III
En el momento me vi libre de mis obligaciones con la milicia le pedí a mi padre su permiso para visitar el templo de Venus en Afrodisio y poder realizar allí los sacrificios a la diosa que me comprometí en ofrendar durante el viaje. Pero tenía allí una cita pendiente que nada tenía que ver con la deidad. Para avisar a mi amada Canine de mi perentoria llegada, le envié una nota a mi fiel camarada de aventuras, Isbataris, que había vuelto a pasar el invierno con su familia a su Arse natal. En ella le indicaba que enviase a un correo de confianza avisándole a la bella acolita de mis intenciones. La víspera de la visita entré en casa, ya al anochecer, sofocado por la caminata, sudado de nuca a rabadilla pero preso por la excitación que me producía la inminencia de ver de nuevo a la hermosa servidora de la divinidad. En mi arcón guardaba todas las gemas, camafeos, joyas y demás delicadezas que había ido recopilando durante todo el periplo para agradarla. Las coloqué en un amplio morral de piel y lo dejé sobre la silla del vestidor. Allí tenía mi mejor túnica de lino setabense pespunteada con unas elegantes grecas púrpuras y unas sandalias nuevas de piel ovina recién cosidas. Mañana sería un gran día.
Salí bien temprano de casa. Era poco después del alba de los idus de Sextilis. Una claridad tenue y anaranjada se abría paso entre las sombras que envolvían las desiertas calles adyacentes al Cardo. Sólo el ruido de los cascos de Crío, sorteando las altas losas que franqueaban la calle para evitar los adoquines y los charcos, y algún canto de gallo errático alteraban la serena quietud matinal del barrio. Cuando llegué a la columnata del foro pude ver como los comerciantes más madrugadores comenzaban a preparar sus diversas mercancías, colocar sus balanzas de pesas trucadas y sus cajas repletas de verduras, ánforas de aceites, frascos de esencias, cestas de frutas, flores, cofres de perfumes, utensilios de cobre y bronce y demás fruslerías listas para ser vendidas a los clientes más mañaneros. Dos de las cauponae[61] adyacentes a la manzana de las termas ya habían abierto sus puertas antes de la alborada para captar a los sedientos más matutinos. Ello era debido a que era la víspera de las Vertumnales(450), festividad en que las doncellas preparaban los festejos en honor a Diana y que comenzaban esa misma noche. No sólo ellas, yo mismo también tenía en las alforjas de Crío mis preparativos para tan señalada velada(451). Sólo me faltaban unas flores que compré frescas y fragantes a una anciana que acababa de llegar de la huerta con un buen fajo de lirios de Capadocia. Las carretas de los pescadores y hortelanos ya habían descargado su contenido en los puestos del mercado y se disponían a salir de la ciudad antes de que el bullicio invadiese las calles. Una ley municipal les obligaba a desalojar el foro antes de que se reanudara la actividad urbana para así no entorpecer el tránsito de los ciudadanos por las estrechas callejuelas. Junto a los carros vacíos salí de Valentia, atravesé el sólido puente de madera y cabalgué a buena marcha siguiendo por la Via Heraclea hasta bien cerca de Arse. Era poco más de media mañana cuando rodeé el ralo cerro que coronaban los ocres muros de la vieja acrópolis y vadeé el cauce del exiguo Pallantia a menos de una mille passuum de la ciudad.
El sol ya estaba alto y castigando sin clemencia a aquellos que no cubriesen su cabeza adecuadamente con un ancho y cómodo sombrero de paja cuando pude ver el gris e imponente perfil del templo de Venus sobresaliendo de entre los marjales. Allí estaría ella. Mi respiración se aceleró. Fustigué a Crío para que recorriese los escasos pasos que me separaban de los olivos del bosque sagrado a la mayor velocidad posible. Era aún temprano para la ristra de peregrinos que desde la Via y el puerto frecuentaban a diario el templo. Dejé mi montura sujeta en el tronco de una de las frondosas higueras que circundaban el montículo y me acerqué cautelosamente a la parte trasera del santuario. En la nota que le había enviado días atrás a Isbataris para que su contacto le llevara a la muchacha le indicaba el día y hora en el que acudiría a los establos del templo. Caminé por el fresco huerto de frutales sin hacer escándalo hasta que comprobé que, tras el cercado, había una muchacha sentada cerca del pozo sobre un banco de piedra y que cubría su pálido rostro con una fina tela de lino translúcido.
¿Canine? ¿Eres tú?
¡Cayo! ¡Chssst! Baja la voz o nos escuchará hasta la Gran Sacerdotisa. Acércate, no te preocupes, estoy sola – me susurró con su voz dulce y cadenciosa –
La acolita de Afrodita dejó caer hacia su espalda la fina stola(452) vaporosa que cubría su cabeza, mostrándome en todo su esplendor el delicado rostro que ocultaba. Ni siquiera el omnipresente recuerdo de Atia Balba pudo difuminar la emoción que sentí al verla de nuevo. Canine sonrió al verme allí frente a ella medio titubeante, medio aturullado. Y es que, de nuevo, me quedé tieso al verla.
¿Nos vamos a quedar aquí todo el día con las gallinas o tienes algún plan mejor?
Perdona, Canine. No se me dan muy bien estas cosas, soy un poco tímido; vamos, tengo mi caballo al otro lado del huerto.
Los dos salimos clandestinamente de las instalaciones privadas del templo sin hacer ruido. Canine lucía un peinado sencillo a base de orquillas y un quitón de lino azul celeste bajo de la fina stola crema. Además, llevaba un pequeño zurrón que desató mi curiosidad.
Canine, ¿Qué llevas ahí?
Pues un poco de pan, unas tiras secas de jamón turboleta, una medida de vino y medio queso de cabra.
¿No has desayunado? – le pregunté ingenuamente –
Se supone que hoy he salido hacia Arse para acudir a los festejos familiares de la noche grande de las Vertumnales. Esa es la coartada fiel al contenido de una tablilla que un mensajero le entregó a la Gran Sacerdotisa hace unos días. Por eso me ha dejado salir… ¡Vaya excusa te has ingeniado!
¡Isbataris! Un día acabaremos remando en la armada… – pensé para mis adentros, mirando hacia los cielos, mientras sonreía ante la ocurrente y arriesgada justificación que se había inventado el avispado arsetano – No he sido yo el de tal idea, pero como si lo fuese; no te preocupes por el plan. No pienso defraudarte.
Cabalgamos hacia la vieja ciudad atajando por una senda que atravesaba los tupidos marjales que resguardaban el sacro santuario de Afrodita. Los mosquitos se arremolinaban en columnas a nuestro alrededor sobre las aguas estancas, deseosos de cargar contra el primer ser vivo que se detuviese en aquellos insalubres parajes. Era curioso, pocos lugares tan antiguos y venerables de los construidos por los primeros griegos asentados en estas tierras hace cientos de años han sobrevivido a la codicia e irracionalidad de los hombres. Quizá la difícil ubicación del de Afrodisio había ayudado a su conservación. De ellos, sólo he conocido en pie y en uso el magnífico templo de Artemisa de Dianium, el oculto santuario de Poseidón en la agreste isla de Planesia y aquel templo en cuestión inmerso entre los marjales. Pero éste último es el que más me cautivó de todos ellos. Y no por sus grises y porosas piedras, enjambres de mosquitos e higueras...
Salvamos unos extensos olivares que se extendían por la zona más alta del valle y llegamos a la ribera del Pallantia. Seguimos su ancho cauce, salpicado de espesos matorrales de adelfas en flor, en el que un hilo de agua lenta y parda serpenteaba en el centro de una depresión seca y pedregosa hasta que llegamos a los ondulados arenales que se extienden al norte de su desembocadura. En aquel delicioso lugar, bendecido por las divinidades marinas, las aguas se mantienen calientes y limpias hasta bien entradas las primeras tormentas de September. Canine cabalgaba tras de mí, sujetándose férreamente a mi torso ya sudoroso debido a las horas de viaje y al inclemente Apolo, encarnado en el sol de Sextilis, que seguía alto e inclemente.
El profundo azul verdoso del Mare Internum se mostró ante nosotros en todo su esplendor una vez coronamos la última duna que separaba la gran pinada de la playa(453). Las suaves olas morían, mansamente, en las arenas doradas, salpicadas de cantos rodados y medias conchas de moluscos, generando en sus crestas una espuma blanca como la leche y creando un rumor constante que embriagaba los sentidos. La sensación de frescor que nos produjo la salina brisa marina nos reconfortó después de la hora larga de trayecto entre las asfixiantes marismas del templo y aquel mágico lugar en el que sólo algunas aves marinas podían alterar con sus graznidos el apacible y rítmico sonido del mar.
Me acerqué a un rincón idílico para atar allí al extenuado Crío y tomarnos un merecido tentempié. Desmontamos y extendimos uno de los paños que acarreaba sobre la arena fresca bajo un pino de grueso tronco torcido, chaparro y denso, que, gracias a ello, proporcionaba una agradable y perfumada sombra. Canine se tumbó cómodamente sobre la mullida tela. Cogí mi morral en el que llevaba todas las cosas que había ido recopilando y me preparé para el discurso al que tanto temía y que al fin tenía que abordar. El intenso viento agitaba su ondulado cabello ya libre de la stola a la vez que aquel tibio frescor había hecho reaccionar sus pechos, endureciéndolos y marcando sus contornos en el peplo…
Canine, eres preciosa; no hay Ninfa ni Musa que pueda rivalizar con tu sublime belleza…
Gracias, Cayo. No soy tan bella como crees, sólo soy una chica normal; una sencilla servidora de la diosa.
¿Y por qué una chica tan especial como tú dedica su vida a cuidar de un viejo templo y soportar a esa vieja agria? – le pregunté sin poder evitar caer en el hechizo de sus grandes ojos del color de las calas de Ebussus –
Ya te dije una vez que es muy largo de contar.
No tengo prisa, y creo que tu tampoco; no pienso separarme de ti durante todo el día, así que soy todo oídos.
Como quieras. Mi ingreso en el templo de Afrodita fue a causa de una promesa de mi padre.
¿Una ofrenda? – indagué perplejo –
Algo así. Como ya te comenté, mi padre luchó como jinete auxiliar en la Galia Cisalpina junto al senador Estrabón. Y éste le concedió, después de muchos años de servicio, la ciudadanía romana y una buena recompensa. Por ello es, a día de hoy, uno de los duunviros de Saguntum.
¿Y sigue en contacto con él?
No, pero hace unos días sí que estuvo viendo a su primogénito… ese joven procónsul, más o menos de tu edad, que le llaman…
¿Cneo Pompeyo? No me lo puedo creer… ¿En nombre de la ciudad o en el suyo? – exclamé sorprendido –
Cayo, mi vehemente Cayo, no me interesa ni la ambición de los unos, ni de los otros. Detesto la política. Hace sufrir a la gente. No tengo ni idea, sólo sé que la esclava de mi madre que viene a verme todas las semanas me contó lo de su encuentro.
Perdona mi tono, Canine; es que están los ánimos muy alterados. Ya sabrás lo ocurrido en Edeta…
Sí, ha sido terrible. Hasta aquí han llegado varias chicas que buscaban refugio en los gruesos muros del templo; han contado cosas terribles de los soldados... Vejaciones injustificables.
Cierto, las miserias de la guerra son indistintas a quien las gana pero, por favor, sigue con tu historia.
Bueno, todo empezó durante una batalla de la guerra de los socios que se libró cerca de Mutina. Mi padre estuvo allí muy cerca de irse al mundo subterráneo. Un venablo por poco le atravesó el corazón. El caso es que, cuando el físico de campaña se lo llevó a retaguardia, no daban ni cuatro dracmas por él. Había perdido mucha sangre y comenzaba a tener fiebres. Pero la diosa se apiadó de él. Llevaron a todos los moribundos a espaldas de la batalla, a un templete derruido, consagrado a Venus, en una caverna cerca del río. Según las gentes del lugar, las aguas del manantial que brotan del interior de la gruta habían sido bendecidas por la diosa en tiempos inmemoriales y tienen propiedades curativas. Pero la realidad es que de las decenas de hombres malheridos que allí fueron atendidos sólo sobrevivió uno.
¡Tu padre!
Muy bien. El físico achacó el extraordinario suceso al capricho de Afrodita y su divina intervención. Y mi padre, semanas después, ya parcialmente repuesto y sin estar atenazado por las fiebres, juró que realizaría la máxima ofrenda posible a la buena diosa como pago por su infinita benevolencia.
¿Y, realmente, tú crees que Venus intercedió por él? – le pregunté incrédulo pensando que me reprendería por ello –
Lo que yo crea no importa mucho ahora. Cuando lo licenciaron y le concedieron la ciudadanía romana, mi madre se opuso encarecidamente a mi ingreso en el templo. Mi hermano había muerto poco antes en una escaramuza en Histria y, por ello, yo era la heredera natural de la familia. Mi madre siempre le acusaba continuamente de abandonar las tradiciones ancestrales de Arse y de someterse sumisamente a costumbres ajenas de los nuevos amos del mundo. En estas tierras nuestras las decisiones familiares importantes las toman las mujeres desde el principio de los tiempos. Así ha sido y así será siempre. Pero, ni con su total desaprobación pudo convencer a mi padre de que cambiase de intenciones.
¿Y qué piensas hacer, seguir la voluntad de tu padre sin rechistar o rebelarte y volver junto a tu madre?
De momento, estar junto a ti – me insinuó mostrándome su mejor sonrisa, como un blanco relámpago en la inmensidad de la noche –
Te he traído un par de cosas desde muy lejos…
¿De dónde, de dónde? – me preguntó impaciente –
Una de ellas del agreste interior del Mar de Arenas de Libia – le contesté, no sin cierto pavoneo –
¿Y la segunda?
Ya lo verás…
¡Enséñamelas! – me dijo abalanzándose sobre mi –
Luego, no seas impaciente – le contesté revolcándome por la arena, intentando esquivar sus manotazos al zurrón –
Aquellos juegos inocentes acabaron con nuestros cuerpos entrelazados rodando duna abajo. Cuando las arenas frenaron nuestra caída quedé extendido con la espalda en el suelo, Canine sobre mí con sus rubios mechones agitados por el viento y su rostro frente al mío a menos de cuatro dedos. Nos besamos. Al principio, tímidamente. Poco a poco sus dientecillos de blanco marfil comenzaron a mordisquearme los lóbulos de las orejas y el cuello, sus carnosos labios a besar los míos con dulzura, experimentando las sensaciones hasta aquel momento prohibidas para una acolita de la diosa. Mis manos comenzaron a explorar su sugerente contorno acabando en la suave y confortable curvatura de sus glúteos, esponjosos como un cojín de raso relleno de suave plumón de ganso. Una fresca ola nos alcanzó de pleno, empapando completamente nuestras revueltas vestiduras. Sus redondos pechos quedaron estampados en sus ropas. Fue una excusa idónea para quitárnoslas y poder sentir la fina arena, la sal del mar, el viento del oeste y el sol estival sobre nuestros cuerpos desnudos.
Estaba completamente embelesado por la emoción de tener en mis brazos a aquella criatura divina que tanto me había impactado. Y no menos temeroso de que Neptuno, envidioso de la dicha de los mortales, se encaprichase de semejante belleza, emergiese del mar con su tridente en ristre y me la raptase. Poco a poco aquel tímido jugueteo se fue tornando en pasión, desatando las fantasías de Canine tantas veces reprimidas en el fortín de castidad en el que vivía. Yo seguía tendido sobre la arena mojada, indiferente a los redondos guijarros y pequeñas conchas quebradas que se me clavaban en la espalda y batido regularmente por las dóciles olas mientras aquella jovencita ninfa de dorada y larga melena y apetitosos senos se colocó sobre mi, buscando la forma más cómoda de que mi ya enhiesto y endurecido miembro pudiese entrar en ella. No fue un recital de vicio, y lo escribo con propiedad pues he yacido con mujeres mucho más golfas y experimentadas que ella – incluyendo en la lista a las profesionales de Arvina –, pero nunca podré quitar de mi mente la primera vez que le hice el amor a Canine. No volví a sentir más, como entonces, el húmedo y pegajoso calor del verano, el frescor de la brisa marina en el rostro, el contacto de mi piel con el cuerpo tierno y excitante de la rubia arsetana y la mirada de placer y goce de su almendrado rostro divino. Los dos llegamos al éxtasis simultáneamente, exhalando lentamente el aire que retenían nuestros pulmones en un gemido prolongado, quedo y profundo.
Después de nuestra primera vez nos levantamos, no sin cierta dificultad, de la mullida arena y nos bañamos en las tibias y cristalinas aguas. Una vez limpios y refrescados salimos de la playa y subimos las blandas dunas hacia nuestro pino. Cubrí su lozano cuerpo con otra tela de paño, secándole su fina y clara piel para evitar que el sol y la sal la dañasen. Además, el viento del oeste que soplaba aquel día ponía la piel de gallina y sus rosadas tetillas más duras que un par de garbanzos.
Desnudos, frescos y tumbados de nuevo a la sombra del pino, saqué del retazo que cubría la preciosa gema que me había regalado el zalamero mercader mauritano. La había llevado a engarzar al taller de un sirio, de mirada de rana pero muy ducho en joyería, que tenía su pequeño negocio a espaldas de la Curia. El arreglo me costó muchos ases, pero el resultado valió la pena. Cogí con cuidado del broche la fina cadena de oro en cuyo extremo se encontraba la inusual gema. Cuando la piedra pulida y cristalina salió a la nítida luz estival, su inusual fulgor cegó a mi amada Canine, dejándola boquiabierta. La había impresionado. Era el momento de comenzar mi perorata…
Aquí tienes el “Ojo de Melkart”, que es como llaman aquellos bárbaros incivilizados de las costas de Mauritania al héroe Hércules. Es un poderoso amuleto, una piedra singular y exquisita, oriunda de las áridas e incacesibles grutas de las montañas númidas – le expliqué en detalle a mi amada mientras colocaba con esmero la refulgente gema entre sus tersos y frescos pechos –
Es preciosa, Cayo; te habrá costado una fortuna…
Es una muestra de lo mucho que me importas. No he dejado de pensar en ti durante estos meses interminables. Los dioses han velado para que haya podido llegar ileso hasta ti y poder entregarte este símbolo del amor que por ti profeso.
No era necesario. Habría venido aquí sólo por una sonrisa tuya… – me contestó la arsetana mientras me pasaba su dedo índice desde el inicio de la nariz hasta la barbilla –
No me malinterpretes, Canine. Esta maravilla no es el pago por un día de desenfreno. Quiero que seas mi esposa – le dije armándome de valor –
¡Cayo! ¡No blasfemes! De sobra sabes que eso no es posible… – me contestó alterada – Y no porque no te ame, sino porque estoy entregada de por vida al servicio de la diosa. La ira de los dioses caerá sobre nosotros si contravenimos sus designios…
La diosa puede buscarse una nueva sirvienta, pero yo no puedo buscarme otra mujer que no seas tú – le contesté con contundencia sin soltar la mirada fija en sus ojos –
Por todos los dioses, no blasfemes más, Cayo.
No lo hago, Canine, sólo te digo que no se puede vivir maniatando permanentemente los sentimientos. Si es necesario, hablaré con tu padre para que revoque su juramento y le compensaré ampliamente por ello. Tengo influencias que puedo utilizar…
¿Influencias? – prorrumpió arqueando las cejas – No será con alguno de esos romanos rebeldes. Mi padre no puede ni oír hablar de ellos…
Cada cosa a su tiempo. Disfrutemos de este maravilloso día y gocémoslo juntos. Mucho me temo que vienen malos tiempos.