubierto, doblarlo, retorcerlo y hacer un nudo en un extremo para confeccionar una especie de fusta.

Cuando las cuarenta chicas estuvieron bañadas y vestidas, la lideresa alzó la voz:

—¡Ah, querida tía! ¡Chicas, ella nos ha bañado y ahora nos toca a nosotras bañarla a ella, en justa recompensa!

—¡No, sobrina! —protestó él—. ¡Yo no necesito ningún baño! Por el amor de…

—¡Eso es imposible, tía querida! —insistió la hija del visir—. ¡Por Alá que no puede ser! ¿Cómo va a ser eso? ¿Tú nos bañas una por una y nosotras no te bañamos a ti? ¡Valiente recompensa! ¡Hala, chicas!

En respuesta a un guiño que les hizo la hija del visir, todas se le tiraron al cuello en contra de su voluntad. Eran cuarenta, ¿qué otra cosa podía hacer? Entre todas lo atraparon y le quitaron la ropa. ¡Oh, maravilla! ¡Era un hombre!

—¡Caray! —exclamaron—, ¡si esta no es nuestra tía! ¡Es un hombre! ¡Chicas, a por él!

Cada empuñó la fusta que había confeccionado trenzando su túnica y haciéndole un nudo en un extremo, pusieron a Sahin en el centro del corro y la emprendieron a palos con su cuerpo desnudo. Lo golpearon por aquí, lo hicieron girar como un trompo por allá, y le pegaron acullá. Todo ese tiempo, él no dejó de dar saltos entre tanta muchacha ni de chillar con toda la fuerza que le permitían sus pulmones. Cuando la hija del visir pensó que ya tenía su merecido, les guiñó el ojo a sus compañeras para que abrieran un pasillo y lo dejaran pasar. En cuanto él vio una vía libre para escapar, abrió la puerta y puso pies en polvorosa, desnudo como Dios lo había traído al mundo.

Sus hermanos estaban en casa cuando él se presentó sin previo aviso, en cueros vivos. ¡Y en qué estado se hallaba! Se levantaron de un brinco, como si estuvieran poseídos por el diablo.

—¡Ay, hermano! ¿Qué te ha pasado? ¡Entra, entra! ¿Qué te han hecho?

—Esperad un momento —repuso él—, me ha sucedido esto y lo otro.

—¿Y qué podemos hacer ahora? —se preguntaban unos a otros.

—Ahora, por Alá —respondió Sahin—, no nos queda más remedio que ir a pedir la mano de nuestras prometidas. Cada uno al padre de su chica. Yo mismo voy a hacerlo. Pero, en cuanto ella llegue, la mataré. Ningún otro castigo está a la altura. ¡Le voy a dar su merecido!

Todos asintieron, y acordaron que iría cada uno a pedir la mano de su prometida, y los padres, por supuesto, darían su consentimiento.

No obstante, la hija del ministro era de la piel de barrabás. Le había pedido a su padre que si alguien se acercaba a pedir su mano, no diera su consentimiento sin antes haberla informado a ella. Cuando Sahin llegó para pedirle matrimonio, el padre dijo:

—No puedo responderte sin haber consultado antes con mi hija.

El padre fue a consultar con su hija, y ella le dijo:

—De acuerdo, dale tu consentimiento, pero con la condición de que espere un mes entero hasta que la novia haya comprado toda la indumentaria de la boda y ultimado otros detalles.

Después de la ceremonia en la que pidieron su mano, la hija del ministro esperó un rato hasta que su padre salió de la casa. Entonces fue a ponerse uno de sus trajes, se enrolló una bufanda de manera que le cubriera la parte inferior del rostro, y tomando una fusta se encaminó al taller del carpintero.

—¡Carpintero!

—¡Sí, Su Excelencia!

—Dentro de un rato voy a mandarte a una concubina. Tendrás que tomar medidas de su estatura y hacer una caja en la que meter su cuerpo. Quiero que esté lista para mañana. De otro modo, ordenaré que te decapiten. ¡Y ojo, no la retengas aquí dos horas!

—¡No, señor, no lo haré!

Ella le propinó dos latigazos y se marchó, para ir directamente… ¿Adónde? ¡Pues al obrador del pastelero que hacía halva[12]!

—¡Pastelero!

—Sí.

—Voy a enviarte a una concubina de un momento a otro. Tienes que observarla con atención y fijarte en sus medidas y en su estatura, para hacer luego una muñeca de halva que sea una réplica exacta de la chica. ¡Y ojo, no la retengas aquí dos horas enteras, o te aseguro que me encargaré de acortar tu vida!

—Sus órdenes serán cumplidas, oh ministro —replicó el hombre.

Ella lo latigó dos veces con la fusta y se marchó. A continuación, se cambió de ropa y se puso su vestimenta habitual para ir de nuevo a ver al carpintero. Se quedó un rato en el taller y luego fue al obrador del pastelero y se quedó otro rato antes de volver a casa. Se cambió nuevamente de ropa y se puso el traje de su padre, agarró la fusta y fue a ver al carpintero.

—¡Carpintero!

—¡Sí, señor ministro, mi amo!

—¡Que un avestruz te acorte la vida! —respondió la chica—. ¡Te mando la concubina y la tienes aquí dos horas!

La emprendió a latigazos con él y le propinó una tremenda tunda.

—¡Por favor, señor! —suplicaba él—, ¡lo hice porque tenía que asegurarme de que la caja era de las medidas correctas!

Lo abandonó entonces y fue a ver al pastelero. A él también lo flageló y luego regresó a su casa.

Al día siguiente mandó llamar a su esclavo y le dijo:

—Ve a llevar la caja de madera que ha hecho el carpintero al obrador del pastelero que hace halva. Mete en la caja la muñeca de halva, ciérrala con llave y tráemela.

—A sus órdenes.

Cuando le llevaron la caja, ella la cogió y le dijo a su madre:

—¡Escúchame, madre! Voy a dejarte esta caja aquí para que la custodies. Cuando llegue el momento de sacarme de esta casa y de hacer mi equipaje con el ajuar de la boda, darás órdenes de que se lleven esta caja junto con el ajuar y de que la coloquen en la misma alcoba en la que yo me encuentre.

—¡Ay, querida hija! —protestó la madre—, ¿qué va a pensar la gente? ¡La hija del ministro lleva una caja de madera con su ajuar! ¡Te vas a poner en ridículo!

No sé qué más le dijo, pero sus quejas no sirvieron de nada.

—Eso no es de tu incumbencia —insistió su hija—, es la decisión yo que he tomado y deseo que así se haga.

Cuando la familia del novio llegó a la casa del padre para recoger a la novia, ella estaba lista y habían ordenado que se llevaran la caja de madera junto con el ajuar. La transportaron, y tal como había ordenado, la colocaron en la misma alcoba donde ella se alojaría. En cuanto la chica y la caja entraron en la alcoba, ella expulsó de allí a todas las mujeres:

—¡Fuera de aquí! ¡Todas tenéis que iros, cada una a sus aposentos!

Después de haber ahuyentado a todo el mundo, cerró la puerta de la alcoba con llave. Y a continuación, queridos míos, sacó la muñeca de la caja. Se quitó la ropa para ceñírsela a la muñeca, y lo mismo hizo con el oro que llevaba en torno al cuello. Luego sentó a la muñeca en el asiento que debía ocupar ella misma durante las nupcias, le enrolló al cuello un cordel y fue a esconderse bajo la cama, no sin antes haber abierto la puerta de la alcoba.

Mientras tanto, su esposo seguía agotando el tiempo de espera. Pasó una o dos horas paseando fuera antes de acudir a la alcoba. ¿Y os imagináis de qué humor estaba cuando llegó? Pues sí, ciertamente, de un humor de perros, con la espada en la mano y bien dispuesto a matarla, como si nunca hubiese deseado casarse con ella. En cuanto traspasó el umbral de la estancia, se asomó y la vio sentada en el asiento nupcial.

—¡Sí, sí! —le dijo, en tono de reproche—. La primera vez me abandonaste en lo alto de la repisa y me robaste la comida, y yo me dije que podía pasarlo por alto. La segunda vez me empujaste para que me cayera en el retrete y también te llevaste la comida, y yo dije que no pasaba nada. La tercera vez me quitaste todo el vello del cuerpo para que pareciese una doncella, y por si fuera poco te llevaste la comida: hasta eso lo toleré. Pero no te paraste ahí. No estabas aún satisfecha y nos engañaste a todos, cobrándote la dote de las cuarenta muchachas. Y para mayor inri, te regodeaste dejándonos un zurullo a cada uno, en el fondo de cada una de las cuarenta bañeras.

Mientras él desgranaba el rosario de agravios, ella iba dando tirones a la cuerda y moviendo la cabeza de la muñeca.

—Y tampoco te conformaste con eso —prosiguió él—, pues tenías que rematarlo con la pantomima de la tía: «¡Tía, tía, bienvenida! ¡Cuánto tiempo sin verte, tía querida! ¡Cuánto tiempo hace desde la última vez que nos lavaste la ropa!», y me tuviste un día entero haciendo la colada. Y luego seguiste insistiendo: «Tenemos que bañar a la tía.» ¡Por Alá que voy a abrasar el corazón de todas tus tías, las paternas y las maternas!

Al verla asentir con la cabeza, él soltó un loco alarido:

—¿De manera que no tienes miedo? ¿Ni vas a disculparte? Asiendo la espada, la abatió sobre ella y le cortó la cabeza de un tajo. Un pedazo de halva (¡si el narrador no nos engaña!) voló por los aires y fue a parar justo dentro de la boca del joven, que empezó a darle vueltas y a saborearla, pues la encontró muy dulce.

—¡Tonto de mí, prima! —exclamó él—. Si muerta estás así de dulce, ¿cómo serías en vida?

En cuanto ella oyó estas palabras, se levantó de la cama de un bote y se precipitó sobre su espalda, abrazándolo por detrás.

—¡Ay, primo! ¡Aquí estoy! ¡Estoy viva!

Consumaron, pues, su matrimonio, y vivieron felices.

Este es el cuento que quería contaros, y contado está. En vuestras manos se queda.

Cuentos de hadas
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