Bella, castaña y temblorosa

Irlanda

l rey Aedh Cúrucha vivía en Tir Conal, y tenía tres hijas, cuyos nombre eran Bella, Castaña y Temblorosa.

Bella y Castaña tenían vestidos nuevos y e iban a la iglesia todos los domingos. Temblorosa se quedaba en casa para hacer la comida y las tareas del hogar. No la dejaban salir de casa para nada, pues era más bella que las otras dos, y tenían pánico de que se casara antes que ellas.

Así siguieron tratándola durante siete años. Al cabo, el hijo del rey Omanya se enamoró de la hija mayor.

Un domingo por la mañana, después de que las otras dos se fueran a la iglesia, una vieja comadre llegó a la cocina y se acercó a Temblorosa para decirle:

—Es en la iglesia donde deberías estar en un día como hoy, no aquí en casa, trabajando.

—¿Cómo iba yo a ir a la iglesia? No tengo ropas buenas, de las que se lleva la gente a misa. Además, si me vieran mis hermanas, me matarían por salir de casa.

—Te voy a dar —le dijo la vieja comadre— el vestido más precioso que hayan visto esas dos hermanas tuyas. Pero, dime, ¿cómo te gustaría que fuese ese vestido?

—Pues me gustaría que fuese un vestido blanco como la nieve, y los zapatos que me calzara tendrían que ser verdes.

Dicho y hecho: la comadre se puso la capa de la noche oscura, dio un pellizco a las prendas ajadas que llevaba puestas la joven y pidió que se convirtieran en la túnica más blanca y más bella del mundo. También pidió un par de zapatos verdes.

Nada más tuvo ante sí la túnica y los zapatos, se los entregó a Temblorosa para que se los pusiera. Cuando estuvo así vestida, la comadre le dijo:

—Tengo un pájaro dulce como la miel aquí, para que se te pose en el hombro derecho, y un bizcochito de miel para que te lo pongas sobre el izquierdo. En la puerta verás una yegua blanca como la leche, con una silla de montar dorada para que te sientes y una brida también dorada para que la agarres.

Temblorosa se sentó en la silla dorada, y cuando estuvo a punto para lanzarse al trote, la comadre le dijo:

—Ojo, que no debes entrar por la puerta de la iglesia. Además, justo cuando la gente se levante al final de la misa, tendrás que salir enseguida y galopar hasta casa, para llegar tan rápido como pueda traerte la yegua.

Cuando Temblorosa llegó a la puerta de la iglesia, no había nadie dentro que pudiera tener ni el menor atisbo de su presencia, aunque estuvieran al acecho para averiguar quién era la extraña. Cuando la vieron saliendo a galope tendido al final de la misa, corrieron para intentar darle alcance, pero de nada les sirvió, pues ella se había escapado y estaba ya demasiado lejos para que nadie la adelantara. Desde el minuto en el que se marchó de la iglesia hasta que llegó a casa, fue a tal velocidad que superaba al viento que soplaba por delante de ella, y también al que soplaba por detrás.

Llegó al umbral de la puerta, entró y encontró allí a la comadre que había preparado la cena. Se quitó los ropajes blancos y en un periquete estuvo vestida como de costumbre, con su vestido ajado.

Cuando las dos hermanas llegaron a casa, la comadre les preguntó:

—¿Hay noticias hoy, algo de lo que os hayáis enterado en la iglesia?

—Tenemos grandes noticias. Vimos a una dama estupenda, magnífica, a la puerta del templo. Un atuendo tan espléndido no lo habíamos visto nunca antes. A su lado, nuestras ropas palidecen. Y no había ni un solo hombre en la iglesia, desde el rey hasta el mendigo, que no se quedara extasiado mirándola y que no tratara de averiguar quién era.

Las hermanas no pararon hasta que no se hicieron con sendas túnicas como las de la extraña dama, pero pájaros dulces como la miel y bizcochitos de miel no pudieron encontrar.

Al domingo siguiente, las dos hermanas fueron de nuevo a la iglesia y dejaron a la más joven haciendo la comida.

Cuando se hubieron marchado, la comadre llegó y dijo:

—¿Vas a ir a la iglesia hoy?

—Iría —respondió Temblorosa— si tuviera con qué.

—¿Qué vestido vas a ponerte? —preguntó la comadre.

—Uno del satén negro más magnífico que pueda encontrarse, y unos zapatos rojos que me calzaré.

—¿Y de qué color va a ser tu yegua?

—Quiero que sea de un negro tan profundo y fulgurante que pueda ver mi propio reflejo sobre su cuerpo.

La comadre se puso entonces la capa de la noche oscura, y pidió que aparecieran la túnica y la yegua. Y al instante las tuvo. Cuando Temblorosa estuvo compuesta, la comadre le puso el pájaro dulce como la miel en el hombro derecho y el bizcochito de miel en el izquierdo. La silla de montar de la yegua era plateada, al igual que la brida.

Cuando Temblorosa se sentó en la silla e iba a lanzarse al galope, la comadre le dio órdenes estrictas de no entrar por la puerta de la iglesia. También le mandó que se apresurase a salir en cuanto la gente se levantase al final de la misa, y volver a casa sin perder ni un segundo a lomos de la yegua, para evitar que nadie pudiese detenerla.

Aquel domingo la gente se quedó más asombrada todavía, y la miraban con aún más fijeza que la otra vez, y no se quitaban de la cabeza la pregunta de quién podría ser aquella extraña. Pero no obtendrían respuesta alguna, pues en el mismo instante en que los parroquianos se levantaron de sus asientos, ella salió sigilosa del templo, se sentó en su montura y enseguida estuvo en casa, antes de que nadie pudiese pararla o hablar con ella.

La comadre tenía la comida preparada. Temblorosa se quitó el vestido de satén y, antes de que regresasen sus hermanas, se volvió a vestir con las ajadas ropas que siempre llevaba en casa.

—¿Qué noticias me traéis hoy? —les preguntó la comadre a las hermanas cuando llegaron de la iglesia.

—¡Ay, hemos visto otra vez a la extraña, a esa mujer estupenda de la que te hablamos! ¡Y otra vez, ningún hombre se fijó en nosotras, pues con la túnica de satén que llevaba, era imposible no hacernos sombra a nosotras, con estos vestidos! La iglesia entera, desde el más noble al más miserable, se quedó con la boca abierta contemplándola, y ni un solo hombre nos puso los ojos encima.

Las dos hermanas no tuvieron paz ni un momento de respiro hasta que no consiguieron hacerse con vestidos que se parecieran todo lo posible a los de la extraña dama. Desde luego, no fueron tan bonitos, pues túnicas semejantes no se hallaban en toda Erin.

Cuando llegó el tercer domingo, Bella y Castaña fueron a la iglesia vestidas de satén negro. Dejaron a Temblorosa trabajando en la cocina y le dijeron que se asegurase muy bien de que la comida estuviera preparada a su regreso.

Después de perderlas de vista, la comadre entró en la cocina y dijo:

—Pues bien, querida niña, ¿estás preparada ya para ir a la iglesia hoy?

—Iría si tuviera ropas adecuadas.

—Te conseguiré las ropas que quieras. ¿Cómo te apetece ir vestida?

—Con un vestido rojo como una rosa de la cintura para abajo, y blanco como la nieve de la cintura para arriba, una capa de verde sobre mis hombros y un sombrero en mi cabeza con una pluma roja, otra blanca, y otra verde, y zapatos para mis pies con la punta roja, el centro blanco y la parte trasera y los talones verdes.

La comadre se puso la capa de la noche oscura y deseó que aparecieran todas esas prendas, y sin demora las tuvo. Cuando Temblorosa estuvo vestida, la comadre le puso el pájaro dulce como la miel en el hombro derecho y el bizcochito de miel en el izquierdo. Luego, le puso el sombrero en la cabeza, y con unas tijeras le quitó un mechón rizado de acá y otro de allá, de modo que el más hermoso cabello dorado flotó por encima de los hombros de la muchacha. La comadre le preguntó a continuación qué clase de yegua quería montar, y ella respondió que una blanca con manchas azules y doradas en forma de diamante cuajándole todo el cuerpo, con la silla de montar dorada y la brida también dorada adornándole la testuz.

La yegua estaba plantada justo delante de la puerta, con un pájaro sentado entre las orejas. Este se puso a cantar en cuanto Temblorosa subió a su lomo, y no paró de trinar en todo el trayecto, desde la iglesia hasta su casa.

La fama de la hermosa y extraña dama se había extendido hasta los confines del mundo, y todos los príncipes y los hombres principales fueron a la iglesia aquel domingo para verla, pues cada cual albergaba la esperanza de poder ser él quien se la llevase consigo a casa después de la misa.

El hijo del rey de Omanya se olvidó por completo de la hermana mayor y se quedó fuera del templo, para tratar de atrapar a la extraña dama antes de que saliese despavorida.

La iglesia estaba más llena que nunca, y había tres veces más fieles fuera de sus puertas. Se había congregado tal muchedumbre allá delante que Temblorosa apenas pudo atravesar la cancela del recinto.

En cuanto la gente empezó a levantarse después de la misa, la dama salió sigilosa por la cancela, y en cuestión de segundos estuvo subida a su montura dorada y batiendo el viento con furia. Eso sí, a su lado cabalgaba el príncipe de Omanya, que la agarró por el pie y no la soltó en ningún momento, aunque así estuvieron cabalgando varias leguas, y por eso al final uno de sus zapatos se le salió del pie, y él se quedó con él entre las manos, detrás de ella. La muchacha llegó a casa tan rápido como pudo llevarla la yegua, y en todo el trayecto no dejó de pensar que la comadre la iba a matar por perder el zapato.

Al verla tan disgustada y tan demudado su rostro, la anciana le preguntó:

—¿Qué es lo que te ha pasado ahora?

—¡Ay, se me ha caído uno de los zapatos! —dijo Temblorosa.

—No padezcas por eso; no te disgustes —dijo la comadre—, que tal vez sea lo mejor que te ha pasado en tu vida.

Entonces, Temblorosa se deshizo de todo lo que llevaba encima y se lo entregó a la comadre antes de ponerse su ropa vieja para trabajar en la cocina. Cuando las hermanas llegaron a casa, la comadre les preguntó:

—¿Traéis noticias de la iglesia?

—Pues sí, ciertamente —dijeron—, porque hemos visto algo inigualable hoy. La extraña dama se ha presentado nuevamente, y con un atuendo más suntuoso que en las demás ocasiones. Tanto ella como la yegua que montaba eran de los colores más radiantes del mundo, y entre las orejas del caballo se había posado un pájaro que no dejó de cantar en ningún momento, desde que ella llegó hasta que se marchó. La dama es la mujer más hermosa que haya visto hombre alguno en tierras de Erin.

Después de que Temblorosa se marchase de la iglesia, el hijo del rey de Omaya les dijo a los demás príncipes allí presentes:

—Con esta dama, me voy a quedar yo.

—Mira, no te la has ganado simplemente por quitarle el zapato del pie. Tendrás que ganártela con el filo de tu espada. Vas a tener que luchar por ella antes de que puedas considerarla de tu propiedad —respondieron los demás, todos a una.

La agitación se extendió entre hijos de los diferentes reyes, pues estaban muy ansiosos por saber quién era la dama que había perdido el zapato, y pronto salieron de viaje y recorrieron toda Erin para buscarla. El príncipe de Omanya y los demás formaron un buen grupo y salieron a dar una vuelta por toda Erin. Buscaron por todos los rincones: norte, sur, este y oeste. Visitaron cada lugar en el que había una mujer a quien visitar, y no dejaron por registrar ni una sola casa de todo el reino, y siempre comprobaban si el zapato le cabía o no a la interesada, sin fijarse en si era rica o pobre, de alta cuna o plebeya.

El príncipe de Omanya siempre llevaba consigo el zapato. Y cuando las jóvenes lo avistaban, se llenaban de esperanza, pues era de un tamaño razonable, ni muy grande ni pequeño, y nadie podía decir a ciencia cierta el material del que estaba hecho. Por eso, mientras una imaginaba que quizá le vendría bien cortándole un pedacito al dedo gordo, otra chica con el pie más corto pensaba en ponerse algo de relleno en el extremo de la media para que cupiera. Pero de nada les sirvió, pues solo lograron destrozarse los pies, y hacerse heridas que tardarían meses en sanar.

Las dos hermanas, Bella y Castaña, se enteraron de que los príncipes del mundo estaban buscando por toda Erin a la mujer capaz de ponerse el zapato, y todos los días hablaban de probar suerte. Un día, Temblorosa alzó la voz y dijo:

—Puede que sea mi pie en el que quepa ese zapato.

—¡Por Dios santo, tú, con ese pie de perro que tienes! ¿A qué viene decir eso, si te quedabas en casa todos los domingos?

Se sentaron a esperar mientras regañaban a su hermana pequeña, y entretanto, los príncipes se aproximaron al palacio. El día en el que iban a llegar, las hermanas metieron a Temblorosa en un armario y la encerraron allí bajo llave. Cuando el príncipe de Omanya y su séquito llegaron a la casa, él les tendió el zapato a las hermanas, que por mucho que probaron, no consiguieron ceñírselo.

—¿Hay alguna otra mujer joven en esta casa? —preguntó el príncipe.

—La hay —dijo Temblorosa, hablando alto para que la oyeran desde dentro del armario —y aquí estoy.

—¡Bah, si la tenemos solo para que barra las cenizas! —dijeron las hermanas.

Pero el príncipe y su séquito se negaron a abandonar la casa hasta que no la hubiesen visto. Las dos hermanas se vieron obligadas a abrir la puerta, y cuando Temblorosa salió, le dieron el zapato y comprobaron que se lo podía ajustar a la perfección.

El príncipe de Omanya la miró y dijo:

—Tú eres la mujer capaz de llevar este zapato; eres la mujer a quien le quité el zapato.

Entonces, Temblorosa alzó la voz y dijo:

—Quédense aquí hasta que yo vuelva.

Y se encaminó a la casa de la comadre. La anciana se puso la capa de la noche oscura, le consiguió todo lo que había llevado a la iglesia el primer domingo y la hizo montar en la yegua exactamente igual que aquel día. Entonces, Temblorosa enfiló el camino hasta llegar delante de la casa. Todos los que la habían visto la primera vez, dijeron:

—Es la dama a quien vimos en la iglesia.

Ella se marchó por segunda vez, y una segunda vez regresó sobre la yegua negra, vestida con los mismos ropajes que la comadre le había regalado la segunda vez. Todos los que la habían visto aquel segundo domingo, dijeron:

—Es la dama a quien vimos en la iglesia.

Una tercera vez les pidió que la aguardaran un ratito, y pronto regresó a lomos de una tercera yegua y con un tercer vestido. Todos los que la vieron esa tercera vez dijeron:

—Es la dama a quien vimos en la iglesia.

Todos los hombres se quedaron satisfechos, pues reconocieron en ella a la mujer extraña.

Y todos los príncipes y los hombres principales alzaron la voz para decirle al hijo del rey de Omanya:

—Tendrás que pelear por ella ahora, antes de que permitamos que se vaya contigo.

—Aquí estoy, frente a vosotros, y listo para el combate —replicó el príncipe.

El hijo del rey de Lochlin dio un paso al frente. La batalla dio comienzo, y fue verdaderamente una batalla terrible. Estuvieron peleándose nueve horas. Y fue el hijo del rey de Lochlin quien paró finalmente, se rindió y abandonó el campo de batalla. Al día siguiente, el hijo del rey de España peleó durante seis horas, y acabó deponiendo sus armas. Al tercer día, el hijo del rey de Nyerfói luchó durante ocho horas, y al cabo paró también. Al quinto día, ya no quedaban príncipes foráneos que deseasen luchar. En cuanto a los hijos de los reyes de tierras de Erin, se negaron en bloque a pelear contra un compatriota. Argumentaban que los forasteros ya habían tenido su oportunidad, y que como ningún otro había llegado a reclamar a la mujer, era de ley que esta perteneciera al hijo del rey de Omanya.

Fijaron el día de la boda y mandaron las invitaciones. Los festejos del matrimonio duraron un año y un día. Cuando se dio por concluida la celebración, el hijo del rey se llevó a su casa a su esposa, y a su debido tiempo, esta dio a luz a un hijo varón. La joven mandó que llamaran a su hermana mayor, Bella, para que estuviera a su lado y la ayudase. Un día, cuando Temblorosa estaba ya recuperada y su marido había salido a cazar, las dos hermanas salieron a pasear. Cuando llegaron a la playa y se acercaron a la orilla, la hermana mayor empujó a la menor y esta cayó al agua. Una ballena enorme pasó por allí y la devoró.

La hermana mayor volvió a casa sola, y el marido le preguntó:

—¿Dónde está tu hermana?

—Se ha ido a casa de su padre en Ballyshannon. Ahora que ya estoy bien, no la necesito.

—Vaya —dijo el marido, mirándola—, siento escalofríos, porque me da por pensar que es mi mujer quien se ha ido.

—¡Oh, no! —respondió ella—. Es mi hermana Bella la que ya no está.

Como las hermanas se parecían mucho, el príncipe dudaba. Aquella noche colocó su espada entre los dos, y dijo:

—Si eres mi esposa, esta espada se calentará; si no, se quedará igual de frío.

Por la mañana, cuando se levantó, la espada estaba igual de fría que cuando la dejó.

Pero resultó que, mientras las dos hermanas estaban paseando por la orilla, un vaquerito se encontraba también cerca de la orilla, pastoreando sus reses, así que había visto cómo Bella empujaba a Temblorosa y la tiraba al agua. Al día siguiente, cuando subió la marea, vio cómo la ballena se acercaba nadando a la orilla y la arrojaba allí. Estando allí tendida en la arena, le dijo al vaquero:

—Cuando anochezca y regreses a casa con el ganado, dile al maestro que ayer mi hermana Bella me empujó y me tiró al mar, y que me devoró una ballena, y que luego me arrojó a la arena de la playa, pero que volverá de nuevo para devorarme con la siguiente marea, y luego se irá con la siguiente marea, y regresará nuevamente con la marea de mañana y me tirará otra vez a la playa. La ballena me lanzará a la playa tres veces en total. Yo estoy bajo el embrujo de esa ballena y no puedo abandonar la playa ni escaparme sola. A menos que mi marido me salve antes de que me devore una cuarta vez, estaré perdida. Él tiene que venir, esperar a que la ballena se revuelva sobre sí misma, y luego dispararle una bala de plata que la alcance justo en una mancha entre rojiza y parda que tiene debajo de la aleta pectoral. Mi marido tiene que atinar justo ahí, pues es su único punto vulnerable.

Cuando el vaquero llegó a la casa, la hermana mayor le ofreció un trago de elixir de olvido, y no dijo nada.

Al día siguiente, salió de nuevo al mar. La ballena llegó y arrojó de nuevo a Temblorosa sobre la arena de la orilla. Ella le preguntó al chaval:

—¿Le has dicho al maestro lo que te pedí que le dijeras?

—No —dijo él—, me he olvidado.

—¿Y cómo es que te has olvidado?

—La señora de la casa me dio una copa de algo que me hizo olvidar.

—Bueno, pues esta noche no te olvides de decírselo. Y si ella te da algo de beber, no se lo aceptes.

En cuanto el vaquero llegó a la casa, la hermana mayor le ofreció una copa. Él solo la aceptó después de haberle transmitido el mensaje completo al señor de la casa. Al tercer día, el príncipe bajó hasta la playa con su pistola cargada. En ella había puesto una bala de plata. No había pasado demasiado tiempo junto a la orilla cuando la ballena llegó y tiró a Temblorosa sobre la arena, igual que había hecho dos días antes. Ella no tenía las fuerzas necesarias para hablar con su marido, pues la ballena seguía con vida. Cuando esta emergió y giró sobre sí misma, quedó al descubierto la mancha apenas un instante, y justo entonces el príncipe disparó. Solo tenía una oportunidad, y además bien breve. Pero la aprovechó y acertó en el sitio adecuado, y la ballena, loca de dolor, hizo que el agua a su alrededor se tornase roja como la sangre antes de morir.

En ese mismo minuto, Temblorosa recobró el habla, y se fue a casa con su marido, que mandó un recado al padre para que supiera lo que había hecho la hermana mayor. El padre acudió y le dijo que podía elegir cualquier muerte que quisiera darle. El príncipe le contestó que prefería dejar en sus propias manos tanto la vida como la muerte. Entonces, el padre hizo que la abandonasen en alta mar, metida en un tonel, con provisiones para siete años.

Con el paso del tiempo, Temblorosa tuvo un segundo retoño, una niña. El príncipe y ella mandaron al vaquero a la escuela, para instruirlo como si fuera uno de sus propios hijos, y ella afirmó:

—Si la niñita que nos va a nacer vive, ningún otro hombre del mundo podrá tenerla, solo él.

El vaquero y la hija del príncipe crecieron y luego se casaron. La madre le dijo a su esposo:

—No podrías haberme salvado de la ballena si no hubiese estado allí el vaquerito. Por esa razón, le entrego a mi hija sin ninguna reserva.

El hijo del rey de Omanya y Temblorosa tuvieron catorce hijos, y siguieron viviendo felices hasta que ambos murieron de viejos.

Cuentos de hadas
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