II
Tres días después de recibir la misiva de Sertorio acudí al foro a la hora convenida siguiendo sus indicaciones. Allí se encontraban, tal y como esperaba, Mario y Fannio apostados en la pronaos del templo de Júpiter Óptimo Máximo. Aquel podio presidía solemnemente la plaza rectangular porticada en la que la vida de la ciudad se expandía por cada soportal; allí podías zambullirte en el bullicio de sus coloridas gentes deambulando sin orden ni concierto entre los tenderetes de lonas multicolores bajo el continuo reclamo de los vendedores de cocas de queso con orégano y sabroso garum rojo[32] presuntamente de Scombraria, aguadores, magos exhibiendo sus trucos y pócimas, prestamistas, elegantes magistrados camino del Senado con sus blancas togas, labradores y ganaderos de la comarca buscando clientes para sus excedentes, maestros con sus pupilos sentados en parcos bancos de madera, encerado y estilete en mano, prestos para seguir las lecciones de sus preceptores, matronas repeinadas postradas en sus literas, altivos sacerdotes y demás elementos integrantes de una típica mañana soleada de finales de invierno que se revolvían en el centro administrativo de la ciudad.
Al lado de los dos legados se encontraban dos sacerdotes y tres magistrados, todos en airada conversación. Uno de ellos, un tanto acelerado, con voz irritada y gesticulación muy marcada, hacía temblar los pliegues de su pulcra toga con tantos aspavientos. Era Décimo Cornelio Fulo, uno de los dos duunviros de la ciudad aquel año, individuo belicoso y ejecutor mancomunado de las leyes y proscripciones impuestas por el Senado oscense. Su compañero de cargo, más pausado y prudente, era Publio Ovidio Marcelo, el otro duunviro electo de la ciudad, discreto y moderado sertoriano que, gracias a la rebaja de impuestos fijada por el sabino un par de años atrás, se había granjeado muchas nuevas amistades entre los adinerados comerciantes, además de algún que otro regalo desinteresado…
El tercer magistrado, uno de los dos ediles de turno de aquel año, y los afeitados sacerdotes seguían atentos la evolución de la acalorada tertulia sin decantarse ni por uno ni por otro duunviro. Cuando comencé a subir parsimoniosamente la sacra y pétrea escalinata, los cinco magistrados me miraron produciéndose un silencio sólo truncado por el efusivo saludo de Marco Mario…
¡Dioses inmortales! Por aquí viene mi amigo Cayo Antonio… ¡Qué grato es poder volver a verte!
Salve, Mario; espero que hayas tenido un buen viaje; te veo muy bien acompañado – le respondí con una amplia, radiante y cínica sonrisa que no fue indiferente para los allí congregados –
El cuestor nos cogió del brazo a Fannio y a mí y prosiguió el paso escaleras arriba, conduciéndonos pausadamente por el sombrío pórtico hacia la quietud del interior del templo.
Muy honorables magistrados – les comentó a los contertulios con un leve gesto de su cabeza –, os ruego que nos perdonéis, pero tengo unos asuntos privados que atender con el hijo de Cayo Antonio que no permiten dilación; al final de la tarde retomaremos nuestro intenso debate.
Una vez a la sombra del sobrio pórtico del templo, fuera del alcance de los oídos de posibles chismosos o agentes de Metelo, nos detuvimos ante uno de los braseros. Los tres caldeamos nuestras manos frente a él, platicando inocentemente de banalidades hasta que Mario lo consideró seguro.
Me alegra que llegase a tiempo el correo que te envié informándote de nuestra llegada – me susurró el cuestor – El asunto es sumamente importante y no permite errores ni demoras; hemos de llegar con la mayor celeridad a Dianium para embarcar con los embajadores pónticos, y te agradecería eternamente que nos ayudes a hacerlo, Cayo Antonio.
Así lo haré si te place, cuestor Mario – le respondí sin dudarlo – Puedes contar con nuestra ayuda para que lleguéis a tiempo a vuestro destino. Como me imaginaba que tendríamos que actuar rápido, he realizado los preparativos para nuestro traslado. Escuchadme bien: mañana a la hora prima debéis de estar en el muelle fluvial del Tyris frente a la pérgola de mis almacenes. Allí tendré preparada una corbita ligera timoneada por uno de nuestros hombres de plena confianza, de los que navegan y no preguntan. Nuestra coartada será el envío de un cargamento de lino para mi hermano que zarpará al alba rumbo a Dianium. Vosotros seréis los únicos pasajeros que viajaréis de incógnito conmigo, iréis ataviados como si fueseis mercaderes turdetanos para evitar rumores y bulos perniciosos para la causa. De todas formas, es un tanto inusual y digno de comentario que un mercante zarpe antes de las calendas de Martius, pero no tanto una nave de cabotaje que siempre será menos sospechosa que una de las grandes. Si no soliviantamos a Neptuno, antes del anochecer estaremos en la dársena de Dianium. Os recomiendo una visita al Ninfeo(255) antes de partir y algún óvolo al dios del tridente para que mañana nos calme las aguas del Sinus Sucronensis.
Una ráfaga de volutas de incienso nos envolvió al acercarnos a la morada de la divinidad, la cual pudimos observar al estar abiertas las puertas policromadas del santuario exhibiendo toda su grandeza. Allí estaba el siempre omnipresente Júpiter, representado en una solemne escultura de reluciente bronce que presidía el templo. La imagen de la barbada deidad medía más de diez pies de alto. Soberbio y sereno, Júpiter aparecía sentado en su labrado trono con su semblante frío y ausente, sostenía alzado el tormentoso cetro en su mano derecha en posición amenazante, muestra evidente de su poder supremo cual juez celestial impasible a la espera de un veredicto. A sus pies estaba el ara bien dispuesta y limpia, atendida por dos esquivos y huraños sacerdotes de blancas túnicas y cráneo rapado que alimentaban continuamente con mirra e incienso los planos pebeteros de sus costados creando una atmósfera densa y cálida en contraste con la límpida y fresca mañana.
Gracias, joven Antonio; Sertorio no se equivoca confiando en ti. Ojalá todas sus decisiones fuesen tan sabias como esta.
El comentario de Mario no me dejó indiferente. Nunca había notado el menor síntoma de disconformidad en ninguno de los lugartenientes de Sertorio sobre sus decisiones hasta aquel día.
Todo por la patria; volved a vuestra reunión, no os entretendré más – les dije ofreciéndoles mi mano – No quiero darle más tiempo a esos buitres para que nos despellejen aprovechando nuestra ausencia. Recordad, estaros dispuestos mañana a la hora prima en el embarcadero del río. Fuerza y honor.
Y así me despedí de los dos legados a la vez que pasé altivo al costado de los otros magistrados saludándolos cortésmente. Obligaciones de la diplomacia. No debes nunca de enfrentarse con quien tiene el poder de arruinarte. Un poco tarde lo entendí...
Cuando llegué al almacén le encargué a mi capataz que ultimara los preparativos de la “Dafne”, una pequeña corbita de poco calado que nos era muy útil para la tranquila navegación de cabotaje desde Dertosa hasta Cartago Nova o para el remonte de ríos caudalosos y seguros como el Iberus o el Betis. Antonino me confirmó poco después que la nave estaba lista para partir. Me fui tranquilo, pero algo tenso, por lo que antes de volver a casa hice una breve visita a las nuevas termas de la puerta norte dispuesto a quitarme el cansancio y tensión del día. Después de un poco de vapor, un buen baño frío y un tonificante masaje con aceite de romero, el cuerpo se recupera rápidamente de los avatares del día.
Aquella noche fui a cenar a casa. Mi padre, un poco delicado de salud a causa de un enfriamiento, me esperaba impaciente para saber las nuevas procedentes del cuestor de Sertorio. Después de ponerle al día de todas las novedades políticas y disfrutar de una frugal cena, me acosté. El día siguiente sería largo y duro.