El pájaro verdoso
México
abía una vez tres hermanas que se quedaron huérfanas, y Luisa siempre estaba ocupada con labores de costura. Las otras dos decían que no les gustaba el estilo de vida que levaba Luisa. Preferían ir a los bares y a sitios así. Eran, digámoslo así, ese tipo de mujeres: mujeres de vida alegre. Pero Luisa se quedaba en casa. Ponía una jarrita con agua en el alféizar de la ventana y cosía, cosía, cosía sin tregua.
Y un buen día llegó él: el Pájaro Verdoso que era en realidad un príncipe encantado. Por supuesto, se quedó extasiado con Luisa, y se posaba siempre en el alféizar de su ventana y le decía:
—Luisa, mírame con esos ojos, que haré que desaparezcan todas tus tribulaciones.
Pero ella no le hacía caso y ni alzaba la mirada.
Otra noche llegó y dijo:
—Luisa, dame un sorbo de agua de esa jarrita que tienes ahí.
Pero ella ni siquiera levantó los ojos de la labor que estaba haciendo para ver si era un pájaro, un hombre u otra criatura quien estaba allí. Tampoco le importaba si bebía o no, pero luego se dio cuenta de que era un hombre. Y le ofreció agua. Inmediatamente, él volvió a proponerle matrimonio y ambos se enamoraron. Y el pájaro entraba en la casa y se paraba a descansar en su cama. Sobre el cabezal. También construyó un jardín para ella, con muchos árboles frutales y otras cosas, y puso además un mensajero y una doncella, con lo que la chica empezó a vivir con mucho lujo.
Y qué pensáis que sucedió… Pues que sus hermanas se enteraron de todo.
—Mira a Luisa, cómo ha medrado de la noche a la mañana, Y nosotras… —decía una de las hermanas—, mira cómo estamos nosotras. Tenemos que espiarla y averiguar quién entra en la casa.
Y fueron a espiarla y vieron que se trataba de un pájaro, de modo que se compraron un montón de cuchillos y los colocaron en el alféizar de la ventana. Cuando el pobre pajarillo salió de la casa, se llenó de heridas. Y le dijo a Luisa:
—Luisa, si quieres venir conmigo, vivo en unas torres de cristal en la planicie de Merlín. Estoy muy malherido.
Conque compró un par de zapatos de hierro, nuestra Luisa, y cogió unas pocas prendas de ropa (lo que podía llevar a la espalda mientras caminaba) y una guitarra que tenía, y se encaminó hacia el hogar del pájaro. Llegó a la casa donde vivía la madre del Sol. Era una mujer rubia, muy rubia. Y muy fea. Cuando estuvo allí, tocó a la puerta y esta se abrió. La anciana la interpeló:
—¿Qué estás haciendo aquí? Si mi hijo, el Sol, te ve, te devorará.
—Estoy buscando al Pájaro Verde —respondió ella.
—Ah, sí, ha estado aquí. Mira, lo vi muy malherido. Hasta ha dejado un charco de sangre aquí mismo: se acaba de ir hace un rato.
—De acuerdo, ya me marcho.
—No, no —dijo la anciana—, escóndete y vamos a ver si mi hijo te puede decir algo. Porque él brilla sobre todo el mundo.
En eso estaban cuando llegó él, muy enojado:
¡Buuu, buuu!
Huelo carne humana, ¡buuuuu!
Si no la encuentro, te comeré a ti.
Esto le dijo a su propia madre.
—¿Qué quieres que haga yo, hijo mío? Aquí no hay nadie —y ella se calmó y le ofreció comida. Luego le fue contando todo, poco a poco. Él replicó:
—¿Dónde está la chica? Vamos a invitarla a que salga, para que yo pueda verla.
Así que Luisa salió y le preguntó acerca del Pájaro Verdoso. Él dijo:
—Uy, yo… no lo sé. No he oído hablar de él. Ni sé dónde encontrarlo. No he visto nada que se le parezca, tampoco. Aunque puede que la madre de la Luna, o la misma Luna, sepan algo.
—De acuerdo, pues ya me voy —dijo ella, sin haber probado ni un solo bocado de la comida. El sol la instó a que primero comiese, y luego se marchase. Le ofrecieron algo de comer, y luego se puso en camino.
Pues bien, llegó a la casa donde vivía la madre de la Luna.
—¿Y qué haces tú aquí? Ten cuidado, que si mi hija, la Luna, te ve por aquí, te devorará.
Y no sé cuántas cosas más le dijo la anciana.
—Bueno, pues ya me voy. Solo quería preguntarle si no había visto pasar por aquí por casualidad al Pájaro Verdoso.
—Ha estado aquí. Mira, aquí puedes ver su sangre: está muy malherido —le dijo la madre.
Pues bien, ella se estaba preparando ya para irse, pero la Luna le dijo:
—Hombre[13], no te vayas. Primero ven y come, y luego te marchas —y le ofreció algo de comida antes de que se fuera—, ¿por qué no vas allí donde vive la madre del Viento y esperas a que el viento vuelva a casa? El Viento entra en cada resquicio: no hay ni un solo sitio que haya dejado de visitar.
La madre del viento la dejó quedarse, así que se escondió, porque también le había dicho:
—Vale, pero habrás de esconderte, porque si mi hijo, el Viento, te ve, ¡que el Cielo nos proteja!
—De acuerdo —dijo ella.
El Viento llegó a casa, con una tremenda presión dentro y enojadísimo, y su madre le dijo que se comportase, tomase asiento y comiese algo. De esa manera consiguió calmarlo. Y la chica se dirigió entonces a él y le dijo que buscaba al Pájaro Verdoso.
Pero el Viento le dijo que no, que no le podía decir nada y que no había visto nada.
Y, bueno, la chica salió de nuevo, no sin que antes ellos le hubiesen dado de desayunar y todo eso. La cosa es que, sin darse ni cuenta, ella había ido desgastando los zapatos de hierro que llevaba puestos. Y en el corazón del bosque, muy adentro, sabía que había un viejo ermitaño que cuidaba de todas las aves. Las llamaba con un silbato y todas acudían, y con ellas también se presentaban animales de las razas más diversas. Así que ella también se acercó y, cuando él le preguntó qué hacía por allá, en mitad de aquella espesura solitaria, bla, bla, bla, ella le dijo al ermitaño:
—Voy en busca del Pájaro Verdoso. ¿Tú no sabrás dónde vive?
—No —respondió él, y llamó a todas las aves, pero la vieja águila faltaba, porque estaba en mitad de un asunto importante, comiéndose las tripas de algún animal. El príncipe iba a casarse, pero le había rogado mucho a Dios para ponerse enfermo de lepra, o de algo parecido que lo llenase de pústulas, porque esperaba que, mientras tanto, a Luisa le diese tiempo de llegar hasta allá. Pero ya estaba casi todo a punto para casarlo. La novia era una princesa, muy rica además, y con todo, él no la amaba. Él quería esperar a su Luisa. Pues bien, fue entonces cuando se percataron que la vieja águila había desaparecido. El anciano ermitaño empezó a pitar y a pitar sin cesar con su silbato, hasta que ella se presentó.
—¿Qué quieres, hombre? Estaba yo comiendo tripas tan tranquilamente, y va y tú empiezas a silbar como loco, y sigues silbando como un condenado.
—Espera, no seas mala —dijo él—. Es que hay una pobre chiquilla que ha venido hasta aquí buscando al Pájaro Verdoso. Dice que es su enamorado y que se va a casar con él.
—¿Está buscando al Pájaro Verdoso? ¡Si el Pájaro Verdoso está a punto de casarse! La única razón por la que no se ha desposado ya es que está muy enfermo y lleno de pústulas. Ejem, sí. Pero el banquete de bodas está ya en marcha; hasta la madre de la novia ha llegado para la ceremonia y todo. De todas maneras, si ella quiere ir, me parece bien. Yo acabo de venir de allá. Estaba tranquilamente comiéndome las tripas y los intestinos de los animales que sobran en la cocina. Si ella desea ir, solo tendrá que sacrificar una vaca para mí, y me la llevaré conmigo.
La chica oyó esto y se alegró mucho, a pesar de que él se fuera a casar y todo lo demás. El ermitaño la llamó y ella salió, y vio todo tipo de aves que volaban por allí. Él dijo:
—La vieja águila dice que si le sacrificas una vaca, te llevará hasta el mismísimo palacio.
Pues bien, ella dijo que lo haría, porque tenía bastante dinero, ya que el pájaro la había dejado con el riñón bien cubierto desde el principio. Incluso se habría casado con ella inmediatamente, si no hubiera sido por las dos niñatas mimadas de sus hermanas. Así que nada, se fueron. Ella sacrificó la vaca y el águila las tomó a ella y a la vaca sobre su espinazo y se elevó en el aire, planeando cada vez más y más y más alto, para luego descender poco a poco.
—Dame una pata —decía, y se comía la carne. Esa es la razón por la que se suele decir que una persona es un «águila vieja» cuando pide carne. Ella le iba dando carne poco a poco, y a medida que lo hacía, le preguntaba qué veía abajo.
—Nada —respondía el águila—, aún no veo nada. Es un palacio precioso, hecho todo de cristal. Lo veremos relucir mucho bajo al sol cuando hayamos llegado, pero de momento no veo nada, —y así continuó avanzando, derecho, derecho, sin parar, quién sabe cuánto tiempo más. Y luego empezó a elevarse más y más.
—¿Qué es lo que ves?
—Es algo parecido a un pico que brilla mucho. Pero está muy lejos todavía.
—Sí, está muy lejos.
De manera que se acabó la carne de la vaca y aún no habían llegado. Entonces, el águila reclamó más carne. Luisa le dijo:
—Ven, trae acá el cuchillo. Córtame una pierna, porque si no, lo haré yo misma, —aunque, desde luego, no lo dijera convencida del todo. Para nada.
En cualquier caso, el águila dijo:
—No, no. Solamente lo decía para ponerte a prueba. Voy a dejarte aquí fuera porque hay muchos polis por aquí cerca (o gente parecida) guardando las puertas. Pídele permiso a uno de ellos para entrar y diles que les anuncien a las damas que has llegado para trabajar de cocinera. No les pidas nada más. Tú consigue el trabajo de cocinera, que luego, ya veremos cómo te van las cosas y cómo nos las arreglamos.
Pues bien, justo allí afuera se dejó a Luisa, en el patio. Era un patio enorme, hecho de puro oro o quién sabe de qué material. Precioso a no poder más. Ella le preguntó al centinela si le podía dejar entrar.
—¿Y qué motivo tienes para entrar? ¿Qué vas a hacer dentro?
—Mira, soy muy pobre y he recorrido muchos kilómetros para llegar hasta aquí. Estoy buscando trabajo. Cualquier cosa que pueda hacer a cambio de comida, aunque sea trabajar en las cocinas —En el equipaje, ella llevaba el peine dorado y las demás cosas que el Pájaro Verde le había dado. Y la guitarra.
—Deja que le pregunte a mi ama —dijo él, y entró a preguntar si necesitaban ayuda en la cocina porque fuera había una mujer buscando empleo. Y quién sabe si diría algo más.
—¿Qué clase de mujer es?
—Pues es así, y asá, y de este otro modo.
—De acuerdo, hazla pasar y llévatela por ese pasillo para que no entre atravesando todo el palacio —dijo ella, porque no quería que la chica cruzase toda la casa.
Y entró. Todo el mundo fue muy amable con ella. Entretanto, el Pájaro Verdoso se había convertido en humano, pero estaba leproso y muy enfermo. Había allí una mujer anciana que lo había criado de niño y que era también la que lo estaba cuidando ahora. La tenían de empleada doméstica. Primero había criado al niño, y luego trabajaba en la casa de sus padres. Luego se trasladó como criada interna a la casa de la novia, aunque cuando se mudó a vivir en el palacio, aún no estaban prometidos. La chica se había enamorado de él, pero él, a su vez, seguía amando a su Luisa.
Y bien, el festín de bodas estaba en su punto álgido, podría decirse, cuando él se empezó a encontrar mucho mejor, pues oyó que alguien tocaba la guitarra, y le preguntó a la anciana por qué nadie le había dicho que había forasteros en la casa.
Y cuando oyó el rasgueo de la guitarra, le dijo a la mujer que se ocupaba de él y que iba a atenderlo cuando estaba enfermo:
—¿Quién es ese que toca la guitarra?
—Ay, me había olvidado de decírtelo. Llegó una dama con unos zapatos de hierro desgastadísimos, que también llevaba a cuestas una guitarra y un peine.
—Ese peine, ¿tiene algo especial?
—Pues mira, no lo sé —y es que la mujer no sabía leer, igual que yo—, no sé lo que pone, pero parecían guirnaldas o letras, o yo qué sé lo que eran…
—Pídele que te lo preste y tráemelo, —y es que nada más oír la historia de la guitarra y percibir su música, el príncipe había notado que se apoderaba de él un ánimo renovado. Pero ni la madre ni el padre de la chica, ni ninguna otra persona, había ido a visitarlo.
Estaba solo con la mujer que lo cuidaba. Nadie iba a verlo porque estaba feísimo. Pero entonces, la cuidadora fue y le dijo a la princesa que iba a ser la suegra del joven:
—Debería usted venir a ver al príncipe, al Pájaro Verdoso. Porque está mucho mejor. Se encuentra bastante bien ya.
Así que todos fueron a verlo, lo cual puso al joven de todavía peor humor, porque solo se presentaban ahora, cuando ya estaba recuperado. La chica era muy rica y una princesa y todo lo demás, y Luisa era una pobretona, pero él dijo:
—Id y pedidle que os preste su peine, y traédmelo.
La anciana fue y le pidió el peine, fingiendo que quería peinarla, y luego volvió adonde él estaba. Él no dijo ni una palabra; se limitó a mirarlo.
—¿Qué me dices?
—No, nada —replicó él—. Mañana, o esta tarde, cuando me traigan la comida, haz que sea ella quien la traiga. Al fin y al cabo, está trabajando en esta casa, ¿no?
Así que llegó el momento de llevarle la cena al príncipe, y la mujer le dijo a Luisa:
—Escucha, ve y llévale al príncipe su cena. Yo estoy muy cansada. Me hago vieja.
Luisa no quería ir y se hizo la sueca mientras pudo. Le dio largas a la anciana, y más largas todavía, pero al final no tuvo más remedio que ir.
Pues bien, se saludaron y se vieron y todo lo demás.
—Bueno, bueno… ¿Me han dicho que ya estás prometido y que te vas a casar? —dijo Luisa—. Cierto es que a los reyes y a los príncipes no se os puede negar nada.
—Escucha, tengo una idea. Se me ocurrió cuando oí la guitarra y me ronda desde entonces —repuso el muchacho.
—¿Y qué idea es esa?
—Todo el mundo tendrá que hacer chocolate, y la taza que me beba será la de la persona con quien me case.
—¡Pero si yo no tengo ni idea de hacer chocolate! —dijo ella.
La anciana le prometió a Luisa que le haría el chocolate (me refiero a la mujer que cuidaba al príncipe). Porque Luisa había ido a contárselo todo.
—¡Imagínese lo que se le ha ocurrido al príncipe! ¡Que todas vayamos, absolutamente todas las mujeres de la comarca, seamos cocineras o no, y que nos metamos entre fogones, incluso las princesas! ¡Y que cada una de nosotras haga una taza de chocolate, porque según él, la taza que él se beba será la de la mujer con quien se case! Yo no sé cómo…
—¡Ea, ea! —dijo la anciana—, no te aturulles. Yo te lo haré y tú solo tendrás que llevárselo.
Pues bien, las primeras en llegar fueron las chicas de alcurnia, como suele suceder. Primero la novia del príncipe, luego la suegra, el suegro, las cuñadas, y así fue pasando todo el mundo. Él decía todo el rato:
—No, no me gusta. No me gusta tampoco.
—Me pregunto con quién se querrá casar —susurraba la suegra.
¡Ay!… Con nadie. Por fin le llegó el turno a la anciana que lo cuidaba. Tampoco. Luego probó suerte otra cocinera. Nada. Luisa fue la última en entrar. Él les explicó que era ella con quien quería casarse. Que ella había venido a buscarlo desde una tierra lejana y que se casaría con ella. Y se bebió la taza entera de chocolate que le había preparado Luisa. Le dio exactamente igual si estaba amargo o dulce. Y se casaron. Y colorín[14] colorado, este cuento se ha acabado.