IV

Era poco más de mediodía, sobre la hora septima, cuando llegamos ante la puerta de nuestro presunto destino. Era una sobria casa de dos plantas, sin ningún establecimiento abierto en su planta baja, a la que se accedía a través de un portalón de madera de roble reforzado con remaches de forja flanqueado por dos simples columnas de granito gris y cubierto por un sencillo friso triangular. Sólo dos pequeñas ventanas cuadradas se abrían en su planta alta, cubiertas por una cornisa de vigas y tejas, en cuyas repisas había varias macetas con coloridos crisantemos cuyos tallos estaban repletos de flores blancas, amarillas y fucsias que resaltaban en la nívea pintura de la fachada. Era ésta encarnada en su parte baja hasta la cenefa y encalada en el resto… una parca fachada para una parca familia – pensé para mis adentros –

Llamé a la puerta de la casa. El portalón principal daba a la misma transitada vía principal por la que en aquel momento varios grandes carros movidos por yuntas de mansos bueyes y carretas ligeras se cruzaban transportando grano, balas de paja para las caballerizas y ánforas de diversos contenidos desde los campos adyacentes hacia los almacenes de la ciudad. Una pequeña apertura de la puerta se entreabrió con un leve crujido de su mal engrasada bisagra, y, tras ella, apareció el rostro de una anciana doméstica que nos preguntó quedamente…

¿Quién sois?

¿Es ésta la casa del caballero Lucio Afranio? – le pregunté en un tono educado pero enérgico –

Lo es… ¿Y qué es lo que deseas de él? – me contestó la débil y gemebunda voz femenina oculta tras el portalón –

Saber si se encuentra en casa en estos momentos – le respondí manteniendo mi tono autoritario –

¿Y quién desea saberlo, si no es demasiada indiscreción? – me replicó la anciana –

Su cuñado Cayo Antonio Naso Vinícola el Joven, recién llegado de Valentia.

La portezuela se cerró quejumbrosa, dando paso a un crujido aún mayor cuando las bisagras del portalón giraron para permitir que la emérita sirvienta pudiese abrir una de sus hojas y dejarnos entrar.

Entra, domine, no te quedes ahí fuera en la calle.... pero... ¡Por todos los dioses eternos! No puedes negarlo, Cayo Antonio, eres la viva imagen de tu abuelo Publio, igual de altivo y sereno – me dijo mirándome con sus cansados y cristalinos ojos cuando la luz del día despejó las sombras que cubrían mi rostro –

Eres muy amable, señora. Me acompaña Atia Balba, segunda hija del senador Marco Atilio Balbo y una buena amiga; sin su ayuda me hubiese sido imposible llegar hasta aquí – le dije cordialmente mientras mi distinguida acompañante descubría su radiante faz –

Mis más gratos saludos, joven Balba; me han hablado mucho de ti y tu gran belleza… ¡Salvia, lleva una jarra de agua fresca al atrio para nuestros invitados! – le ordenó a una muchacha que estaba plantada tras ella – Seguidme, por favor.

La doméstica encargada de la casa Afrania nos invitó a acompañarla al interior de la vivienda y, atravesando el vestíbulo en donde unas simples candelas de arcilla iluminaban las pequeñas hornacinas donde se encontraba el larario de la familia, nos condujo al sombrío atrio. Notamos un frescor reconfortante después de la larga caminata desde el foro a pleno día. Un tenue rayo de sol procedente del hueco del patio iluminaba las quietas aguas límpidas del impluvio, haciéndolas centellear y resaltando aquel crisol de luces el bermellón, negro y blanco de las cuentas que formaban el pulido pavimento. Nos acomodamos en un pequeño banco de mármol entre dos maceteros de mirto mientras la anciana acercaba al banco una silla auxiliar. La tal Salvia, al parecer una esclava gálata por su tez aceitunada, ojos verdes y oscuros cabellos, todos ellos típicos rasgos de las cotizadas mujeres del interior de Asia, colocó una pequeña mesa de bronce, de tres patas arqueadas y repujadas con motivos florales, con una jarra de agua fresca, tres copas de vidrio verde translúcido y unos dátiles rellenos con nueces, envueltos en finas lonchas de panceta y ligeramente pasados por la sartén, otra exquisita receta de importación que descubrí en aquel inolvidable viaje. Una vez servido el contenido de la jarra y apuradas las copas de un placentero trago, la anciana liberta nos comentó:

Así que por fin conozco a uno de los dos apuestos hermanos de mi domina. Eres fiel a la descripción que ella me ha dado de ti. Permíteme que te diga que veo la misma serenidad de mi señora en tu mirada, cualidad que siempre comenta como rasgo principal de la familia Antonia de Valentia… como la que vi en tu abuelo Publio hace ya tantos años…

Te agradezco el cumplido – le contesté cortésmente – Desde que partió de Hispania, ya hace mucho tiempo, sólo he tenido un contacto paupérrimo con ella, tan sólo un par de cartas en casi cinco años. Por ellas supe de su boda con el primogénito de Aulo Afranio y de su buena posición como esposa de un hombre influyente en el gobierno de la república… pero, según dices… ¿conociste a mi abuelo Publio?

Así es, domine. No quiero ser una desconsiderada, es justo que sepas quien soy. Me llamo Paula y fui esclava durante muchos años de tu tía Antonia Cepina, tu tía-abuela, en su casa de Nursia hasta que me concedió la libertad a condición de que cuidara de la niña en la pérfida Roma y la protegiera de las libertinas costumbres de esta sociedad ebria de vicio y poder. Así pues, una vez concluidos los esponsales de tu hermana, partimos de la benigna campiña sabina hacia este horroroso centro de la degradación humana. Cuánto lamento la terquedad de mi ama, y más en aquellos tiempos, domine. El que ambas familias no permitiesen que vinieseis a la boda por vuestro conocido respaldo al líder insurgente sumió a mi señora en un gran desazón, pero creo que el tiempo todo lo cura y ya ha superado las penas de estos últimos tristes años – me explicó con cierta ternura –

Me hago cargo de su compleja situación; una familia notable residente en Roma, fiel al Senado y a la patria, pero sobretodo fiel a nuevo valedor de la república, habría encajado muy mal a unos invitados molestos, colonos de provincias y partidarios declarados de un pretor insurrecto y expatriado. Espero que mi hermana llegue con el tiempo a separar entre lazos de sangre y conveniencias políticas.

Cayo Antonio, tengo que advertirte que la influencia sobre mi señora de tu tía Cepina y, por descontado, de su familia política, es muy fuerte. No deberías de extrañarte de que, a pesar de sus sentimientos más profundos, para evitar obstaculizar la boyante carrera cívica de su esposo no quiera mantener contacto con declarados “proscritos de la república”, aunque sean de su propia sangre, según sentencia habitualmente a los cuatro vientos su pragmático y vehemente suegro cada vez que tiene ocasión en la escalinata del Senado.

¿Y dónde se encuentra mi hermana en estos momentos? – le pregunté curioso al no ver en la casa el clásico ajetreo propio del servicio cuando está habitada –

Con tu tía Cepina y su suegro en la nueva casa de recreo de los Afranio en su Cupra Marítima natal, en la costa adriática del Piceno(322). Tu visceral tía prefiere que espere tranquilamente en la paz de las solitarias playas y feraces huertos de olivares a la vuelta de su esposo de su última peligrosa misión. Allí está a salvo de las tan variadas tentaciones que le ofrece esta pervertida ciudad. Su posición social como nuera de un senador le obliga a acudir a festividades religiosas, banquetes y conmemoraciones, eventos repletos de patricios degenerados y caprichosos, nuevos ricos plebeyos de tendencias juerguistas y matronas de mentes calenturientas que son un peligro real para la integridad moral de la joven señora. Además, Cayo Antonio, me alegra comunicarte que tu hermana está embarazada de tres meses; mi señor piensa que incluso antes del parto estará de vuelta con la cabeza de ese zorro pinchada en un pilo – me respondió la astuta Paula con una cínica sonrisa que mostraba su monda dentadura –

¿Y dónde se encuentra Lucio Afranio… en Pérgamo, dando caza al astuto Mitrídates? – indagué aún más preso de mi curiosidad –

Lamento decirte que marchó hace un mes junto a su amigo y benefactor Cneo Pompeyo, ese jovenzuelo tocado por Fortuna al que Sila tuvo que otorgarle el título de Magno por sus precoces hazañas bélicas. Les fue encomendado hace poco por los padres de la patria erradicar la revuelta de ese pretor díscolo, Sertorio, en Hispania. Parece ser que la paciencia del Senado se ha agotado y le han concedido plenos poderes al orgulloso hijo de Estrabón para que elimine a ese rebelde. Ya deberían de estar allí pues me llegaron noticias antesdeayer de que intervino drásticamente sofocando una sublevación de unas tribus galas hará ya más de quince días.

Un jarro de agua fría cayó sobre mí en aquel desafortunado instante. Mi cuñado era uno de aquellos flamantes legados de roja cimera y trote arrogante que secundaban al engreído procónsul en Emporiae. Y pensando en la última frase de Paula, cuanto trabajo le damos a Discordia(323) y cuan cruel es ella jugando con los mortales. Atia me miraba y no comprendía la aflicción que percibía en mi serio semblante. Me sentía enfadado con el mundo y defraudado por los designios de los dioses a causa de los complicados caminos que tienden en nuestro sino. Estaba plenamente convencido de que más tarde o más temprano las legiones consulares bien pertrechadas de Pompeyo se verían las caras con el inestable ejército indígena de Sertorio. Pero también sabía a ciencia cierta, por como ha sido durante esta larga vida mi carácter idealista e indómito, que cuando aquel fatídico momento llegase yo estaría allí, a la diestra del tuerto, galea anudada y falcata en mano, defendiendo un bonito ideal con uñas y dientes que, ahora, visto fríamente con la sabiduría que da el tiempo, era una total utopía fruto de los delirios de grandeza de aquel zorro taimado. Y frente a mí estaría él, Lucio Afranio, un bravo oficial al mando de una de las legiones del niño, actuando como su legado y subordinado fiel...

Recuperando mi entereza abrí mi zurrón y extraje la carta que había redactado mi padre para mi hermana. Era un pergamino manuscrito y cuidadosamente enrollado y sellado en su extremo con la incuestionable marca de la vid, la enseña de la familia.

Paula, tu trabajo honra esta casa – le dije a aquella entrañable anciana – Sólo puedo estar unos pocos días en Roma, por lo que dudo mucho que pueda visitar a mi hermana. Pero sí te rogaría que le entregases discretamente esta carta de nuestro padre. Me pidió que se la entregase en mano, pero, vista la imposibilidad de hacerlo yo mismo, he de delegarlo en ti.

Cuenta con ello, domine. En cuanto salga el primer correo de confianza para Cupra no dudes que llevará con él este manuscrito. Conozco a un cliente de confianza del señor que por muy pocos ases será disceto, cauteloso y efectivo.

Te agradecería que me hicieses llegar cualquier información sobre ella o sobre su esposo – intervino Atia sorprendiéndome por su altruista colación – Es fácil encontrar la casa del senador Balbo en el Aventino; para evitar que haya correspondencia directa con la Hispania rebelde, envíame algún esclavo con una breve nota a mi atención y yo se la reenviaré a él.

Muy bien pensado, Atia Balba; contad ambos con mi prudente colaboración; todo sea por el bien de la familia – señaló Paula –

Que los dioses te guíen, Paula – le dije sujetándole tiernamente sus viejas y encallecidas manos –

Seguimos conversando sobre otras trivialidades de la gran urbe. Paula nos invitó a acompañarla al triclinio y tomar un pequeño ágape antes de volver a casa. Ya una vez acomodados y con nuestros pies descalzos y enjuagados, la tal Salvia nos sirvió una jarra de plata repleta de aromático y espumoso vino silvestre de la región de Emilia(324). Es éste un vino afrutado realmente delicioso tomado fresco. Lo preparan con los pequeños frutos de las cepas salvajes de las tierras cisalpinas y no lo dejan fermentar más que un par de meses. Acompañando al refrescante néctar de Dionisos, la guapa muchacha gálata(325) nos trajo, espaciadas en el tiempo, dos cumplidas bandejas. La primera de ellas contenía trozos deshuesados de cabrito cocinado al estilo parto, receta importada de sus vastas tierras. Consistía en hornear un cabrito untado en aceite sazonado con una elaborada mezcla a base de hinojo silvestre del africano[45], cebolla tierna picada, hojas de ajedrea, una pizca de la cara pimienta negra, ciruelas de Antioquía y buen garum mastieno de Scombraria. Todo ello se herVia a fuego lento con vino tinto. La humeante bandeja de barro nos hizo caer la baba. Ya era pasado mediodía y del desayuno sólo nos quedaba el recuerdo. Un frasco chato de acetum balsámico del véneto(326) para aliñar el guiso al gusto y una cesta con hogazas de pan de centeno tostado con sésamo y pasas acompañaban la suculenta bandeja.

La segunda fuente no dejaba en evidencia a la primera, siendo el perfecto remate de la opípara e inusual pitanza. Generalmente, yo no solía comer nada fuerte a mediodía, reservándome siempre para la cena. Cuando acabamos de untar el pan en la sabrosa salsa del cabrito, la bella asistente de ojos verdes como esmeraldas retiró los restos de la primera bandeja. Mientras tanto, otra asistente aseó el mantel, nos trajo una palangana con agua perfumada con pétalos de flores para limpiar nuestros pringosos dedos y nos escanció un poco más del sorprendente y burbujeante vino de las riberas del Padus(327). Una vez concluida la operación de limpieza a cargo de las asistentas secundarias, Salvia nos puso unos cumplidos cuencos de barro cocido. Paula nos comentó que era el postre estrella de la polifacética asiática. El contenido de los cuencos eran unas apetitosas natillas a base de leche, miel y yemas de huevo batidas con canela y horneadas a fuego lento en un recipiente con agua durante una hora, proceso que les proporcionaba su dura textura. Como toque personal, la cocinera añadía una pizca de pimienta negra espolvoreada para darle un ápice de intenso sabor que contrastaba con el dulzor de la natilla.

Saciados y magníficamente atendidos por aquella inesperada anfitriona, le agradecimos encarecidamente su hospitalidad y ayuda en la nada nimia tarea de recomponer la deteriorada relación entre mi familia itálica e hispana.

Paula, me reitero, le rogaré a los dioses inmortales por tu bienestar. No lo tomes como un agravio pero debemos retirarnos. Por la clepsidra de tu atrio, veo que debe ser entrada la hora duodecima y, francamente, no me apetece nada la idea de atravesar de nuevo Subura una vez caída la noche – le comenté sinceramente a la fiel anciana –

Te entiendo, domine; no es barrio para gente decente. Ves en paz y que Júpiter guíe tu camino; es un gran honor haberte conocido en persona, Atia Balba; aquellos que dicen que vuestros cabellos son como los rizos de Apolo, mienten. Ya quisiera el dios tener un cabello tan hermoso como el vuestro. Nada tenéis que envidiar a Aurelia Cotta[46] en sus tiempos mozos. Tendrás noticias mías – le dijo la anciana, besándola fraternalmente en la mejilla –

Salvia nos acompañó hasta la puerta, la cual se abrió con su personal crujido de bisagras. Una vez fuera de nuevo, en la realidad de la inhóspita calle, notamos el frescor de las tardes de finales de invierno unido a un húmedo viento marino que aumentaba con sus rachas la sensación de ambiente desapacible. Deshicimos nuestro camino matutino bajando por la Via Tiburtina hasta el cruce de Carina(328), frente a Subura. Si es un lugar peligroso de día, ni pensar en como lo es al anochecer, ya cerca del crepúsculo, cuando los gandules y rufianes de las cuatro esquinas de la ciudad se juntan en las tabernas apestosas del polémico barrio bebiendo cantidades indecentes de mosto avinagrado entre grescas, gritos y peleas. Más de un político infame recurría a los servicios de aquellas gentes para desestabilizar el mandato de algún rival, creando los disturbios e inseguridad ciudadana suficientes para provocar la dimisión del ínclito magistrado en cuestión.

Valentia, las memorias de Cayo Antonio Naso
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