V

Un jarro de agua fría me devolvió a la cruda realidad. Estaba medio inconsciente, acuclillado sobre una viga derruída. No estaba solo. Me costaba reconocer dónde y con quién más estaba allí. Escuchaba lamentos, gruñidos y conversaciones cruzadas. Aunque la estancia me resultaba familiar, todo estaba muy borroso, los colores giraban sobre mí como un remolino de manchas y unas voces y risotadas entre deformes y grotescas me martilleaban en las sienes. Notaba algo pesado y rugoso que aprisionaba mis muñecas. Tenía las manos encadenadas a la espalda. Estaba dolorido, muy dolorido. Algún hueso roto. Respiraba con dificultad. Un dolor punzante y desagradable me cruzaba el rostro y el pecho. Seguramente tendría la nariz rota.

Un segundo remojón, acompañado de un varazo en la espalda, me recuperó de golpe de mi aturdimiento. Conseguí enfocar mi turbada visión. Reconocí el lugar. Estaba en una de las dependencias contiguas de la basílica. Mejor dicho, de lo que quedaba de ella. Otros reos tan mugrientos y ensangrentados como yo estaban encadenados junto a mí en una travesera derrumbada del techo. Mi padre era uno de ellos. Ante nosotros había cuatro individuos con atuendo militar de facciones difusas y voces estruendosas. Pero había algo familiar en ellas; no era la primera vez que las escuchaba…

Pero si tenemos aquí al acaudalado Cayo Antonio Naso – dijo burlesco una de aquellas personas paseando despectivamente frente al grupo de prisioneros –

Sí, y mucho menos altivo que la última vez que le vimos, un poco más guarro y molido a palos – apuntó el otro –

¿No nos reconoces, tío Cayo? – preguntó el primero de ellos, haciéndome recordar con angustia de quién era aquella desagradable voz; Sexto Antonio Espurino le propino al viejo una sonora bofetada para que se despejase –

Ahora empieza a acordarse. Voy a ayudarle – señaló el otro que estaba a su lado, el hermano del anterior –

Y no está solo, Aulo. También está aquí nuestro querido primo.

¿Cómo podéis ser tan ruines siendo sangre de mi sangre? – les replicó mi padre, secándose con el hombro el hilo de sangre que le había ocasionado el duro golpe –

Nos has enseñado tú, tío Cayo… ¿Es que no lo recuerdas? Si por ti fuese, generoso tío, ahora estaríamos arrastrándonos como lagartijas sacando cobre de las minas de Lusitania. Nosotros vamos a ser más benevolentes contigo de lo que tú fuiste con nosotros. Quizá sufras mucho más, pero por menos tiempo…

Mi padre, sacando fuerzas de flaqueza, alzó el ensangrentado rostro hacia sus dos engreídos sobrinos y se quedó mirándolos provocativamente:

Por si se me olvida luego, Sexto… dale recuerdos míos a la zorra que os parió, ¡Malditos hijos de Plutón! – le espetó escupiéndole en los pies el diente que se le había soltado –

Un segundo golpe de revés de Sexto, más seco y más duro que el primero, tumbó a mi padre en el suelo…

Mi madre siempre nos advirtió de tu mala educación.

En ese mismo instante entró en la estancia un joven oficial tan emperifollado como si fuese la misma reencarnación de Alejandro. Todos los allí presentes se giraron al escuchar el repiqueteo de sus coturnos, callaron inmediatamente y los dos guardias de la entrada cambiaron su pose relajada por una rígida y marcial.

Saludos, Pompeyo Magno – dijo uno de los presentes, que por su loriga y redondas condecoraciones debía ser un centurión –

Salve, Marcelo. Vengo a ver a los prisioneros a tu cargo.

¡Planco! ¡Muéstrale los prisioneros al imperator! – le ordenó el presunto centurión a uno de los presentes –

Aquí están, domine – le contestó el grueso optio carceris(473)

¿Sólo tenemos estos desechos? ¿Y los demás? – le inquirió Pompeyo al oficial después de recorrer con la mirada los restos humanos que se hacinaban sobre los maderos derruidos al fondo de la antesala –

Muertos, domine. No se le ha dado cuartel en el asalto a todo aquel que fuese armado. Sólo estos de aquí vestían o tenían atributos de ejercer el mando cuando los capturamos durante el combate. No son más de veinte.

Veamos que tenemos por aquí… – masculló el joven imperator mientras paseaba lentamente y miraba cara a cara a todos los que allí estábamos. No detuvo su paseo hasta que cruzó su mirada con la mía, una mirada desafiante, preñada de rencor y rabia. A pesar de que me dolía hasta respirar, no bajé la vista ante el máximo responsable de aquel desastre – ¿Tú? El segundo por la derecha… ¿No eres tú aquel altivo mercader valentino que conocí el año pasado en Emporiae?

Yo soy.

Veo que, desafortunadamente, no me hiciste caso. Te dije bien claro que te apartaras de ese embaucador idealista y… ¡Mira lo que habéis conseguido! – exclamó alzando los brazos – Todos estos destrozos y sufrimientos os lo podríais haber ahorrado siendo un poco más inteligentes.

Aún no nos has derrotado, Cneo Pompeyo. Ha sido sólo una batalla. No es lo mismo luchar contra Perpenna que contra Sertorio. Además, creo que esa lección sobra comentarla, ya te la dieron el año pasado…

A pesar de tu lamentable situación, sigues siendo un insolente. Nunca entenderé a los de tu raza. Lucháis con bravura pero sin orden, ebrios, y hasta cantáis cuando os crucifican.

Domine, con permiso; te solicitamos que nos concedas a éstos dos traidores en el reparto de prisioneros de mañana – intervino Sexto señalándonos a los dos – Es un tema personal. Te los pagaremos generosamente al doble de su valor.

No tengo ningún inconveniente en ello. Poneros en contacto con Eutenes, el escriba de mi legado. Él se encargará de la burocracia pertinente.

Marcelo, manda a uno de tus hombres al templo. Puede que aún encuentres por allí a ese escriba haciendo el recuento de las incautaciones del día. Y, por Mercurio, que serás generosamente recompensado por tu ayuda… – le aseveró Sexto al centurión guiñándole un ojo –

De verdad que lamento que hayas acabado así, hispano – me dijo Pompeyo antes de salir de la estancia junto al centurión –

¿Qué hacemos con el resto, domine? – preguntó Planco –

Sacadlos al foro y ajusticiadlos allí mismo. Y no os olvidéis de ensañaros a conciencia con los cadáveres. Empalad a unos cuantos, suele ser bastante sencillo a la par que explícito. Reunid a la población que no halla huido y aseguraros de que presencien la ejecución y capten la advertencia. Será algo que no olvidarán mientras vivan.

Domine, después de las ejecuciones… ¿Qué hacemos con la ciudad? – preguntó Marcelo –

Arrasadla hasta los cimientos.

Cuando los dos oficiales salieron de la estancia, el guardia al cargo del grupo se acercó hacia mi padre y le liberó de los grilletes. Después hizo lo mismo conmigo. Una vez estuvimos los dos fuera de la hilera nos llevaron a empujones hacia una de las salas adyacentes, un receptáculo que en otros tiempos había servido como archivo colonial y que aquel día era un lóbrego cadalso. No fuimos los primeros en haber entrado allí. La luz amarillenta de un par de teas de brea se reflejaba sobre un charco pegajoso y oscuro, evidencia de que el lugar prometía ser horrendo.

Rullo, pon al más mayor sobre este tablón y sujétalo bien... y átale las manos al otro no sea que haga alguna tontería – le ordenó Sexto al guardia de mirada bovina –

Aquel simiesco lacayo me maniató a una de las estanterías mientras que de un tirón le arrancó la túnica, sucia y ajada, a mi padre. Lo colocó sobre un ancho banco de trabajo, anudándoles pies y manos a las patas del mismo. A pesar de que sería bien tarde, el calor del día no remitía, que conjugado con el hedor de la sangre coagulada, las impertinentes moscardas y los restos informes que salpicaban el lugar, le confería al pequeño habitáculo en cuestión una repugnancia tal que le hubiese provocado el vómito a una cabra. Sólo parecían estar en su ambiente el zafio guardián y mis dos primos, contentos como un niño con un juguete nuevo.

Bueno, ya estamos solitos. No quiero ser descortés. No se si conocéis las artes de Apio Lucilo Rullo. Es un viejo servidor de mis abuelos maternos, uno de los recaudadores más eficientes del gobernador y ahora especialista del procónsul en obtener de los prisioneros información vital para sus campañas.

¿Información? Si me preguntas por dónde para Sertorio, te responderé que estará tirándose a tu madre. Creo que sólo quedarán él, mi caballo y el invertido de Metelo por hacerlo en toda Hispania…

Muy ocurrente, tío Cayo… Rullo, enséñale modales a mi tío, por favor – le dijo Aulo a su sicario –

El aludido le lanzó un terrible latigazo que se estrelló en la espalda de mi padre, produciendo un chasquido que le arrancó un buen trozo de piel y carne, seguido de un grito que retumbó en las pétreas paredes de aquella angosta sala…

Mejor así. Vamos a lo que importa. Mi querido tío, ¿Vas a dcirnos dónde escondes tu fortuna? Sé de sobra por ésto que debes de tener unos cuantos denarios de sobra – prosiguió Aulo, enseñando uno de los tomos de la Curia que contenía el registro de impuestos –

Me los he gastado todos en vino y putas. A ti te lo voy a decir, jodido cabrón… ¿Tu padre sabe lo que estáis haciendo?

Rullo, por favor, parece que aún no ha moderado sus parcos modales de legionario…

El siguiente latigazo del guardia se estampó sobre el surco sanguinolento del primero, salpicando mí cara con pequeñas gotas, repugnante mezcla de sudor y sangre.

Tío Cayo, tengo toda la noche para que me digas lo que quiero oír. Puedes hacerte el héroe y morir lentamente entre horribles estertores o decirme lo que quiero escuchar y que Rullo acabe con su trabajo rápido y con estilo… ¿Qué eliges?

Que vas a tardar en poder irte a dormir, puerco avaricioso – le respondió mi padre –

Rullo, pon a calentar ese pilo; se me ha ocurrido una idea.

Aulo, eres un perturbado; sólo un demente disfruta con lo que estás haciendo – le dije mirándole fijamente a los ojos –

Tú cállate, entrometido – me imprecó Sexto, atizándome un sopapo con su diestra que me arrancó un trozo de mejilla; a día de hoy sigo aún teniendo un hoyo mal cicatrizado en la cara consecuencia del desgarro que me produjo el sello de su dedo anular – Ya te llegará tu tiempo de réplica. Sigue, Aulo, acabemos pronto, que ya tengo hambre.

Tío, te doy una última oportunidad de que me digas donde están los fondos de la Casa Antonia. Hemos revisado desde las orzas de las cocinas hasta en los maceteros del jardín y no hemos encontrado nada que merezca que estemos aquí. De hecho, le hemos pegado fuego a todas las baratijas que acumulas en tu casa. Pero en la lista tributaria de este año salen muchos miles de sestercios pagados al erario colonial…

Yo trabajo en el campo, no como tu madre que lo hace en la cama. Mis riquezas son mis hombres, mi vino y mis tierras. Y eso nunca me lo podréis quitar, rateros de mierda.

Rullo, ¿Te acuerdas de lo que le hicimos a aquella esclava de mi madre que le sisó durante años? Procede, por favor.

El sicario de los Espurinos había colocado la punta de una jabalina en una de las antorchas que iluminaban la estancia. El hierro ya estaba al rojo vivo cuando la cogió por el mango de madera y se dispuso a torturar al viejo, tendido de espaldas sobre el madero. Con furia y mala saña el sicario le introdujo por el recto el hierro incandescente, haciendo que mi padre perdiese el conocimiento después de un alarido prolongado y creando con el contacto del hierro y la carne un olor repulsivo a pellejo quemado que me hizo vomitar sobre mis piernas.

¡Despierta, saco de mierda, despierta! – gritaba Aulo, golpeando con su vara la lacerada espalda del viejo –

Creo que te has pasado, Rullo. Este no se recupera…

Habrá que ir a por un pozal de agua para despabilarlo – le contestó su hermano –

La verdad es que tengo hambre. Déjalos aquí, tomémonos una jarra de vino con algo caliente de cuchara y volvamos con el cubo a ver si recupera la conciencia – comentó el grueso Sexto frotándose la panza – Con un poco de suerte aún veremos la ejecución pública que estará montando Marcelo.

Espera, no sea que se escapen. Tengo una idea. Dame tu gladio, Mácula – le contestó Aulo –

Aulo descargó un golpe seco y directo sobre el tobillo de mi padre que le segó el pie derecho. Después, completó su macabra ocurrencia repitiendo la maniobra con el izquierdo.

¡Ja! A ver si ahora se escapa corriendo… – dijo burlándose de nosotros y mirándome con una sonrisa sardónica –

Aquellos tres miserables sujetos salieron de la sala dejándonos allí atados y encargándole a uno de sus secuaces la vigilancia de la entrada. Mi padre seguía amordazado, inmóvil, con más de media jabalina clavada en el ano que le producía una fuerte hemorragia que la insuficiente incandescencia del hierro no había podido frenar al chamuscar su piel… además, se desangraba lentamente por las secciones de sus tobillos. Estaba inconsciente. Yo casi, sangrando otra vez por la nueva herida de la mejilla, los brazos ateridos por la soga de esparto, dolorido, furibundo de no poder socorrer a mi padre, rabioso y humillado. El guardia, de modales más bien escasos, no se contuvo en sus necesidades más básicas y se puso a aliviar el contenido de la entrepierna a mi lado, salpicándome con su fétido orín sin tener el menor cuidado.

Pasé un tiempo indefinido en aquella pestilente celda rodeado de sangre, humo nefando, insectos, orines y vómitos, intentando soltarme sin éxito las ligaduras cuando aquel guarro centinela con cara de sepia que velaba la entrada del archivo dejaba de mirarme. De repente, un ruido seco me sacó de mi desfallecimiento. Se había abierto el portillo de un golpe seco. Un brioso individuo de media altura, que cubría su identidad con una clámide granate, se internó en la estancia asestándole una rápida y profunda estocada en el pecho al sorprendido guardia. Sacó la hoja ensangrentada de su cuerpo inerte y trémulo, la limpió en la misma túnica del infeliz y se dirigió hacia mí…

¿Eres tú Cayo Antonio Naso el joven?

Lo que queda de él.

¡Por el Oráculo de Apolo! ¡Os he encontrado! – exclamó el recién llegado. Aquel sujeto hablaba un latín puro y refinado. Era evidente que estaba ante un oficial romano bien educado – Rápido, ¡Varo, Crispo! Ayudad a este hombre a incorporarse. ¡Y liberad al otro!

Gracias a los dioses… ¿A quién le debo la ventura de nuestra liberación? – le pregunté en mi mejor latín una vez suelto y desencajándome la mandíbula que aún me dolía del sopapo –

Los dioses no tienen nada que ver en esto. Agradécemelo a mí, soy tu cuñado Lucio Afranio – me contestó el individuo descubriendo su rostro; sus marcadas facciones latinas acompañaban a su voz – Me alegro de poder conocerte en persona, Cayo. Temía que hoy hubieseis muerto en la llanura o en el asalto hasta que esas dos alimañas le han solicitado vuestras vidas a Eutenes, mi contable y uno de mis más fieles esclavos, por la mísera cantidad de ochenta monedas.

Hoy no era día de morir. Lo mismo digo, cuñado, es un placer al fin conocerte. Por favor, dile a tus hombres que ayuden a mi padre. Esos cerdos lo han torturado sin clemencia. Y ya ha perdido mucha sangre.

Ya lo veo.

Domine, este hombre está muerto – comentó uno de los hombres de Afranio después de dirigirse a asistir al viejo y colocarle una pluma bajo la nariz –

¿Muerto? – exclamé –

Sí, no respira. Parece que se ha desangrado completamente.

¡Me cago en la puta madre que los parió! ¿Dónde están esos hijos de Plutón?

Cayo, detente; no me tomes por desconsiderado, pero no tenemos mucho tiempo para revanchas. Es tarde, tus primos estarán al caer. Como entenderás, no puedo ignorar las órdenes de Pompeyo, pero sí que puedo sacarte de aquí y pegarle fuego a lo que queda de la basílica. Nadie sabrá nunca si se os cayó el techo encima. Vamos, no hay tiempo que perder.

A duras penas me dejé sacar de aquel infausto lugar, abandonando el rígido cuerpo inerte de mi padre en tan humillante posición. Allí se quedaron los dos cadáveres, el del guardia y el de mi padre[64]. Entre los dos hombres de Afranio me remolcaron hasta la entrada en la que un esclavo con un morral y un arriero de la impedimenta de la legión con una carreta llena de heno esperaban nuestra llegada…

Cayo, escóndete aquí dentro. No he colocado centinelas de guardia en la Porta Sucronensis. Mis hombres de confianza te sacarán por allí de Valentia y te llevarán al lugar seguro que les indiques.Mis exploradores me han confirmado que hay diversos grupos de civiles refugiados en esa zona – apuntó Afranio –

Perfecto… allí estarán mis hombres.

En la carreta tienes una túnica limpia, unas sandalias y un gladio reglamentario. Eutenes te dará un morral con un poco de pan de centeno, un pellejo de vino y unas lonchas de jamón secas. No he podido conseguir nada más después del concienzudo saqueo que han hecho nuestros hombres.

Los dioses te pagarán todo esto, cuñado… Dime, ¿Cómo está mi hermana? ¿Ya sois padres?

Las últimas noticias que tengo es que está bien. Estará a punto de dar a luz en nuestra finca de Piceno. Espero que la campaña no se prolongue en exceso para no regresar demasiado tarde a Italia y poder disfrutar de la criatura.

Eso espero yo también. Dale un beso muy fuerte de mi parte. Y no le hables de los detalles escabrosos que habéis visto, por favor. Prefiero que retenga en su mente la imagen de su partida, cuando el viejo era un duunviro orgulloso y no lo que hemos dejado ahí dentro. Para mí será imposible borrar de mi memoria lo que ha pasado hoy.

Sea – me confirmó mi cuñado asiéndome fuerte de los brazos – Escúchame bien, Cayo; no podré volver a cubrirte. Si los agentes de Pompeyo supiesen de mi acción de esta noche, tendría serios problemas con él y con la prefectura; incluso podrían ajusticiarme por traición. Desaparece, Cayo, haznos ese gran favor a tu hermana y a mí.

Mucho me temo que, a pesar de tu sincero consejo, volveremos a vernos, querido Lucio. Sabes que desde hoy tengo dos poderosas razones para luchar hasta la muerte.

¡Olvídales! La venganza sólo te traerá la ruina.

¡Ya estoy arruinado! Mi casa es una hoguera. Mi negocio está perdido, mi padre está muerto y te juro por el eterno fuego de Vesta que esos cerdos también lo estarán muy pronto.

Que los dioses te protejan en tu camino. Salve, Cayo – me dijo mi cuñado despidiéndose con un golpe en el pecho –

Salve, Lucio Afranio; rogaré todos los días a nuestros lares por ti.

Valentia, las memorias de Cayo Antonio Naso
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