La princesa
vestida
con traje de cuero
Egipto
i aquí ni en ningún otro lugar vivía un rey que tenía una esposa a la que amaba con todo su corazón y una hija que era la luz de sus ojos. La princesa apenas se había convertido en mujer cuando la reina enfermó y murió. Durante un año entero, el rey la veló, sentado con la cabeza gacha junto a su tumba. Luego, mandó llamar a las alcahuetas, mujeres ancianas y sabias en el arte de vivir, y les dijo: «Deseo casarme otra vez. Aquí está la ajorca de mi pobre reina. Encontradme a la muchacha, rica o pobre, humilde o bien nacida, cuyo pie encaje en esta ajorca, pues le prometí a la reina cuando se hallaba en su lecho de muerte que me casaría precisamente con esa muchacha y con nadie más».
Las alcahuetas viajaron a lo largo y ancho del reino en busca de la que había de convertirse en prometida del rey. Pero, por mucho que buscaron y rebuscaron, no lograron encontrar ni una sola muchacha en toda la región sobre cuyo tobillo poder cerrar la alhaja. La reina había sido una mujer como ninguna otra. Entonces, una vieja dijo: «Hemos entrado en las casas de todas las doncellas del país, excepto en la de la propia hija del rey. Volvamos a palacio».
Cuando deslizaron la ajorca en torno al pie de la princesa, resultó que le encajaba como si hubiese sido hecha a su medida. Del serrallo salieron al trote las mujeres, que fueron directas a ver al rey para contarle:
—Hemos visitado a todas las doncellas de tu reino, pero ninguna consiguió meter el pie en la ajorca de la difunta reina. Ninguna, claro está, excepto la princesa, tu hija. Ella puede lucirla con tal gracia que podría ser que se lo hubieran fabricado a medida.
Una matrona llena de arrugas alzó la voz:
—¿Por qué no te casas con la princesa? ¿Por qué entregársela a un extraño y privarte tú mismo de ella?
Las palabras apenas habían sido pronunciadas cuando el rey mandó llamar al quadi para que arreglase los papeles del matrimonio. A la princesa, no le hizo ningún comentario a propósito de sus planes.
Se produjo una verdadera algarabía en palacio cuando los joyeros, sastres y demás proveedores acudieron para equipar a la novia. A la princesa le agradó saber que iba a desposarse, pero no tenía ni la más remota idea de quién se convertiría en su esposo. Incluso cuando llegó «la noche de la entrada», en la que el novio ve a la novia por vez primera, ella seguía ignorando la verdad, aunque oía susurrar a los sirvientes, que se afanaban a su alrededor, peinándola y poniéndole alfileres y acicalándola. Al final, la hija del ministro, que había acudido a su lado para admirarla en todo su esplendor, dijo:
—¿Por qué frunces el ceño? ¿Acaso no fueron creadas las mujeres para el matrimonio con los hombres? ¿Y acaso existe algún hombre con un rango superior al del rey?
—¿Qué quieres decir con ese discurso tuyo? —gritó la princesa.
—No te lo contaré —dijo la chica— si no me das tú primero tu brazalete de oro para que yo te lo guarde.
La princesa se quitó la pulsera y la chica le explicó cómo se habían desarrollado los acontecimientos, de manera que el novio resultaba ser nada menos que el propio padre de la princesa.
La princesa se puso más pálida que el velo que le cubría la cabeza y empezó a temblar como un enfermo de fiebres tifoideas. Se levantó y ordenó a todos los presentes que se marchasen. Luego, con la certeza de que debía escapar de aquel sitio, corrió a la terraza y desde allí saltó la muralla que rodeaba el palacio, yendo a parar al patio de una curtiduría que se encontraba justo abajo. Obligó al curtidor a aceptar un puñado de oro y le dijo:
—¿Me podrías coser un traje de cuero para ocultarme de los pies a la cabeza, y que no dejase que se me vieran nada más que los ojos? Lo quiero tener listo para mañana, al alba.
El pobre hombre se puso como loco de alborozo al ver las monedas. Empezó a trabajar con la ayuda de su esposa y sus hijos. Se pasó la noche cortando y dando puntadas, hasta que, antes de que hubiese suficiente luz para distinguir una hebra blanca de otra negra, el traje estuvo listo. Pero, ¡esperad un momento!: aquí llega nuestra dama, la princesa. Se puso el traje: era un espectáculo tan raro que cualquiera que la hubiese mirado la habría confundido con una pila de pieles curtidas, sin más. Disfrazada así salió del taller del curtidor y se echó a dormir junto a las puertas de la ciudad, esperando las luces del alba.
Y ahora regreso al rey, mi señor. Cuando entró en la cámara nupcial y vio que la princesa se había ido, mandó su ejército a recorrer la ciudad para encontrarla. Una y otra vez, ocurría que un soldado se tropezaba con la princesa, que estaba tumbada junto a las puertas, y le preguntaba:
—¿Has visto a la hija del rey?
Y ella replicaba, en todos los casos:
Me llamo Juleidah por mi abrigo de piel,
me fallan los ojos y no veo bien,
mis oídos no sirven y por eso soy sorda.
Lejano o cercano, nadie me importa.
Cuando se hizo de día y abrieron los cerrojos de las puertas de la ciudad, ella fue arrastrando sus pesados pies hasta cruzar las murallas. Luego, volvió la cara a la ciudad de su padre y emprendió la huida.
Y así, caminando y corriendo, con uno de sus pies elevándola sobre el suelo y el otro devolviéndola a él, llegó un día en el que, con el ocaso, la princesa llegó a otra ciudad. Demasiado fatigada para seguir avanzando ni un solo paso más, se dejó caer. El lugar en el que se había echado a reposar estaba cobijado a la sombra del muro que rodeaba los aposentos de las mujeres: el harén del palacio del sultán. Una joven esclava que se asomó a la ventana para tirar las migas sobrantes del banquete real reparó en el montón de pieles que se encontraban sobre el suelo, aunque no caviló más sobre el asunto. Pero cuando vio dos ojos que brillaban y la miraban fijamente desde algún punto en mitad de aquellos pellejos, dio un respingo y se cayó de espaldas del terror, y después le dijo a la reina:
—Mi señora, hay algo monstruoso agazapado debajo de nuestra ventana. Lo he visto y, parece un Ifrit…[5] ¡De veras!
—Tráemelo para que lo vea yo y juzgue por mí misma —dijo la reina.
La joven esclava bajó tiritando del susto, mientras se preguntaba a qué sería más fácil enfrentarse: al monstruo de fuera, o a la cólera de su ama si no cumplía sus deseos. Pero la princesa, vestida con sus pieles, no hizo ningún ruido cuando la joven esclava empezó a tirar de una esquina de la pila de cuero. La chica se armó de valor y la arrastró ante la esposa del sultán.
Jamás se había visto una criatura tan asombrosa en aquel país. Levantando ambas manos para expresar su sorpresa, la reina le preguntó a su criada:
—¿Qué es esto? —Y a continuación se volvió hacia el monstruo y le preguntó—: Y tú, ¿quién eres?
Y aquí fue cuando el montón de pieles respondió:
Me llamo Juleidah por mi abrigo de piel,
me fallan los ojos y no veo bien,
mis oídos no sirven y por eso soy sorda.
Lejano o cercano, nadie me importa.
¡Y qué carcajadas soltó la reina al oír tan pintoresca respuesta!
—Ve y tráele a nuestra invitada comida y bebida —dijo, llamándola a un aparte—. Tenemos que retenerla para que nos entretenga.
Cuando Juleidah hubo comido, la reina dijo:
—Dinos lo que sabes hacer, para que te busquemos una ocupación en palacio.
—Cualquier tarea que me digas que haga, estaré dispuesta a tratar de cumplirla —dijo Juleidah.
Entonces la reina exclamó:
—¡Cocinera! ¡Llévate a esta alma con las alas rotas a tu cocina! Puede que, por intercesión de ella, Dios nos recompense con sus bendiciones.
Así que nuestra hermosísima princesa comenzó a trabajar en la cocina, convertida en fregona, atizando los fogones y barriendo las brasas. Si la reina se aburría porque no tenía compañía, llamaba a Juleidah y se divertía con su cháchara.
Un día, el wazir les hizo llegar el mensaje de que todo el harén del sultán quedaba invitado a una noche de fiesta en su casa. El barullo y expectación de los aposentos de las mujeres duraron todo el día. Mientras la reina se preparaba para salir esa tarde, se acercó hasta donde estaba Juleidah, se detuvo y dijo:
—¿Por qué no vienes con nosotras esta noche? Todos los sirvientes y esclavos están invitados. ¿No te da miedo quedarte sola?
Pero Juleidah se limitó a repetir su estribillo:
Mis oídos no sirven y por eso soy sorda.
Lejano o cercano, nadie me importa.
Una de las sirvientas resopló y dijo:
—¿Qué puede haber aquí para que tenga miedo? ¡Está ciega y sorda y ni siquiera se daría cuenta si un Ifrit se le echara encima en mitad de la noche!
Y, diciendo esto, se marchó.
En el salón donde recibieron a las mujeres en casa del wazir [6] había un gran festín y música y mucho jolgorio. De pronto, cuando la conversación y el entretenimiento se encontraban en su punto álgido, alguien entró y obligó a todos a parar en medio de la palabra que estuviesen pronunciando. Alta como un ciprés, con una cara que se asemejaba a una rosa y adornada con las joyas y las sedas de la prometida del rey, dio la impresión de llenar la estancia de luz. ¿Quién era? Pues nada menos que Juleidah, que se había despojado del abrigo de pieles al comprobar que las mujeres del harén del sultán se habían marchado. Las había seguido hasta la casa del wazir, y entonces las damas, que antes parecían tan alegres, empezaron a pelearse, disputándose un sitio al lado de la recién llegada.
Cuando estaban a punto de salir las primeras luces del alba, Juleidah tomó un puñado de lentejuelas de oro del pliegue de su fajín y las esparció sobre el suelo. Las damas se dispersaron para hacerse con el brillante tesoro. Y mientras estaban así ocupadas, Juleidah abandonó el salón. Rápida, muy rápida, tomó el camino de regreso a la cocina de palacio y se puso de nuevo el abrigo de cuero. Pronto llegaron también los demás a casa. Al ver el montón de pieles en el suelo de la cocina, la reina, que iba calzada con unos zapatos rojos de bailarina, le dio un puntapié y dijo:
—De verdad, ojalá hubieses venido con nosotras para ver a la dama que se presentó en la celebración.
Pero Juleidah se limitó a murmurar:
—Me fallan los ojos y no veo bien…
Y todos volvieron a sus respectivas camas y se durmieron.
Cuando la reina se despertó al día siguiente, ya era de día y brillaba el sol. Tal y como solía hacer, el hijo del sultán fue a besar la mano de su madre y a desearle que tuviera un buen día. Pero ella no hacía más que hablar de la invitada desconocida del banquete del wazir.
—¡Ay, hijo mío! —suspiraba—, era una mujer con un rostro y un cuello y una figura que quienquiera que la veía comentaba: «¡Esta no puede ser la hija de un rey ni de un sultán, sino de alguien todavía más importante!».
La reina siguió alabando sin cesar a la mujer, hasta que logró encender el corazón del príncipe. Finalmente, concluyó:
—Ojalá le hubiese preguntado el nombre de su padre, para prometerla contigo y que se convirtiera en tu esposa.
A lo cual, el hijo del sultán repuso:
—Cuando regreses esta noche para seguir la fiesta, me esconderé tras la puerta del wazir y esperaré a que ella se marche. Le preguntaré entonces quién es su padre y cuál es su posición.
Al anochecer, las mujeres volvieron a engalanarse. Con los pliegues de sus túnicas fragantes de azahar e incienso y las muñecas cargadas de tintineantes brazaletes, pasaron al lado de Juleidah, que seguía tumbada en el suelo de la cocina, y le preguntaron:
—¿Vendrás con nosotras esta noche?
Pero Juleidah se limitó a darles la espalda. Y cuando se hubieron marchado y se sintió segura, se quitó de un manotazo el traje de cuero y corrió tras ellas.
En el salón del wazir, los invitados se agolparon en torno a Juleidah, llenos de curiosidad por verla y por preguntarle de dónde venía. Pero ante cualquier pregunta, ella callaba, no decía ni sí ni no, aunque se quedó con ellos hasta que amaneció un nuevo día. Entonces, lanzó un puñado de perlas sobre las baldosas de mármol y mientras las mujeres se daban empellones para atraparlas, ella se escabulló con la misma facilidad que un pelo sale de la masa del pan si se tira de él.
¿Y quién se encontraba escondido tras la puerta? Pues el príncipe, desde luego, que había estado esperando este momento. Le bloqueó el paso y la agarró por el brazo para preguntarle quién era su padre y de qué tierra venía. Pero la princesa tenía que volver a la cocina si no quería que su secreto saliera a la luz. De modo que luchó para escapar de la muchedumbre, y en la refriega acertó a engancharse con el anillo que el príncipe llevaba y se lo sacó limpiamente del dedo.
—¡Por lo menos, dime de dónde vienes! —chilló él, mientras ella salía despavorida—. ¡Por Alá, dime de dónde!
Y ella respondió:
—Vivo en una tierra de cazos y mazos.
Y, a continuación, regresó presurosa a palacio y se escondió en su abrigo de pellejos.
En eso entraron los demás, parloteando y riendo. El príncipe le contó a su madre lo que había sucedido y le anunció que tenía la intención de realizar un viaje.
—Debo ir al país de los mazos y de los cazos —le explicó.
—Ten paciencia, hijo mío —repuso la reina—. Dame tiempo para prepararte unos víveres para el camino.
A pesar de que estaba ansioso por partir, el príncipe consintió en retrasar su marcha dos días, ¡pero ni una hora más de eso!
La cocina del palacio se llenó de actividad. Empezó a molerse y a tamizarse grano, a amasarse y a cocerse pan en el horno, y Juleidah se mantuvo todo el rato a un lado, contemplando el proceso.
—¡Sal de aquí! —le gritó el cocinero—. ¡Este no es trabajo para ti!
—¡Yo quiero servir al príncipe, nuestro amo, igual que los demás! —repuso Juleidah.
Deseando al mismo tiempo permitirle que ayudara y no permitírselo, el cocinero le dio un trozo de masa para que lo amasase. Juleidah preparó un pastel y cuando nadie la veía, deslizó dentro el anillo del príncipe. Y cuando la comida estuvo empaquetada, Juleidah colocó su pastelillo encima de todos los demás envoltorios.
En la mañana del tercer día, cargaron las alforjas con las raciones de comida y el príncipe, acompañado de sus lacayos y sus hombres, se puso en camino. Cabalgó sin tregua hasta que el sol apretó demasiado, y entonces dijo:
—Dejemos descansar a los caballos mientras nosotros tomamos un tentempié.
El lacayo que descubrió la diminuta hogaza de Juleidah encima del resto de las provisiones le dio un empujón y la tiró.
—¿Por qué has tirado ese paquete? —le preguntó el príncipe.
—Es obra de la criatura llamada Juleidah: yo mismo la vi hacerla —replicó el lacayo.
—Es un engendro, igual que ella.
El príncipe sintió lastima por aquella desconocida, que imaginó tendría un ligero retraso, y le pidió al lacayo que recuperase el pastel. Cuando abrió la hogaza, ¡vio su propio anillo dentro! El anillo que había perdido en la noche de fiesta en casa del wazir. Al entender de pronto dónde se hallaba la tierra de los mazos y los cazos, el príncipe dio orden de regresar.
Después de saludar al rey y a la reina, el príncipe dijo:
—Madre, mande que Juleidah me traiga la cena.
—Ella casi no ve ni oye —dijo la reina—. ¿Cómo va a llevarte la cena?
—No comeré si no es Juleidah quien me trae la comida —repuso el príncipe.
Así que, cuando llegó el momento, los cocineros alinearon los platos en una bandeja y ayudaron a Juleidah a levantarla y a ponérsela sobre la cabeza. Así subió las escaleras, pero antes de que llegara a los aposentos del príncipe, perdió el equilibrio y los platos cayeron y se hicieron trizas.
—Ya te advertí que está ciega —le dijo la reina a su hijo.
—Solamente comeré si es Juleidah quien me trae la comida —repitió él.
Los cocineros prepararon un segundo ágape, pusieron de nuevo la bandeja bien cargada sobre la cabeza de Juleidah y a continuación enviaron a dos jóvenes esclavas para que la cogieran cada una de una mano y la guiaran hasta la puerta de los aposentos del príncipe.
—Idos —les ordenó el príncipe a las dos esclavas—, y tú, Juleidah, ven aquí.
Juleidah empezó a decir:
Me llamo Juleidah por mi abrigo de piel,
me fallan los ojos y no veo bien,
mis oídos no sirven y por eso soy sorda.
Lejano o cercano, nadie me importa.
Pero el príncipe le dijo:
—Ven y llena mi copa.
Mientras se aproximaba a él, desenvainó una daga que llevaba al cinto y con ella rasgó el abrigo de cuero desde el cuello hasta el dobladillo de la falda. Este cayó al suelo, hecho un guiñapo, y quedó a la vista la doncella que le había descrito su madre, de una belleza tal que podría haberle dicho a la luna: «Ponte, que yo brillaré en tu lugar».
Después de ordenarle a Juleidah que se escondiera en un rincón de la habitación, el príncipe mandó llamar a la reina. La matrona lanzó un alarido cuando vio las pieles amontonadas en el suelo.
—¿Por qué, hijo mío, has cargado con la responsabilidad de esta muerte? ¡La pobre criatura merecía más tu compasión que tu castigo!
—Entra, madre —dijo el príncipe—. Entra y echa un vistazo a nuestra Juleidah antes de empezar a llorarla.
Y condujo a su madre hasta donde se encontraba nuestra hermosa princesa, cuya hermosura se había revelado en todo su esplendor e iluminaba la estancia como un rayo de sol. La reina se abalanzó sobre la muchacha y la besó muchas veces, y le pidió que se sentara junto al príncipe y que comiera. Luego, mandó llamar al quadi para que redactase el documento que uniría a nuestro señor el príncipe con la bella princesa, de modo que ambos pudiesen vivir juntos para siempre en la más feliz de las dichas.
Ahora vamos a volver hasta el rey, el padre de Juleidah. Cuando este entró en la cámara nupcial para levantar el velo del rostro de su propia hija, se dio cuenta de que esta se había marchado, y después de buscarla en vano por toda la ciudad, llamó a su ministro y a sus sirvientes y se vistió con indumentaria de viaje. De una tierra a otra, fue desplazándose y entrando en cada ciudad, una por una, llevando siempre tras él, encadenada, a la mujer que le había sugerido que se casase con su propia hija. Por fin, llegó a la ciudad donde vivían Juleidah y su esposo el príncipe.
La princesa estaba sentada junto a la ventana cuando atravesaron las puertas de la ciudad, y los reconoció nada más verlos. De inmediato, mandó un mensaje a su esposo, instándole a que invitase a los forasteros. El noble amo de la casa acudió entonces a recibirlos y logró convencerlos de que hiciesen un alto, no sin antes insistir mucho, pues ellos estaban impacientes por continuar su misión. Cenaron en el salón donde el príncipe recibía a sus visitas y, cuando se marcharon, pronunciaron estas palabras:
—Según reza el proverbio: come hasta hartarte, pero, cuando acabes, ¡ponte de pie!
Por su parte, él los retuvo con otro proverbio:
—Allá donde partas tu pan, has de hacer tu cama.
Al fin, la amabilidad del príncipe obligó a los fatigados forasteros a tumbarse y a pasar la noche en su casa.
—Pero ¿por qué favoreces tanto a estos extraños? —le preguntó el príncipe a Juleidah.
—Déjame tu túnica y tu turbante y llévame a verlos —dijo ella—. Pronto conocerás mis motivos.
Así disfrazada, Juleidah se sentó con sus huéspedes. Cuando las tazas de café se hubieron llenado y vaciado, ella dijo:
—Vamos a contar historias para pasar el rato. ¿Quieres empezar tú o empiezo yo?
—Déjanos con nuestras tribulaciones, hijo mío —dijo el rey, su padre—. No estamos de humor para contar cuentos.
—En tal caso, yo te entretendré, para distraerte y así aliviar tu mente —dijo Juleidah—. Hubo una vez un rey —comenzó, y luego siguió contando la historia de sus aventuras, de principio a fin.
De vez en cuando, la vieja la interrumpía para decir:
—¿No has encontrado una historia mejor que esta, hijo mío?
Pero Juleidah siguió narrando sin pausa, y cuando hubo acabado dijo:
—¡Yo soy tu hija la princesa, y he sufrido todos estos padecimientos a causa de las palabras de esta vieja pecadora hija de la vergüenza!
A la mañana siguiente lanzaron a la vieja por un gran precipicio, al wadi[7]. El rey les regaló a su hija y al príncipe la mitad de su reino, y ambos vivieron felices y contentos hasta su muerte, y solo el que separa a los más fieles enamorados consiguió separarlos.