Nota del Autor

Esta novela está ambientada en dos épocas muy diferentes dentro de un período idealizado, que para el un profano en el mundo clásico es idéntico: “una de romanos”. Estoy seguro de que, después de haber leído este humilde homenaje a mi Valencia natal, el lector habrá descubierto grandes diferencias entre dos épocas antagónicas. En este viaje al pasado muestro como cambiaron las cosas desde los tiempos de ambición y conquista de la República a principios del siglo I a.C. hasta los años de la decadencia imperial en la segunda mitad del siglo III d.C.

Fueron dos épocas en apariencia similares, pero completamente distintas. En el primer capítulo, Introducción, nos adentramos en la crisis del mundo antiguo. Vemos una discreta ciudad de provincias, de cerca de cuatro mil habitantes libres, que prosperó tras su segunda repoblación durante el Alto Imperio lo suficiente como para merecer que el geógrafo Pomponio Mela la catalogara como “Notissima Urbs”. Esta ciudad, como el resto del Imperio, comienza a notar los apuros que están atenazando al estado, tanto económica como social y espiritualmente. Por todo ello la ciudad se comienza a despoblar de forma gradual durante el siglo III d.C., es más pequeña que su perímetro originario republicano y carece de unos muros regulares que la protejan de posibles amenazas externas. El comercio que la hizo crecer en la época Julio-Flavia comienza a flaquear debido a la desmedida inflación y la parálisis de las exportaciones de lino, aceite y vino. En el plano religioso y social, unas nuevas creencias exóticas y pacifistas importadas desde Oriente Medio desplazan a los antiguos dioses tutelares del estado, haciendo dudar a los abnegados súbditos del emperador sobre la divinidad de su cargo y la propia existencia del estado terrenal. Nuevos líderes clandestinos, promotores de las nuevas ideas, embaucan a las masas cada vez más pobres y confusas ofreciendo una vida idílica después de la muerte para los creyentes sumisos. El auge del cristianismo fue imparable en la Hispania más romanizada. Hay que tener en cuenta que desde la época en la que se ambienta este primer capítulo de la novela al terrible martirio del diácono Vincentius (San Vicente Mártir) sólo hay cuarenta años de diferencia, hechos que narraré en una nueva novela llamada “Devotio”.

Todas estas vicisitudes financieras y debilidades anímicas sumieron al Imperio en una total inestabilidad política causante de un constante y violento cambio de poderes en el Palatino. A esta situación tan compleja se le suma la muerte del emperador Decio combatiendo a los godos en el limes del Danubio en el 251 d.C. y, poco después, la de Valeriano a manos del rey Sapor de Persia, en el 260 d.C., ésta última, probablemente, a causa de la traición de su prefecto pretoriano Macrino. Los meses que siguieron al ruin magnicidio fueron un absoluto caos de punta a punta del Imperio.

Esa anarquía social y militar favoreció que gentes de allende las fronteras del Imperio no encontrasen resistencia armada en las desabastecidas guarniciones fronterizas del limes del Rin y entraran a placer en las provincias indefensas en busca de las tierras, el sol y las riquezas que sus lugares de origen no poseían. No todos los bárbaros querían destruir Roma, la mayoría de ellos querían ser Roma, formar parte del Imperio. Es una evidencia que, poco más de un siglo después de estos terribles sucesos, adoptaron con poca presión la religión, idioma, cultura y modo de vida de los sometidos una vez se instalaron en sus nuevas tierras.

La irrupción de la primera oleada de pueblos germánicos al solar valenciano está fechada sobre el 260 d.C., siendo quizá aún por entonces emperador Valeriano, o ya siéndolo su hijo Galieno, pues éste último quedó al cargo de los asuntos de Occidente al partir su padre hacia Oriente y acabar sus días como rehén y víctima del rey persa. En este año en concreto es en el que está ambientada la Introducción de la novela. Los dos siguientes emperadores, Galieno y Claudio el Gótico, no consiguieron reestablecer el orden en la península, a pesar de que éste último comenzara la campaña definitiva para expulsarlos. De hecho, se han encontrado podios, restos de estatuas y dedicatorias para dicho emperador en Sagunt y València. Según el historiador Orosio, fue el sucesor de Claudio, el impulsivo Lucio Domicio Aureliano, el que consiguió sacar definitivamente a los francos del oriente hispano quince años después de iniciar sus correrías, poco antes de su fallecimiento cerca del 275 d.C. Como curiosidad, a éste belicoso e impetuoso individuo le debemos la leve recuperación del limes imperial en todas las fronteras y la festividad del 25 de Diciembre. Aureliano declaró dicha fecha como día de la “natividad divina” e hizo que se acuñase moneda con la inscripción SOL DOMINUS IMPERII ROMANII (El Sol, Señor del Imperio Romano) en la que él, como emperador, se autoproclamaba representante del Sol en la Tierra. Curiosa y conveniente fecha.

Aquellas terribles y devastadoras incursiones evidenciaron la falta de medios del estado para evitar las cada vez más frecuentes migraciones de los bárbaros hacia tierras meridionales. El hallazgo de un pedestal en la antigua Plaça de L’Almoina de València (hoy Plaça de Dècim Juni Brut) en el que el doble senado valentino expresa su agradecimiento al “dios” Aureliano podría estar estrechamente relacionado con estos terribles sucesos. Todos los vestigios romanos bajoimperiales del área valenciana (incluida la descrita villa de Rufo en El Puig) presentan muestras de destrucciones fechadas en la segunda mitad del siglo III d.C.

Tras la definitiva expulsión de los francos de Hispania se reconstruyó parcialmente la ciudad y se repobló por tercera vez. Prueba de ello es el arresto y posterior martirio del mencionado diácono Eutiquio junto al obispo Valero – que, curiosamente, sólo fue desterrado – en las mazmorras de la Curia valentina, fechado tradicionalmente el 22 de Enero del 304 d.C. La ciudad no levantó cabeza durante la decadente etapa tardo-imperial, las migraciones masivas de alanos, vándalos y suevos a partir del 409 d.C., la oscura etapa visigoda y los primeros tiempos del califato hasta convertirse, siglos después, en la capital de un floreciente reino taifa, Balansiyya, la joya de Al-Xarq.

En cambio, el cuerpo principal de la obra está ambientado mucho tiempo antes, en los turbulentos años en los que ambiciosos hombres de la talla de Mario, Sila, Cinna, Sertorio, Pompeyo, Craso, Cicerón o César midieron sus fuerzas en el campo de batalla, en las calles de Roma, en cientos de conflictos de punta a punta del Mare Nostrum o con ácidos discursos en la cámara del Senado, buscando la total hegemonía sobre sus rivales directos. La República agonizaba lentamente, estrangulada y envenenada por su propio deficiente sistema de gobierno bicéfalo. Era un sistema óptimo para gobernar una ciudad-estado, pero del todo insuficiente para controlar medio mundo conocido. El poder, siempre en las dos manos de los dos cónsules electos anualmente desde la abolición de la monarquía, estaba condenado a aglutinarse en manos de sólo uno. La excusa para encumbrar a tal o cual líder era la afiliación a una de las dos vertientes políticas del momento, los populares y los optimates. Los primeros eran hombres nuevos, plebeyos, que representaban al pueblo, mientras que los segundos, patricios, eran la facción política de la aristocracia más rancia y tradicionalista.

El camino hacia el autoritarismo total empezó con el ascenso del popular Mario, reprimido bruscamente por el aristócrata Sila y su purga, que culminó con una férrea dictadura de cinco años. Después, su pupilo Cneo Pompeyo, como “Imperator de facto”, neutralizó al sucesor natural de Mario que resultaba una amenaza para el partido, el rebelde Sertorio, personaje base sobre el que se desarrolla el cuerpo principal de esta obra. Pompeyo conquistó medio Oriente helenístico y barrió a los piratas del Mare Nostrum para acabar sus días enfrentándose, bastante tiempo después, al más inteligente, temerario y codicioso de todos aquellos que pretendieron dominar a la ciudad estado más grande del mundo antiguo: el divino César. Cayo Julio César fue un brillante genocida, listo, brutal y calculador, que conquistó a sangre y fuego la Galia para afianzar su propio ejército y desafiar con él al acobardado Senado. Una vez muertos sus rivales políticos – Pompeyo fue asesinado cuando huyó a Egipto tras el desastre de Farsalia – quedó como amo y señor de la República. Su aventura amorosa con Cleopatra, la artera aspirante al trono egipcio, socavó su credibilidad ante muchos senadores conservadores. Sus pretensiones de poder sin parangón y su firme petición de que el Senado le concediese la dictadura vitalicia provocaron que un amplio grupo de patriotas republicanos, enardecidos por Cicerón y encabezados por Casio y Bruto, articularan su violento asesinato durante una sesión del Senado la tempestuosa mañana del 15 de Marzo del 44 a.C. Todo esto sucederá en “El Hijo de Neptuno”, tercera y última entrega de la saga.

Tras la muerte de César a manos de los adalides republicanos Casio y Bruto, paradójicamente bajo la estatua de Pompeyo en el Senado, Marco Antonio – su mano derecha – se enfrentó primero a los dos conjurados que lideraron el apuñalamiento colectivo de César, derrotándolos en Filipos (Grecia), y después, una vez roto el equilibrio de poderes, hizo lo mismo con el hijo adoptivo de César, Octavio Augusto. Éste último, tras derrotar años después a un Antonio seducido por la molicie de Oriente – y, de nuevo, por la astuta Cleopatra – en la batalla naval de Accio (Grecia), pasaría a ser el “princeps”, el “primer hombre de Roma”, pues el título de emperador que ahora utilizamos es de uso tardío. Nadie de su época se hubiese atrevido a reconocer una nueva monarquía encubierta frente al Senado. Ese fue uno de los problemas de la primera dinastía, la Julio-Claudia, pues ningún sucesor era hijo natural del anterior “princeps” para evitar que el Senado pensase en una posible sucesión dinástica que devolviese a Roma a sus oscuros tiempos monarquicos. Esa inconveniencia facilitó que la sucesión imperial fuera un caos que propiciase que monstruos de la talla de Calígula o Nerón llegasen a ceñir la corona de laurel.

En el cenit del mandato de Augusto finaliza mi trilogía. Octavio Augusto venció a la resistencia de los últimos hispanos rebeldes, los cántabros, en el año 19 a.C. Con toda la península bajo el control de las águilas licenció sus tropas y las estableció en diversos puntos del territorio. Fundó Emérita Augusta (Mérida), Lucus Augusti (Lugo), Pax Iulia (Beja), Bracara Augusta (Braga), Astúrica Augusta (Astorga), Iulia Ilici Augusta cerca de la Helike íbera (Elche), reubicó sobre la indígena Salduie la colonia César Augusta (Zaragoza) etc. y donó tierras en colonias ya existentes para repoblarlas o revitalizarlas. Este es el caso de Valentia, que estuvo cerca de cincuenta años en una situación de medio abandono después de las guerras sertorianas hasta la llegada de los nuevos colonos enviados por Augusto aproximadamente entre el 5 a.C. y el 5 d.C. Mientras al otro lado del Mare Nostrum, en la lejana Judea, nacía el hijo de un carpintero que estaría llamado a cambiar el mundo, en la costa levantina de la Citerior renacía de entre sus propios escombros la ciudad de Valentia. De ahí puede proceder que sólo se conozca en Valentia un doble senado local con dos cámaras, la de los nuevos veteranos (veterani) y la de los antiguos (veteres), uno de los pocos casos de dualidad camaral que se dieron en toda la administración romana. Es en estas fechas cuando describe en el Epílogo Lucio Antonio la reconstrucción y repoblación de la ciudad natal de su familia.

El narrador de esta historia, Cayo Antonio Naso el Joven, un personaje ficticio pero verosímil inmerso en una situación totalmente real, nos muestra en primera persona a través de su ojo crítico su entorno, sus pasiones y temores además de la personalidad, vida y miseria de uno de los personajes menos explotados por la literatura clásica pero, no por ello, menos interesantes: el rebelde romántico Quinto Sertorio. La Historia siempre la escribe el que gana, quizá por ello a día de hoy nos presentan a César como a un héroe y a Sertorio como un bandido, cuando lo lógico sería al revés. La epopeya de la familia Antonia – apellido que no he elegido al azar pues Antonio es el nomen más común en las inscripciones romanas valencianas – constituye el hilo conductor de la novela, mezclada y enlazada con una recreación novelesca de los sucesos reales que conmovieron el oriente hispano durante el turbulento siglo I a.C.

Sertorio es uno de los personajes más controvertidos de los últimos tiempos de la República. Fue un gran militar, un héroe laureado y un genio de su época que tuvo la mala fortuna de luchar en el bando equivocado y rodearse de un auténtico hatajo de parásitos. Hoy en día, el general sabino hubiese sido un magnífico director general en cualquier gran empresa pues supo controlar sus impulsos al margen de administrar y explotar sus escasos recursos de una forma brillante. Dependiendo de las influencias de sus respectivos mecenas, tuvo admiradores o detractores entre los historiadores clásicos que narraron sus gestas, como Tito Livio o Dión Casio, siendo el griego Plutarco su mejor biógrafo. He seguido con detenimiento su “Vida de Sertorio” junto a retazos de las “Historias” de Cayo Salustio Crispo y, cómo no, de la obra “Sertorius” del hispanista y arqueólogo alemán del siglo XIX Adolf Schulten para poder articular los acontecimientos de una forma completa y coherente. Todas las anécdotas sobre las estratagemas, batallas, lindezas y errores de Sertorio que aparecen en boca de los Antonios u otros personajes son verídicas. Lo mismo ocurre con las anécdotas de las vidas de César, Metelo, Afranio y Pompeyo.

Los indígenas hispanos veneraban a Quinto Sertorio. Veían en él las virtudes de los grandes hombres del pasado que habían sido capaces de desafiar el poder aplastante de Roma, como el lusitano Viriato y el cartaginés Aníbal, compartiendo con éste último hasta cierto parecido físico a causa del parche que les cubría a ambos uno de sus ojos marchitos. Era serio, valeroso, austero, honrado y ecuánime, o al menos eso aparentaba. Sertorio marca un antes y un después en la romanización de la península ibérica. Es el primer conflicto interno en el que tal o cual ciudad, nativa o romana, toma parte por una facción de forma independiente a sus vecinas. Sertorio provoca una guerra civil, sin invasores ni invadidos, que tiene lugar en los territorios hispanos adscritos a la República. De Sevilla a Logroño, de Valencia a Lisboa, media península arde desde su desembarco en Baelo Claudia en el 78 a.C. a su asesinato en el 72 a.C. De hecho, el relato de Plutarco, el más novelesco, es el que me ha servido de espina dorsal de esta reconstrucción de las guerras sertorianas, además de ser fuente primaria para conocer el nombre del primer conjurado en apuñalar a Sertorio, un tal Antonio… ¿Coincidencia? Cada ciudad, cada clan, cada aldea tomó partido por tal o cual líder. Colonos contra legionarios, vascones contra celtíberos, turdetanos contra edetanos, una guerra fraticida entre hispanos viejos y nuevos que provocó una irreversible penetración de las costumbres, leyes y modos romanos en la terca sociedad ibérica.

Hay que tener en cuenta que nuestra querida Hispania fue un auténtico“Vietnam” para las legiones romanas. Fue un hecho, tal y como pasó en EEUU en los 60s, que en tiempos de Escipión Emiliano los hijos de los hombres importantes buscaban mil excusas para evitar acabar enrolados en alguna de las levas que tenían como destino la indómita Celtiberia, llegando incluso a cercenarse los pulgares. Sólo la mención de Numancia provocaba pánico en las conversaciones del Foro. Como prueba de ello, da mucho que pensar que César anexionó las Galias en menos de diez años mientras que la conquista de Hispania, desde el desembarco en Ampurias hasta las guerras cántabras, costó más de doscientos. Este simple dato demuestra el carácter terco y pendenciero de quienes habitamos estas tierras y la cantidad de sangre de ambos bandos vertida durante la contienda. Ese sentimiento de hostilidad permanente se fue diluyendo a medida que los nuevos hispanos se integraron en la sociedad romana. El punto de inflexión llegó con la total integración del sur hispano, la futura Bética, la provincia fuera de Italia más romanizada que tuvo el honor de ser cuna del primer emperador no itálico, Marco Ulpio Trajano, de su sucesor Adriano, del gran Marco Aurelio y de personajes tan célebres como Séneca y su sobrino Lucano. No debemos de olvidarnos del resto de las provincias: la Tarraconense nos dio brillantes exponentes de la cultura romana como los poetas Marcial, Quintiliano y Juvenal.

Al margen de estos apuntes históricos, merece también mi consideración un personaje curioso que lo único que blandió en su vida fue un cucharón: Marco Gavio Apicio. Fue éste un gran cocinero y conocedor del refinado paladar de sus coetáneos. Vivió en tiempos de los emperadores Augusto y Tiberio (S I a.C. – I d.C.) y llegó a casar a su hija con el poco escrupuloso confidente de Tiberio, Lucio Elio Sejano, por entonces el personaje más influyente del Estado. Se le atribuye al tal Apicio la redacción de “De Re Coquinaria Libri Decem”, el primer libro de recetas conocido de la historia. Plinio, además, le concede el honor de ser el creador del “foie gras” a base de hígado de ganso sobrealimentado con higos. De hecho, se conocía éste manjar en las mesas de Roma por iecur ficantum (iecur es hígado y ficantum viene de ficus, higo; De ahí proviene la etimología de este órgano: foie en francés, fecato en italiano, hígado en castellano o fetge en valenciano)

Muchos de los elaborados platos descritos en los diversos pasajes del libro corresponden a las exquisitas creaciones de este avezado cocinero que se suicidó cortándose las venas al percatarse de que estaba arruinado a causa de sus excéntricas pasiones. En aquel momento sólo le quedaban diez millones de sestercios…Por todos sus excesos tuvo detractores crónicos entre los pensadores estoicos como Séneca y el mencionado Plinio el viejo.

Espero que el lector haya disfrutado con esta humilde recreación de nuestra Antigüedad Clásica. La contribución de la cultura romana a la sociedad valenciana ha sido muy poco tratada a nivel literario. Tengamos presente que el nombre de la región, el trazado de las huertas y regadíos, las primeras carreteras y espectáculos teatrales, fiestas como los Carnavales, las Fallas o las Hogueras, utillajes agrarios y recetas, topónimos geográficos y urbanos, etc. se los debemos a los usos, creencias y costumbres de aquellos veteranos rudos y sencillos, originarios de Apulia y Campania, que se casaron con mujeres nativas, tuvieron aquí sus primeros vástagos y acabaron sus vidas arando sus campos – ganados a pulso durante largos y duros años de servicio militar – desde las cuencas del Mijares al Segura. Desde que, siendo un adolescente, leí “Sónica la Cortesana” de D. Vicente Blasco Ibáñez había tenido la irrefrenable tentación de escribir una novela de romanos ambientada en la Valentia antigua. Sólo me paraba la posibilidad de que otros autores, mucho mejor preparados que yo, la realizasen. Pero, por suerte o desgracia, no ha sido así.

Lamentablemente, hay poderes fácticos en nuestra sociedad a los que parece que les siga interesando que Valencia solo exista desde que un rey aragonés se la robó al Islam y la incluyó en sus dominios, pero, obviamente, la realidad va mucho más allá. Como el lector podrá comprobar, la historia de nuestras tierras es mucho más antigua, rica y compleja… y se remonta muchos siglos atrás de las depredaciones del Cid y los posteriores años de la conquista aragonesa. Los valencianos – y el resto de gentes de la España meridional – somos íberos, somos romanos y más moros que godos. Esas cuatro bravas sangres, perfumadas con gotas griegas y fenicias de intenso sabor mediterráneo, forman nuestra idiosincrasia pues ningún pueblo invasor sustituyó al que aquí vivia, sino que se mezcló y asimiló los rasgos culturales que encontró, conformando nuestra compleja identidad actual. La Comunitat Valenciana atesora miles de años de Historia de los cuales me he permitido la frivolidad de reflejar sólo una pequeña etapa, corta pero crucial, en la que dos de los hombres más grandes que dio la Roma republicana eligieron nuestro solar para dirimir sus irreconciliables diferencias:

Q.SERTORIVS VS. G.POMPEIVS.MAGNVS

Por supuesto, pido mil disculpas por los posibles gazapos e incoherencias históricas que lectores más duchos que yo en Arqueología e Historia Antigua de España puedan detectar en algunos pasajes de esta novela. Sólo ruego una pizca de consideración ante la imperfecta reconstrucción del mundo antiguo a manos de un sencillo aficionado. Pese a ser una obra de ficción histórica, y por lo tanto sujeta a las licencias del autor, he intentado ser lo más fiel posible a los difusos, y a veces contradictorios, datos que nos han llegado de aquellos tiempos lejanos, turbulentos y legendarios.

Gabriel Castelló Alonso

Valentia, las memorias de Cayo Antonio Naso
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