V
Llegó la hora de salir hacia la residencia de nuestro anfitrión, así que, escamados por la noche anterior, Isbataris, Unibelos, Cesio y yo descendimos de las naves para reunirnos en el ya por entonces desierto muelle. Íbamos armados hasta los dientes y ligeros de telas, cubriendo todo el hierro que llevábamos con unas simples pénulas de lana, indumentaria nada adecuada para acudir a un banquete, pero totalmente necesaria a tenor de los pasados acontecimientos.
Artemio se quedó en la “Gorgona” recuperándose del pinchazo que se le había inflamado y enrojecido a pesar de los empastes que le había aplicado el médico. Una vez la cuadrilla estuvo reunida comenzamos a atravesar la urbe en la quietud sombría de la noche, teniendo que sortear el mismo tipo de zafios moradores de la velada anterior. Utilicé mi falárica como sustituta del báculo; el resto del grupo iba armado como si fuesen a tomar Cartago, con más metal oculto en sus ropas que en los montes del interior del alto Betis(372).
Subimos por la sinuosa calle de los alfareros hasta un barrio residencial donde bonitas y espaciosas casas de dos plantas se apretaban en la colina entre fragrantes parterres de rosales, lirios y embriagadores narcisos. Y tal y como comentó Décimo, en una de ellas pudimos ver pintado en su valla el lema de la familia Suetonia, un cuerno de la abundancia sobre un delfín. Llamé a la puerta y nos abrió un elegante y rasurado esclavo de avanzada edad, el cual nos condujo pausadamente al atrio, iluminado por decenas de lucernas pendidas de hermosos candelabros de bronce. Pasamos por el vestíbulo en el que un “Salve Lucrum[49]” escrito con piedrecillas de antracita en el centro del mosaico anunciaba el carácter comercial de su amo. Como no, una grácil estatuilla verdusca de Mercurio presidía el rumoroso estanque central del atrio desde la cual brotaba una débil corriente de agua que se ramificaba por los aromáticos setos de lavanda y murta.
Una bella y alta esclava africana de tez oscura, gruesos labios y grandes ojos almendrados, vestida con un peplo corto de lino blanco que dejaba sus recios muslos al aire, dibujaba explícitamente su firme contorno y contrastaba magníficamente con su brillante y oscura piel, nos invitó a seguirla. La esclava nos llevó hasta un comedor delicadamente decorado con frescos que recreaban escenas heroicas de Héctor y Aquiles en La Iliada. La estancia estaba bien provista de braseros aromáticos y lechos acolchados en la que bandejas de frutas de temporada y copas de plata estaban listas para su disfrute. Un par de solícitos esclavos tracios llegaron para liberarnos de nuestros bártulos. Les entregamos cortésmente las gruesas pénulas carpetanas, pero no los filos, que se quedaron con nosotros ante el estupor del esclavo de mayor edad.
En aquel instante apareció Décimo Suetonio acompañado de un sujeto cuya repelente faz no olvidaré por muchos años que viva. Era de mediana estatura, más bien robusto y más o menos de mi misma edad por entonces, tez muy morena, nariz curva, pelo oscuro ensortijado y ojos grises de mirada fría y calculadora. Sus labios eran finos como un tajo en la manteca y su mentón estaba partido, fisonomía puramente sícula, e incluso diría casi africana.
Salve, joven Antonio… ¡Cómo me alegro de que hayáis salido sin ningún rasguño!
No lo dirás por mi gubernator Artemio; cojeará demasiados días por culpa de esos cerdos epirotas – le repliqué –
Lo lamento mucho, amigos; precisamente lo estábamos comentando ahora… ¿Cierto? – intervino Suetonio girándose hacia su misterioso acompañante – La inseguridad de esta ciudad se está convirtiendo en una plaga difícil de erradicar.
Afortunadamente, ayer fueron los matones los que se llevaron la peor parte – le contesté mirando fijamente a su ladino acompañante – Sólo un cretino inconsciente enviaría a una banda de cabreros a luchar contra bravos guerreros íberos…
Por lo que he oído esta mañana en el los soportales del foro, parece ser que fueron unos salteadores forasteros los que os atacaron pensando que llevaríais las bolsas llenas – intervino el sujeto en cuestión –
No lo parece, lo fue; por cierto… ¿Nos conocemos? – le contesté en tono amenazante –
Perdón, soy muy mal anfitrión, joven Antonio; te presento a mi administrador, Mamerco Suetonio...
¿Níger(373)? – no le dejé acabar su presentación, soltándole con un tono despectivo el apodo familiar, un tanto vejatorio, que nos había soplado uno de sus esbirros agonizantes –
El hipócrita administrador arqueó sus pobladas y oscuras cejas. Parece que le sorprendió que supiésemos su cognomen…
Sí, por Níger conocen a mi familia siciliana, hispano… ¿pero cómo es que lo sabes? – me respondió el aludido –
Me lo dijo anoche un pajarito.
Que ya no podrá volar nunca más... – murmuró Isbataris, en íbero, a media voz y en un tono un tanto sarcástico –
Niger es mi eficiente nuevo administrador y hombre de confianza de la familia – prosiguió Suetonio – Lo conozco desde hace años, cuando aún era mi esclavo, y desde entonces ha trabajado duro para mí.
No te puedes ni imaginar, querido Décimo, el placer que nos produce conocer personalmente a tu liberto Mamerco Suetonio Níger; mis hombres ardían de ganas de verle en persona… especialmente él – le dije señalando a Unibelos que le miraba como un jabalí furioso –
El cetrino administrador se puso blanco cuando vio la expresión de odio del contestano, deseoso de sacarle las tripas allí mismo y sin más dilación.
Veo que estás más informado de lo que me pensaba – prosiguió el artero liberto –
Pues si, en el calor de las tabernas, con un poco de vino y unas pocas cuchilladas, se sueltan las lenguas...
Del todo... yo me llevo una de recuerdo – susurró Unibelos también en íbero con mucha sorna, produciendo un brote de hilaridad en Isbataris y Cesio que no pasó desapercibido para nuestro anfitrión –
Por favor, acompañadme al triclinio y tomemos un poco de vino para aclararnos la voz – dijo Décimo intentando romper el tenso ambiente entre su albacea y nuestro grupo. Parecía no entender nada de lo que estaba pasando, pero no podíamos confiarnos; sería demasiado peligroso –