I
Pasaron muchos días anodinos aquella primavera en tierras sículas – incluso perdí la cuenta de cuantos fueron, pues todos ellos me resultaron iguales entre si – Aproveché la recomendación del viejo Partocles para intimar con mi peludo casero, el cual resultó ser un tipo de lo más cultivado y amable a pesar de su asilvestrada apariencia. Tan buena relación hicimos durante nuestra estancia en su popina que un buen día nos invitó a acompañarle a una representación teatral que había generado mucha expectación en la ciudad. De hecho, hasta el mismísimo nuevo gobernador asistiría a la función. Entre Unibelos y Epinondas, ambos bien peinados, acicalados y pulcramente vestidos con blancas túnicas de lino para la ocasión, con las barbas bien recortadas y ungidos con aceites y esencias, alquilaron una litera con cuatro lecticiarios para transportar al convaleciente Artemio y, evitar así, que con el esfuerzo se le abriera su aún tierna cicatriz. Paralelamente, Isbataris, el tabernero y yo realizamos el trayecto hasta el teatro dando un plácido paseo entre el rumor de la brisa marina que mecía las ramas de las nogueras y las oliveras y, ya de paso, conociendo en detalle, y de viva voz, las particulares costumbres locales e interesándonos por el emergente mercado vitivinícola de la isla. Ya que teníamos que pasar una buena temporada el la región y teníamos aún ánforas excedentes de nuestros negocios en Italia, que mejor que colocarlas en la isla antes de partir hacia casa abriendo aquel complejo y competitivo nuevo mercado sículo. De todo nuestro heterogéneo grupo sólo yo llevaba puesta mi flamante toga sobre la túnica al estar esta prenda reservada exclusivamente a la ciudadanía romana.
Llegamos a la abarrotada entrada del teatro, una sobria construcción semicircular de poroso granito gris que recubría una suave colina frente al mar. El complejo me dejó anonadado, pudiendo comprobar que los siracusanos sí que valoraban el teatro como lo que era, algo grande, mágico y fabuloso. No negaré que quedé un tanto perplejo debido a que había visto pocas o ninguna de aquellas maravillas arquitectónicas en mis tiempos de juventud, y mucho menos repletas de gentes tan variopintas y tan ricamente ataviadas. Alcanzamos la entrada del vomitorio principal donde seguimos viendo decenas de damas luciendo sus altos y complicados peinados muy elaborados con tirabuzones, lazos y pinzas, arriesgados artificios postizos, a veces de diversas tonalidades, con el que pretendían desbancarse entre ellas a ver cual más innovador, joyas que centelleaban con el día luminoso, esclavos vestidos como oligarcas oretanos y acaudalados potentados de toda la isla, todos ellos luciendo túnicas, estolas, clámides y togas de tan diversos colores, con estilo y sin él, pugnando por conseguir un buen sitio en las primeras localidades de la cavea. Varios esclavos estaban afanados en ayudar a la plebe, menos afortunada a la hora de poder escoger asiento, a colocarse correctamente en el graderío alto mientras que los vendedores de fruslerías, jarras de refrescos de granadina y entrantes fríos hacían negocio con los espectadores más hambrientos. Pharos, que era como se llamaba nuestro compañero sículo, nos había reservado una sorpresa. Al presentar sus credenciales, visiblemente marcadas con el sello del pretor, a uno de los operarios que distribuían el aforo por los vomitorios secundarios, el funcionario en cuestión movilizó con celeridad a un par de sus subordinados que nos acompañaron hacia el centro de la platea. Pasamos frente a la imponente escena frontal, ricamente decorada con estatuas de eruditos, poetas, literatos y todo tipo de genios y divinidades entre columnas de pulido mármol de tono rosáceo. Teníamos reservadas cinco envidiables e inaccesibles localidades en la zona de las autoridades, en el centro de la orquesta frente al púlpito.