XV

Era mediodía cuando la vanguardia del grupo pudo ver recortarse sobre el vivo azul del cielo estival el relieve de los altos edificios del foro rodeados por la irregular tira ocre de los viejos muros de Saguntum, aparentemente recién parcheados y poblados de presuntos centinelas. Uno de los batidores volvió grupas a gran velocidad alertando al centurión de la llegada de unos jinetes desde las proximidades de la ciudad. El grupo se ocultó entre los feraces matorrales de baladre, a cubierto de los nuevos y desconocidos transeúntes de la calzada y a la espera de alguna señal de sus hombres que despejara el origen indeterminado de los jinetes. Los legionarios se colocaron ocultos entre la vegetación tras sus escudos curvados, protegiendo a los civiles, mientras los arqueros se posicionaban en una pequeña loma cercana para tener mejor visibilidad y ángulo de tiro. Momentos después el misterioso escuadrón de caballería llegó. Las flamantes cimeras rojas mecidas al viento y el rutilante destello de las escamas metálicas alegraron el ánimo de los vigías, pues todo parecía indicar que era una partida de reconocimiento saguntina.

Cuando los jinetes llegaron a la altura de los allí apostados, Calvisio salió de repente entre los matorrales, haciendo frenar de golpe al cabecilla del grupo…

¡Por Júpiter! ¿Quién eres tú? – le preguntó en un afectado latín el sorprendido caballero, un joven y arrogante oficial aparentemente de buena cuna, mientras contenía a su montura encabritada fruto de la sorpresa –

¡Salve, equite!– le respondió Calvisio, saludándole con su brazo derecho – Soy Servio Calvisio, hijo de Marco, ciudadano valentino y centurión licenciado de la Legio X Gemina, ¿Y vosotros quienes sois?

Salve, Servio Calvisio. Yo soy Marco Coranio Rufo, jefe de la milicia ecuestre saguntina. Nos dirigimos hacia la mansio de Puteol. Ayer noche llegaron varios aldeanos aterrados huyendo del asalto de unos saqueadores bárbaros y voy allí con mis hombres para evaluar la situación y ver que está pasando – le contestó el oficial. Era uno de esos jóvenes impetuosos y altivos, que lucía con soberbia y orgullo la corta capa roja digna de su cargo –

Puedes ahorrarte el viaje, decurión Coranio, pues a nadie podréis ayudar. Venimos de allí... – le refutó el centurión mientras con una señal acústica acompañada de un gesto de su mano indicaba a sus hombres que podían salir de detrás de la vegetación –, y no es muy agradable el espectáculo.

¿Venís desde Valentia? ¿Es tan horrible como nos han dicho?

Lamento no poder darte más información. Nosotros salimos hace dos días de la ciudad y sólo había confusión. Vimos el incendio desde las lomas de Mellaria… ¿Sabes tú lo qué ha pasado?

Ayer por la mañana llegaron al puerto algunos refugiados valentinos que pudieron escapar en botes pesqueros y barcas desde las aldeas de los cañaverales del Turius. Venían horrorizados, contando las atrocidades que esos salvajes habían hecho cuando entraron en tropel en la ciudad. Robaron todo cuanto de valor encontraron... El templo de Júpiter ha sido saqueado e incendiado, las termas y la Curia también consumidas por el fuego... ciudadanos vejados, asesinados o cautivos. Los templos profanados, las estatuas derribadas y todos los negocios saqueados a conciencia.... Un verdadero desastre... – le contestó el oficial –

¡Por todos los dioses! – exclamó el centurión bajando la mirada – Nuestros temores se han hecho realidad; vista la gravedad de la incursión, ¿cuál es la situación en Saguntum? – prosiguió Calvisio, recuperando su entereza habitual; ya había visto la estela de los francos en varias ciudades de Germania Inferior y se imaginaba lo que estaba sucediendo –

Realizaron un conato de asalto por el tramo de poniente hace dos días, un párvulo intento de tomar la ciudad que pudimos desarticular causándoles muchas bajas. El senado ha movilizado a la milicia y la reserva. Todos aquellos varones capaces de alzar un gladio desde Ildum a Segóbriga están obligados de presentarse inmediatamente en la Curia para armarles y asignarles posición. La población de los arrabales ha abandonado sus casas y los que no han optado por huir al campo se encuentran hacinados en la ciudad alta, viviendo bajo los soportales. Se enviaron ayer mensajeros, uno hacia el campamento permanente de las legiones imperiales en Mongotiacum para que acuda en nuestra ayuda el legatus augusti Aureliano al frente del ejército de Germania y nos libre de estos indeseables. Además, zarpó ayer tarde una birreme con una misiva de auxilio destinada al gobierno provincial de Tarraco, a la misma atención de Alio Máximo[8], insigne valentino de nacimiento y que, como sabrás, es desde hace unos años el gobernador de nuestra provincia. Seguro que es más sensible con el tema que el legado.

Pues, viendo que vuestra misión de reconocimiento no tiene ya mucho sentido, creo que nos seríais de gran ayuda escoltándonos hasta Saguntum. Como verás, custodio civiles refugiados, ya hemos repelido con éxito una vez a esos malditos bárbaros allá en Enesa y no quiero abusar más del voluble capricho de Fortuna – le expuso Calvisio –

Cuenta con ello, centurión… ¡Fabio, lleva tus hombres al flanco izquierdo! – le ordenó el joven oficial a su lugarteniente, un jovenzuelo llamado Lucio Fabio Máximo, descendiente de una adinerada familia de la clase ecuestre; giró caracoleando con su corcel y se colocó junto a sus jinetes en dos filas a ambos lados de la caravana –

Era poco más de media tarde cuando la lenta columna comenzaba a rodear el soberbio montículo sobre el que se alzaba la acrópolis saguntina, dejando la pétrea calzada que continuaba rumbo norte hacia el puente del Pallantia y cogiendo el ramal empedrado que ascendía desde el cruce de los arrabales del Ludus Máximus(80) hacia el teatro. Pasaron por granjas desiertas, huertos de verduras y frutales completamente abandonados, casas, tabernas y talleres cerrados, sin vida, sin el rumor de las actividades que herVian día a día en ellos. Cruzaron en silencio, espantando algunas gallinas errantes, un inusual silencio que imperaba en aquellas barriadas generalmente congestionadas de gentes variopintas. Estarán todos arriba – pensaba Tito para sí mismo – atemorizados y acurrucados tras los muros. Según iban subiendo pudieron comprobar como, aparentemente, una cadena de famélicos esclavos estaba desmontando piedras del interior del teatro y cargándolas en carretas. Aquello le llamó la atención al joven Antonio, el cual acercó su montura hasta uno de los caballeros saguntinos y, cortésmente, le interpeló:

Fabio, si no es indiscreción… ¿Qué está haciendo esa gente?

Desmontar una parte del escenario del teatro – le contestó sin ningún énfasis y sin girar su rostro –

¿Para qué? – insistió Tito un tanto curioso –

La muralla de poniente está medio derruida. Desde los tiempos de Pompeyo el Grande que no estaba en uso. Como hemos podido comprobar, es la parte más baja y vulnerable de la acrópolis. Si no la levantamos pronto, ni Marte nos salvará del próximo ataque de esos salvajes – le respondió sin tapujos el impasible y recto oficial –

¡Por todos los dioses! ¿Tenemos que desmantelar el teatro para levantar una simple tapia? – le increpó Tito aún incrédulo de lo que había escuchado –

Escucha; las canteras de Ad Novolas(81) y Valeria están muy lejos de aquí, por lo que es inseguro, e inconsciente, encargar unos nuevos bloques que nunca llegarían a tiempo. Además, las arcas municipales están temblando pues llevamos varios años de cosechas paupérrimas y desde hace tiempo que ya no salen corbitas repletas de vino a los mercados de Ostia y Neápolis como sucedía antaño. Los salazoneros ya no tienen trabajo, así que los alfareros aún menos. Como habéis visto, la ciudad se está vaciando. No es que estén todos arriba, escondidos como conejos, hay muchas familias de artesanos que ya hace años que se fueron al campo como míseros jornaleros al amparo de algún rico terrateniente que les proteja con su ejército privado de mercenarios, les de trabajo y se ganen unos pocos sestercios para vivir decentemente....

Así que la única cantera de piedra barata y accesible que tenemos es el teatro… – dijo Tito con la mirada perdida en las cada vez más empinadas losas de la calzada –

Así es. Espero que los Dioses y nuestros antepasados nos perdonen este sacrilegio, pero es causa de fuerza mayor. O el teatro o Saguntum. Creo que la elección es muy sencilla.

Al pasar la amplia curva que describía la calzada sorteando el recinto teatral, Tito fue consciente del denigrante desacato que se estaba realizando en aquel edificio consagrado a Apolo. Una hilera de cientos de esclavos famélicos de ulceradas espaldas quemadas al sol, motivados a latigazos por varios rudos capataces, arrastraban como podían anillos de columnas, capiteles, podios y todo tipo de bloques procedentes de la orquestra, escenario y gradas hacia el lugar en que decenas de arrieros esperaban con sus carros y piojosas acémilas para cargar aquellos venerables escombros y subirlos hacia las murallas en donde otro nutrido grupo de sudorosos operarios, cincel en mano, adaptaban las improvisadas piezas a las necesidades de las brechas que poblaban las defensas de la ciudad.

Una terrible ola de pensamientos pesimistas invadió la jovial mente de Tito Antonio… ¿Sería ese uno de los funestos presagios del fin del mundo que propugnaban los filósofos proscritos de la secta cristiana? Desde luego, utilizar una elegante columna estriada o el pedestal de la estatua de mármol de una divinidad para reparar un boquete de una triste tapia no podía tener otra explicación lógica. Conocidas eran las ácidas críticas que lanzaban esos charlatanes orientales en sus sermones hacia los opíparos banquetes, el buen vino, los combates de gladiadores, el teatro, las carreras de cuadrigas y los lupanares. Según su mezquina doctrina todo ello eran actividades indignas de una buena persona y propias de seres degenerados e inmorales. Su tío Tiberio siempre le decía que jamás había escuchado mayor sarta de estupideces juntas…. ¿Es que todos los placeres de la existencia y de los sentidos – la lucha en la arena, la comedia, las mujeres bonitas y la gastronomía – están prohibidos para el hombre? Sófocles, Esquilo, Apuleyo… ¿Eran todos ellos impíos? ¿Había que morir miserable para tener una existencia digna? ¿Qué era esa falacia a la que llaman pecado? ¿Y qué terrible mal al mundo ha perpetrado un recién nacido para tenerlo? ¿Qué todopoderoso Dios se dejaría martirizar en la polvorienta Judea por un analfabeto carcelero de provincias? Su padre siempre decía lo mismo en los simposios cuando algún invitado sacaba el siempre recurrente tema: “…demasiados cristianos se dejó el pobre Decio(82). El día que dejen de perseguirlos y sean mayoría serán más fanáticos e intolerantes que los magos persas y arrasarán con todo lo que representa la virtud y moral romana…” Realmente, que semejantes ideas pueriles de liberación terrenal se afincaran en esclavos, labriegos y menesterosos aún tenía cierta lógica, pero que puritanos senadores de nobles raíces hispánicas e itálicas acudiesen a las sesiones nocturnas y clandestinas de esos sirios embaucadores de nariz aguileña, cejas espesas y ojos rapaces no tenía ningún sentido.

Antes de traspasar las abigarradas puertas de la ciudad, Tito no pudo evitar la tentación de girarse por última vez hacia la gran cantera en la que se había convertido el teatro, cuya imponente y medio desmantelada escena se anteponía a la serena vista del valle del Pallantia, río de rumoroso y atípico caudal a causa de la tempestad del día anterior. Sobre el horizonte destacaban el graderío desnudo del Circo y las docenas de cuadriculadas parcelas colindantes que se esparcían por el feraz valle de chatos viñedos y plateadas oliveras refulgentes bajo el sol estival.

Una vez dentro del recinto amurallado dos sentimientos contradictorios se agolparon en la ya confusa mente de Tito. Por un lado se sentía al fin más seguro al amparo de los sólidos y centenarios muros de la vieja Saguntum, que si pudo resistir ocho meses al genial Aníbal y sus feroces tropas africanas no había la menor duda de que era más que seguro que los germanos se aplastarían frente a sus muros. Pero aún así seguía aturdido y apesadumbrado. Y ello era debido al terrible muestrario de miseria, desesperación y abatimiento que podía ver disperso por las callejuelas desde la privilegiada posición de su montura. El cándido frescor y la sensación de limpieza causada por la brisa marina filtrada entre la tupida pinada de la cuesta se transformó de súbito en un ambiente rancio y estanco que expelía todo tipo de tufos y hedores de lo más desagradables. Los sonidos rítmicos del cincel y del canto de la chicharra fueron sustituidos por el barullo, los lamentos, el llanto de los niños y la barahúnda de la plebe que se amalgamaba en la casi repleta ciudad.

Decenas de campesinos y artesanos, esclavos y libertos, daba igual su condición y clase, se hacinaban en cada rincón de la ciudad alta junto a sus familias y escueto bagaje, ocupando las escalinatas de los templos de Baco, Esculapio y de los demás edificios públicos. Todos acarreaban en hatillos las cuatro pertenencias que habían podido salvar de la codicia de los bárbaros. Una pestilencia de difícil definición salía de los estrechos callejones en donde hombres y reses compartían espacio y excrementos. Hasta el alcantarillado, afortunadamente recién liberado de sus inmundicias por la intensa lluvia, volvía a estar repleto de desperdicios. Los denominadores comunes de aquellas pobres gentes era los mismos: resignación, apatía, inanición y porquería... todos ellos visibles en unos rostros tristes, hambrientos y demacrados.

Tito Antonio siguió cabalgando junto a Servio Calvisio y el joven Marco Coranio hacia la parte más alta de la ciudad, lugar en donde se expandía el antiguo Foro de época republicana, el centro de la actividad comercial urbana que había sido constantemente remodelado después de los años para dotarlo de todos los edificios necesarios para la correcta administración pública. Llegaron a la atestada plaza al caer la tarde, bañando los aún cálidos rayos del sol vespertino los blancos mármoles de los soportales. El imponente edificio de la basílica creaba una sombra fresca y extensa a cuya clemencia muchos ciudadanos esperaban inquietos y a resguardo del calor estival novedades sobre los pavorosos relatos que llegaban de boca de los recién llegados procedentes de todos los valles de la antigua región de la Edetania. Los dos oficiales se dirigieron directamente hacia la Curia, lugar en el que Coranio debía de informar a sus superiores acerca de su misión. Aquellos dos militares formaban una pareja insólita, tan dispares en experiencia, clase social y edad y, en cambio, tan unidos en su destino a causa de aquella fortuita crisis.

Calvisio desmontó de su caballo, que entregó a uno de los esclavos de los establos municipales, y se dirigió hacia el grupo de ciudadanos que estaba a punto de alcanzar a duras penas el último tramo entre la puerta norte y el triple templo del Capitolio saguntino. Las mulas subían también con dificultad a causa de su carga a través del fino pavimento pétreo de la ciudad, un empedrado que pagó de sus propios sestercios Cneo Baebio Gémino, un potentado oriundo de la ciudad que llegó a ostentar el cargo de edil y pontífice en los tiempos del divino Augusto y que, como obra final de su flamante carrera política, realizó la donación de fondos necesaria para la culminación del pavimento del foro. Un pedestal con la inscripción conmemorativa de aquel evento, protegido del bullicio y la actividad diaria con una barandilla de gruesa cadena metálica de forja, sostenía una imagen de tamaño natural del primer emperador en el mismo centro de la plaza.

Cuando todo el grupo llegó al final del trayecto sin haber tenido que lamentar más muertes después del breve enfrentamiento en las colinas de Mellaria, Calvisio se quitó su galea, se la colocó bajo el brazo, se secó la frente y con su gran vozarrón les dijo:

¡Conciudadanos! Ya estamos en Saguntum. Aquí acaba mi compromiso con vosotros. Estáis a salvo. Os recomiendo que vayáis a la Curia y que os pongáis bajo la tutela de las autoridades locales, que seguro que tendrán ocupación y alojamiento para todos. Es lo que yo mismo pienso hacer en cuanto acabe mi discurso. Mañana al alba realizaré un sacrificio público a Minerva y Fortuna como agradecimiento por la protección que nos han brindado durante el viaje.

¡Gracias Servio! Lo que has hecho por nosotros no es fácil de olvidar. Yo no esperaré a que los esquivos dioses te recompensen. Ven cuando quieras a mi propiedad de Bulión, si aún existe, que serás bien recibido – le dijo el irónico Ventidio, un acaudalado terrateniente ganadero, hermano del duunviro de turno valentino, mientras cruzaba un fuerte y sincero apretón de antebrazo con él –

Servio Calvisio, gracias por todo – le dijo Tito Antonio colocando fraternalmente la mano sobre su hombro –

Gracias a ti, muchacho. Tu conocimiento del terreno y tu valor nos han sido de gran ayuda. Tu padre estaría orgulloso de ti... – respondió el centurión con cierto afecto, dejando la frase incompleta… –

Ahí quería yo llegar... Estoy dispuesto a recuperar fuerzas con algo caliente de comer, una jarra de vino fresco y un lecho mullido y montar grupas en cuanto sea posible hacia Valentia. Presiento que aún puedo ser de ayuda allí, además sólo tenemos las vagas noticias que nos ha dado Coranio...

No te suicides gratuitamente, chico – le espetó – Ya has visto como está el camino. Si vas al trote por la calzada serás presa fácil de esos miserables, y si vuelves por los pantanos tardarás más de un día. Y por allí tampoco tienes garantías de llegar ileso. Si hemos conseguido llegar aquí ha sido por pericia, prudencia y una pizca de fortuna.

¡Pero mi padre sigue allí!

Eso sólo lo saben los dioses. ¡Apiano! Tráeme a esa escoria que atrapamos ayer. Seguro que habrá alguien en todo Saguntum que podrá entender sus gruñidos mejor que yo y averiguar más cosas sobre estos desgraciados.

El joven Antonio se dirigió junto a los dos miles y el reo hacia la Curia. La madre de Tito, con fiebre alta y muy pálida, quedó al cuidado de Antonia bajo los soportales de la esquina del pedestal votivo de Lucio Manlio Fabiano. La hija del senador les acompaño. Ambos tenían tablillas selladas con nombres de importantes ciudadanos saguntinos, familiares lejanos o clientes que estaban en deuda con sus respectivas familias. Y había llegado el momento de devolver viejos favores.

Valentia, las memorias de Cayo Antonio Naso
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