VI

Al día siguiente Isbataris levó anclas de la tranquila rada en la que habíamos fondeado y dirigió la “Europa” hacia la dársena sur. En aquel lugar debíamos descargar un contingente de ánforas edetanas para un melindroso comerciante massaliota, cliente habitual de nuestra casa. Aproveché la coyuntura para unirme a Isbataris y desembarcar en el puerto nuevo dónde, a buen seguro, me enteraría de las evoluciones del ejército consular. Bajé vestido con una amplia toga de lino tintado de añil sobre mi blanca túnica, prenda ideal que cubría con sus amplios pliegues la fina daga triangular íbera que solía acompañarme en mis excursiones por tierras extrañas. Me calcé unas sandalias cómodas por si el día deparaba alguna intensa caminata hasta la ciudad alta.

Crisandro, nuestro cliente, era el mejor bodeguero de la ciudad. Descendiente de una familia de comerciantes griegos, era hombre de mediana edad, de nariz aguileña, oscuros ojos profundos y largo pelo canoso, ondulado y bien peinado, que llevaba recogido con una cinta granate a conjunto con su ceñida túnica de lana ribeteada en sus extremos con una cenefa geométrica. Un cinto depiel del que pendían una bolsa y un útil zurrón combinaba a la perfección con sus elegantes sandalias negras de cuero bruñido.

Salve, Crisandro, no se quien te cuida más, si los dioses o tu esposa; tienes un color de cara muy envidiable para tu edad.

Gracias, Antonio, tu también estás más grande y más fuerte. Ya hará más de diez años de la última vez que fui a ver a tu padre a Valentia, cuando tú aún eras un jovenzuelo lleno de ideas y granos – me contestó el con una mirada afectuosa –

En nombre de mi padre, te agradezco tu fidelidad a nuestra casa durante estos años; te he traído las quinientas ánforas edetanas que nos solicitaste en tu último correo, pero además te voy a descargar diez especiales, de las R, por cuenta de la casa Antonia para que puedas agasajar a tus mejores clientes, o darte un buen homenaje, si así lo prefieres.

Que Hermes os proteja, Cayo Antonio el joven, a ti y a los tuyos, que buena falta os va a hacer... – me contestó Crisandro arqueando las cejas, visiblemente preocupado –

¿A qué te refieres, amigo? – le pregunté intuyendo que su respuesta estaría relacionada con la inminente llegada del nuevo y vehemente procónsul –

¿Cuándo has llegado a Emporión?

Ayer tarde, a última hora; fondeamos frente al puerto viejo, junto al istmo – le contesté –

¿Y antes de echar anclas en la rada no vistes desde cubierta a las legiones de Cneo Pompeyo llegando desde Rhode? – me preguntó sorprendido –

Vimos una gigantesca columna de polvo en la que se vislumbraban las cimeras de los oficiales y, tras ellos, las tropas avanzando en formación… ¿Era Pompeyo?

Así es, muchacho; el joven Cneo Pompeyo el Grande…

En mi tierra hay opiniones cruzadas sobre este hombre. Muchos piensan que será un juguete para Sertorio pero, personalmente, creo que con la reputación que le precede no le será tan fácil al tuerto deshacerse de él – le contesté pensando en mis adentros una obviedad: el inútil de Perpenna no le había obstaculizado el paso en el mejor lugar para hacerlo, los pasos de los Pirineos; el “niño” ya estaba en Hispania –

Pues a eso me refiero, querido amigo. El joven imperator, al que se le gusta que le llamen el Magno por sus victorias en África y el norte de Italia contra los enemigos de Sila, está aquí, ahora, en la ciudad alta asistiendo a una sesión del Senado y recibiendo noticias de sus avanzadas sobre los movimientos rebeldes. Si quieres verle en persona estoy seguro de que, como representante electo de la República, asistirá a la Mamuralia(283) dentro de una semana junto a las autoridades locales, por lo que no dudes que permanecerá varios días en la ciudad antes de proseguir su marcha hacia los vados del Iberus.

La información aportada por el comerciante massaliota me era en extremo útil. No negaré que tenía cierta curiosidad por mirar cara a cara a aquel temido o vilipendiado individuo, dependiendo del interlocutor que tuviese delante.

Pues no me parecería mala idea, la verdad – le respondí, frotándome las manos en claro deseo de impaciencia –

Si no tienes inconveniente, podríamos comer juntos en el foro. Seguro que podremos verle, y si los dioses así lo disponen, incluso hasta hablar con él. Mi primo es uno de los duunviros de la ciudad este año, así pues no creo que sus asistentes nos corten el paso cuando nos acerquemos a saludarlo.

Dejé al cuidado de Isbataris la tarea de descarga de las ánforas desde la bodega de su nave hasta las instalaciones portuarias y una bolsa con los sestercios necesarios para el pago de los aranceles. El arsetano se introdujo la bolsa bajo el duro peto cuadrado de cuero que cubría su torso y volvió a cubierta para organizar el grupo de trabajo encargado del asunto. Salí acomodado en una litera alquilada junto a Crisandro hacia el centro de la ciudad.

Almorzamos frugalmente en una estratégica taberna frente al templo de Ceres y la entrada de la curia. Nos comimos un platillo de lentejas con trozos de carne estofada y una jarra de vino de Narbo que nos recomendó el dueño del negocio, plato de cuchara que agradecí. Pues el día era tan soleado como fresco. Nos sentamos en unos bancos en el exterior del local, bajo las pétreas columnas, al calor del tímido sol de fin de invierno que ya estaba tornando paulatinamente al brillante sol de la primavera.

Entre el bullicio de la gran plaza abarrotada de comerciantes, tenderetes de artesanos de la cerámica, alfareros, sacerdotisas, orfebres, mercaderes de perfumes campanios y especies de oriente, repeinadas damas acompañadas de sus esclavas comprando artículos de lujo y los nobles caballeros conversando plácidamente a la sombra de los pórticos y voladizos pudimos ver la comitiva de las autoridades municipales descendiendo pausadamente de la escalinata del templo de la tríada capitolina. Los magistrados acompañaban a un joven y apuesto patricio repeinado a la moda helena cual Alejandro revivido y vestido con una inmaculada toga blanca ribeteada con la franja púrpura digna de su cargo.

Dejamos unas monedas sobre la ajada mesa de pino de la taberna y nos dirigimos hacia aquel selecto grupo de ciudadanos escoltados por la guardia urbana. A menos de un paso de ellos dos legionarios con evidente malas pulgas salieron de la formación e interceptaron nuestro camino cruzando sus pilos ante nosotros, preguntándonos uno de ellos por nuestras intenciones:

Por favor, ¿Serías tan amable de decirle al duunviro Décimo Furio Heleno que su primo Crisandro y un buen amigo de la familia desean saludarle – le solicitó el griego cortésmente –

Espera aquí; voy a consultárselo al magistrado y te contesto – nos espetó el legionario de muy mala gana –

Que gente más tosca, Cayo Antonio… – me susurró Crisandro en griego, por si las orejas del militar estaban igual de desarrolladas que su bravuconería –

Así es, amigo, razón tienes en preocuparte; no quiero ni pensar en que pésimo estado quedaría una ciudad que se opusiese a la voluntad del que lidera a más de veinticuatro mil brutos como este... – le contesté en la lengua de Aristóteles, asintiendo su comentario –

¡Pasad! – nos dijo el legionario, abriendo un hueco en la guardia justo en frente de los magistrados –

Quedamos ante el primo de Crisandro, seguido por el imperator y el resto de su séquito. El duunviro lucía su mejor toga gualda, unas caras y altas sandalias blancas, aderezos varios y un peinado muy retocado que pretendía disimular su descarada alopecia.

Décimo, ¡Por todos los dioses! Estás sencillamente brillante – le soltó con cierta sorna su impertinente pariente –

Mi querido primo Crisandro, como siempre tan adulador… ¿Qué negocios truculentos te traen por la ciudad alta? – le respondió el interpelado un tanto violento al tener que truncar su trayecto por saludar a un familiar un tanto quisquilloso –

Nada trascendental; estaba comiendo algo en “La Olla de Manio” con este buen cliente y amigo, un forastero que parte en viaje de negocios para la Galia Narbonense mañana. Te hemos visto pasar junto a estos notables ciudadanos y vestido con tus mejores galas, así que no he podido resistirme a venir a saludarte y preguntarte… ¿A qué se debe este inusual acicalamiento? – le contestó el astuto mercader, manteniendo siempre la compostura y las distancias –

¿No te has enterado? Tienes que frecuentar más el foro y menos esos cuchitriles del puerto por donde te mueves… Estamos dando la bienvenida oficial al nuevo imperator de Hispania, Cneo Pompeyo, también conocido como el Magno por sus grandes triunfos. Acaba de llegar desde las Galias al frete de sus legiones proconsulares para erradicar definitivamente las correrías de ese bandolero tuerto y sus adeptos. Por cierto – girándose hacia la comitiva y asiendo levemente del brazo al joven militar que estaba siguendo con curiosidad aquella controvertida conversación –, domine, te presento a mi impertinente primo Crisandro, que, por desgracia, y a pesar de su terrible aspecto, es el mejor importador de vinos de Emporiae, y a su amigo... – el duunviro se quedó mirándome con cierto desprecio – Perdóname, imperator, mi primo es un poco dejado con el protocolo… ¿Muchacho, tú eres...? – me requirió aquel tipo con evidente desdén y apatía –

Mi nombre es Cayo Antonio Naso el joven, de la familia Antonia de Valentia, y somos productores y exportadores de vinos de la Edetania – le respondí orgulloso de mi gens y procedencia –

Cneo Pompeyo se quedó mirándome fijamente, escrutando con su ambiciosa mirada cada gesto de mi rostro y mis manos, reflejo directo del temperamento de los hombres y su serenidad…

Que los dioses te protejan, Antonio Naso; espero pasar por tus tierras en breve para restaurar el orden. Ciertamente, pensaba que esa comadreja de Perpenna me habría plantado cara aquí, en territorio indigete, pero veo que es igual de artero que de cobarde.

Eso mismo pensaba yo, pero preferí mantener la ambigüedad en todo lo concerniente al sabino y su triste lugarteniente:

Sólo los dioses etenos lo saben, imperator. Júpiter, en su sabio juicio, será quien lo decidirá.

Esgrimiendo su impositivo dedo índice, me replicó con gravedad:

Guárdate mucho de los partidarios de ese disidente, ciudadano valentino. Yo no soy tan contemporizador como mi colega Metelo, no esperaré a que los suyos le traicionen recostado en un confortable campamento degustando uvas, vino y efebos, dedicándome a perseguir tímidamente a su banda de salteadores de caminos. El Senado me ha concedido el Imperium durante un año en estas dos provincias. Voy a ir a buscarle, removeré toda Hispania si es necesario hasta derrotarle y llevarlo de vuelta a Roma cargado de cadenas como escarmiento a los otros simpatizantes populistas que proliferan en Italia. Así pues, desde ahora en adelante, los amigos de Sertorio son mis enemigos.

Aquel hombre tenía el ímpetu y la imprudencia de la juventud, pero una voluntad tan firme como aquella sólo podría traer desgracias para la Edetania... y para Sertorio. Mi hermano estaba en lo cierto...

Pues prepárate para una larga campaña, domine. Sertorio tiene muchos y poderosos amigos desde la Lusitania hasta el valle del Iberus, y no sólo los caudillos indígenas que le han jurado “devotio”, sino legionarios veteranos y colonos itálicos hartos de los contínuos abusos de los gobernadores que Roma nos envía cada año. Gentes que, como mi abuelo o mi padre, dejaron sangre, amigos y hermanos luchando al servicio de las águilas en la Celtiberia, Macedonia, Numidia o las Galias. Tanto sacrificio fue recompensado por diferentes cónsules con una mísera centuriación en alguna remota ciudad de Hispania y unos impuestos que año a año hacen insostenibles dichas tierras. Pero lo más triste de todo, imperator, es tener la certeza de saber que una vez vertida tu sangre por la patria, careces de toda posibilidad de tener voz y representación en el Senado la República – le revindiqué con el corazón sin pensar en las terribles repercusiones que podía acarrear un discurso incendiario propio del tuerto –

Vigila tu lengua, valentino, pues no todos los magistrados de la República son tan magnánimos como yo. Comentarios como éste se tildarían de alta traición en los pasillos del Senado – me replicó con claros signos de amenaza –

Yo no soy hombre de armas, imperator, ni soy un miliciano indígena; soy tan ciudadano romano como tú y veo con los mismos ojos de rabia e impotencia como nos estamos desangrando entre nosotros en guerras internas en vez de usar nuestros esfuerzos en contra de los verdaderos enemigos de Roma – le respondí buscando una opinión mutua que apartara la atención sobre la causa rebelde –

¿Y no consideras enemigo del estado a un legado sublevado contra el legítimo poder consular que se codea con los infames piratas cilicios? ¿Y no estará la sombra de Mitrídates, el patrocinador de esas sabandijas, detrás de una conspiración a gran escala contra la patria? ¿Y quién es él para condonar impuestos y concederle la sagrada ciudadanía romana a los hijos de los caudillos hispanos? – me respondió visiblemente irritado –

Algo de razón tenía el colérico imperator, pero, recordando el caso del padre de Canine, le respondí valientemente:

Tú padre lo hizo en Saguntum y en varias ciudades más de la Celtiberia, concediéndole la ciudadanía a más de una turma.

Cierto es lo que dices, Antonio Naso, pero con la salvedad que la ciudadanía se le concedió a veteranos combatientes que vertieron ríos de sangre por Roma, no contra Roma – me replicó contundente –

Sí, pero con un matiz; vertieron sangre latina, no bárbara. Aún así, imperator, el Senado de Saguntum se muestra partidario del rebelde Sertorio – le objeté audazmente –

Bien lo sé, y de momento también parte del Consejo de la indígena Edeta; y tu “medio latina, medio lusitana” colonia de Valentia casi en pleno; prácticamente toda la Edetania y la Contestania. Antonio, sinceramente, y por el bien del pueblo, espero que vuestros magistrados entren en razones antes de que mis hombres escalen vuestros muros. Y ten por cierto que así será… pero entonces será tarde – sentenció secamente –

Crisandro, viendo que el ambiente se estaba enrareciendo a gran velocidad, cortó de tajo nuestro careo desviando la atención hacia otro lado; dirigiéndose primero a mí dijo:

Bueno, querido amigo, no te enzarces en estos turbios asuntos políticos de los que no tienes ni voz ni voto, hablemos mejor de lo que sí sabemos: Cneo Pompeyo, como obsequio de bienvenida a Emporiae, te enviaré esta tarde a tu campamento un ánfora del selecto vino que producen los viñedos de la familia Antonia entre Edeta y Bulión, sólo comparables en aroma y paladar al exquisito vino de Falerno[36].

Pompeyo le miró y, con un educado gesto, señaló:

Te agradezco el detalle, Crisandro, y a ti también, Antonio Naso. Abriré dicha ánfora esta noche para la cena con el Senado y mis oficiales y lo degustaré a vuestra salud. Perdonad ambos si he sido un poco intolerante, pero conductas como la de éste cacique idealista ya no pueden consentirse en la República. Para que entendáis la obtusa personalidad de este tipo de individuos, mis agentes infiltrados entre sus tropas me han llegado a decir que se hace acompañar en sus arengas de una cierva blanca, su “voz de Ataecina(284)” que intermedia entre la Diosa y él, e incluso le aconseja… ¿Cómo puede creerse un ciudadano romano semejante veleidad?

Pues cierto es, imperator. Por lo poco que sé del caso, un pastor lusitano la encontró abandonada cerca del Mons Herminnius. Debido a su inusual color se la llevaron a Sertorio, que la cuidó y domesticó. De todos es sabido el tozudo temperamento de esos animales que no soportan el cautiverio. Su insólita docilidad la asocian las tropas a la voluntad de los dioses, y no sólo los supersticiosos lusitanos, pues más de un oficial romano también cree en ello – le refuté –

El imperator, tomando la leyenda de la cierva más como una treta del tuerto para manipular a los indígenas que como un signo divino, dijo contundentemente:

Ni aún tener al mismísimo Marte a tu espalda te da derecho a sublevarte contra Roma. Nadie puede alzarse en armas contra la patria. Para discutir está el Senado, no el campo de batalla; es el único error que le reconozco a Sila... ¡pero se lo reconozco ahora que está muerto! – exclamó jocoso, entre las carcajadas contenidas de los allí presentes, yo incluido –

Y bien muerto, pensé. Nadie se hubiese atrevido a dicho comentario en Roma estando el dictador en plenas facultades... Ahora, hasta su propio pupilo se permitía bromas al respecto.

No discutamos más por estos asuntos, imperator. Espero que el vino sea del agrado de tus invitados; no te defraudará, es tal y como Crisandro te ha comentado – le dije cordial y atento, distendiendo nuestro tenso encuentro –

Espero que los dioses eternos te guíen en el buen camino, Cayo Antonio; no desearía verte de nuevo en los muros de Valentia – me respondió él, soberbio y arogante, retomando el camino hacia la curia junto a los magistrados de la ciudad, dando por concluida nuestra charla –

Valentia, las memorias de Cayo Antonio Naso
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