La doncella manca
Rusia
n cierto reino, fuera de nuestro país, vivía un rico mercader que tenía dos hijos, un chico y una chica. El padre y la madre murieron. El hermano le dijo a su hermana:
—Vayámonos de esta ciudad, hermanita, que yo arrendaré un negocio y me dedicaré al comercio y encontraré una casa para los dos, y viviremos allí juntos.
Se marcharon a otra provincia. Cuando llegaron, el hermano se inscribió en el gremio de mercaderes y arrendó una tienda de tejidos. Después se propuso casarse, y tomó por esposa a una hechicera. Un día, se fue a la tienda a ocuparse de sus negocios y le dijo a su hermana:
—Hermana, pon la casa en orden.
La esposa se ofendió porque le pidiera eso a la hermana. Para vengarse, rompió todos los muebles y cuando su marido regresó a casa se enfrentó a él y le dijo:
—Mira qué clase de hermana tienes, que ha roto todos los muebles.
Él repuso:
—Una lástima, pero podemos comprarlos nuevos.
Al día siguiente, cuando estaba a punto de salir para irse a la tienda, se despidió de su mujer y de su hermana y le dijo a esta última:
—Por favor, hermanita, ocúpate de que todo cuanto hay en esta casa se mantenga lo mejor posible.
La esposa se tomó su tiempo antes de encaminarse a las caballerizas para decapitar al mejor corcel de su esposo con un sable. A continuación, se puso a esperarlo en el porche.
—¡Mira qué clase de hermana tienes —le dijo—, que le ha cortado la cabeza a tu corcel predilecto!
A lo que su marido contestó:
—¡Bah, deja que los perros se coman lo que es suyo!
Al tercer día, el marido volvió a irse a la tienda a trabajar, se despidió y le dijo a la hermana:
—Por favor, cuídame a mi esposa, que no se lastime ella misma ni se lastime el bebé, si por una casualidad se pusiera de parto.
Cuando la esposa dio a luz al niño, lo decapitó. Y cuando regresó a casa el marido, la encontró allí sentada, lamentándose por la pérdida del recién nacido.
—¡Mira qué clase de hermana tienes: no he hecho más que dar a luz a mi niño y ella le ha cortado la cabeza con un sable!
El marido no respondió. Solo lloró amargamente y le dio la espalda.
Llegó la noche. Cuando sonaron las doce campanadas, él se levantó y dijo:
—Hermanita, prepárate, que nos vamos a misa.
Ella respondió:
—Bienamado hermano, me parece que hoy no es día festivo.
A lo que él repuso:
—Sí, hermana mía, es festivo: vámonos ya.
Ella protestó:
—Aún es demasiado pronto para marcharnos, hermano.
Pero él dijo:
—No. Las doncellas jóvenes siempre tardáis mucho en arreglaros.
Así que la hermana empezó a vestirse, pero lo hizo de mala gana y muy despacio. Su hermano le decía:
—Date prisa, hermana, vístete de una vez.
Y ella le respondió:
—Por favor, hermano, que todavía es temprano.
Pero él insistía:
—No, hermanita, no lo es… Ya teníamos que habernos marchado hace rato.
Cuando la hermana se hubo arreglado, se sentaron en un carruaje y se encaminaron a la iglesia. El recorrido fue largo, o quizá corto. Por fin llegaron a un bosque. La hermana dijo:
—¿Qué bosque es este?
Y él respondió:
—Lo que ves es el seto que rodea la iglesia.
El carruaje se quedó entonces atrancado en un matorral. El hermano dijo:
—Sal, hermanita, y libera el carruaje.
—¡Ay, hermano, no puedo, que se me ensuciará el vestido!
Pero él replicó:
—Te compraré uno nuevo, hermana, uno mejor que este.
Conque ella salió del carruaje y se dispuso a liberar las ruedas, y el hermano aprovechó entonces para cortarle los brazos hasta los codos, antes de fustigar al caballo y alejarse de allí.
La hermanita se quedó sola y se puso a llorar y a caminar por los bosques. Caminó y caminó, durante mucho tiempo o quizá poco, y se llenó de rasguños, pero no pudo encontrar el sendero que la condujese a la salida del bosque. Al final, después de varios años así, encontró un sendero. Llegó a una ciudad con un mercado y se plantó bajo la ventana del mercader más rico para pedirle limosna. El mercader tenía un hijo, solo uno, que era como la niña de sus ojos. Aquel muchacho se enamoró de la pordiosera y dijo:
—Queridos padre y madre, dejad que me case.
Ellos respondieron:
—¿Y con quién vamos a casarte?
Él les dijo:
—Con esa pordiosera.
—¡Ay!, querido hijo, ¿es que los mercaderes de esta ciudad no tienen hijas suficientemente guapas?
Pero él insistía:
—Por favor, dejad que me case con ella. Si no me dejáis, no respondo de lo que haga conmigo mismo.
Ellos estaban consternados, pues era su único hijo, el tesoro de su existencia. Por eso, reunieron a todos los mercaderes y a los clérigos y les pidieron que juzgasen el asunto: ¿debían casar al hijo con la pordiosera o no? El sacerdote dijo:
—Ese debe ser su destino: Dios le da a su hijo su beneplácito para casarse con la pordiosera.
Así vivieron juntos ella y el hijo durante un año, y otro año más. Cuando se cumplieron los dos años, él marchó a otra provincia, donde el hermano de ella tenía la tienda. Cuando el esposo se despidió, les dijo a sus padres:
—Padre, madre, no abandonéis a mi esposa… En cuanto dé a luz, escribidme. Hacedlo en ese mismo instante.
Dos o tres meses después de que el hijo partiera, su esposa dio a luz a un niño con los brazos dorados hasta los codos, los costados tachonados de estrellas y una brillante luna en mitad de la frente y un sol radiante cerca del corazón. Los abuelos estaban alborozados y de inmediato le escribieron una carta a su bienamado hijo. Despacharon a un anciano con la nota y le dijeron que se diese mucha prisa. Mientras tanto, la perversa cuñada, que estaba al tanto de todo lo sucedido, invitó al viejo mensajero a su casa:
—Entra, padrecito, y descansa un poco.
A lo que él respondió:
—No, no tengo tiempo… Llevo un mensaje urgente.
Pero ella seguía en sus trece:
—Entra, padrecito, descansa y come algo.
Lo convenció de que se sentase a cenar, y le cogió el bolsón que llevaba y encontró la carta en su interior. La leyó y la hizo trizas antes de escribir otra carta que decía así: «Tu esposa ha dado a luz a una criatura que es mitad perro y mitad oso, y que fue concebida con las bestias del bosque».
El viejo mensajero llegó adonde estaba el hijo del mercader y le entregó la carta, que él leyó antes de estallar en llanto. Escribió una carta para responder y decir que no molestasen a su hijo hasta que él regresara. Pensó para sí:
—Cuando llegue, veré qué clase de niño es.
La hechicera invitó al viejo mensajero a que entrase otra vez en su casa:
—Entra, siéntate y reposa.
De nuevo lo engatusó con su charla y le robó la carta que le habían confiado, la leyó, la rasgó y dio orden de que expulsasen a su cuñada de la casa nada más fuera recibida la misiva. El viejo mensajero llevó la carta, y el padre y la madre la leyeron y se llenaron de aflicción.
—¿Por qué nos causa tantos problemas? —se preguntaban—. Lo dejamos casarse con la chica, ¡y ahora no quiere tener mujer!
Se apiadaban menos de la esposa que de ellos mismos, así que les dieron sus bendiciones, ataron al bebé al pecho de su madre y la echaron de la casa.
Ella se alejó derramando lágrimas de amargura. Estuvo caminando durante mucho rato, o durante poco rato, siempre campo a traviesa, sin ver bosque alguno ni pueblo alguno. Llegó a un valle y se sintió muy sedienta. Miró a su derecha y vio un pozo. Quiso sacar agua de él, pero tuvo miedo de inclinarse, por si se le caía el bebé de los brazos. Entonces se figuró que el agua se le había aproximado, y al inclinarse para beber dejó caer al bebé en el pozo. Se puso entonces a dar vueltas en torno al pozo, sollozando y preguntándose cómo iba a sacar al niño de allí. Un anciano se le acercó y le dijo:
—¿Por qué lloras, esclava de Dios?
—¿Y cómo no voy a llorar? Me incliné para beber agua del pozo y mi hijo se me ha caído dentro.
—Pues agáchate y sácalo.
—No, padrecito. No puedo, porque no tengo manos, sino muñones.
—Haz lo que te digo. Coge a tu bebé.
Ella fue hasta el pozo, alargó los brazos y Dios la ayudó, pues comprobó que de pronto tenía brazos, enteritos.
Se agachó, tiró del bebé para sacarlo y se puso a hacer reverencias en todas direcciones para dar las gracias.
Dijo sus plegarias, se fue alejando más y más y llegó a la casa donde estaban alojados su hermano y su esposo, y pidió que la hospedasen. Su marido dijo:
—Hermano, deja que la pordiosera entre… Las pordioseras saben contar historias y narrar hechos reales.
La perversa cuñada dijo:
—Ya no nos quedan habitaciones para más huéspedes. Estamos completos.
—Por favor, hermano, déjala que se quede… No hay nada que me agrade más que escuchar los cuentos que narran las pordioseras.
La dejaron entrar y ella se sentó en la cocina, sobre la estufa, con el bebé. Su marido le dijo:
—Y, ahora, palomita, cuéntanos un cuento…, o una historia, lo que sea.
Ella dijo:
—No sé ninguna historia ni ningún cuento, pero te puedo contar una verdad. Escuchadme, pues hay un hecho verdadero que puedo narraros.
Y empezó su relato:
—Hubo un reino, más allá de las fronteras de nuestro país, donde vivía cierto mercader rico que tenía dos hijos, un chico y una chica. El padre y la madre murieron. El hermano le dijo a su hermana:
»—Abandonemos este país, hermanita.
»Y se fueron a otra provincia. El hermano se inscribió en el gremio de mercaderes y arrendó una tienda de paños. Y resolvió también casarse con una hechicera.
En este punto, la cuñada farfulló:
—¿Por qué nos aburre esta con sus historias, si no es más que una bruja?
Pero el marido dijo:
—Sigue, sigue, madrecita, ¡a mí me gustan estas historias más que nada en el mundo!
De modo que la pordiosera prosiguió su narración:
—El hermano empezó a hacer negocios en la tienda y le dijo a la hermana: «Mantén la casa ordenada, hermana». La esposa se sintió ofendida porque le había pedido eso a su hermana y de puro rencor rompió todos los muebles de la casa.
Y así siguió contando cómo su hermano la había llevado a misa y le había cercenado las manos, cómo había dado a luz a un bebé y cómo su cuñada había convencido con artimañas al viejo mensajero.
De nuevo, la cuñada la interrumpió, gritando:
—¡Qué zarandajas está diciendo!
Pero el esposo replicó:
—Hermano, manda a tu mujer que se calle: ¿no es el cuento una maravilla?
Ella siguió el relato hasta llegar al momento en el que su esposo les escribió a los padres y ordenó que dejasen en paz al bebé hasta que él no reapareciera, y la cuñada balbuceó:
—¡Qué estupideces!
Luego llegó al punto de la historia en el que se presentaba en la casa vestida de pordiosera, y la cuñada balbuceó:
—¿Pero qué clase de paparruchas está contando esta?
Y el esposo dijo:
—Hermano, dile que se calle, ¿por qué nos interrumpe continuamente?
Finalmente alcanzó el instante en el que la dejaban entrar y empezó a contar la verdad, en lugar de una historia inventada. Y entonces los señaló con el dedo y dijo:
—Este es mi esposo, este es mi hermano, y esta, mi cuñada.
Y entonces su marido se levantó de un brinco para acercarse a la estufa, donde ella estaba sentada, y dijo:
—Ahora, cariño, enséñame al bebé. Déjame ver si lo que me escribieron mi padre y mi madre es cierto.
Tomaron al bebé, le quitaron las gasas en las que iba envuelto ¡y toda la estancia se llenó de luz!
—Entonces, es verdad que no nos contó un cuento, sino que aquí está mi esposa, y este es mi hijo: ¡de oro hasta los codos, con los costados tachonados de estrellas, una brillante luna en mitad de la frente y un sol radiante cerca del corazón!
El hermano fue a buscar la mejor yegua de la caballeriza, ató a su esposa a la cola del animal y lo hizo galopar por los campos. La yegua la arrastró por el suelo hasta que solo se distinguió de ella la trenza, porque el resto quedó esparcido por los campos. Luego enjaezaron tres caballos y volvieron a la casa del padre y de la madre del joven esposo, y a partir de entonces no hicieron sino vivir felices y prosperar. Yo estuve allí y bebí hidromiel y vino, que me mojaron todo el bigote pero no llegaron a entrarme en la boca.