VIII
Poco más pude disfrutar de la compañía de mi padre durante la infancia, siempre de guerra en guerra. Se recuperó en un par de meses de sus huesos rotos y demás heridas y volvió al servicio activo la primavera siguiente. Otro nada difuso recuerdo pueril tiene que ver con mi asistencia a las clases cada mañana acompañado por el enorme Bodo, mi pedagogo[17], el esclavo astur de confianza de mi abuelo. Salía bien temprano desde casa hasta el foro, en aquel tiempo en plenas obras de edificación de la basílica, la curia y del triple templo capitolino. No tendría por entonces más de siete años, pues recuerdo que del cuello aún pendía mi bulla. Acudía cada mañana al toldo del foro pavoneándome como un legado, paseando orgulloso y altivo pues tras de mi, como un bravo portaestandarte, me seguía el gigantón celta. Bodo me llevaba en su morral el estilete y el encerado. Mi abuelo, a pesar de haber en la colonia nuevos manumisos griegos que ejercían su infame profesión por cuatro sestercios al mes, acabó contratando los servicios de un experto preceptor, un tal Aristífanes de Mileto. Era aquel siniestro individuo un viejo liberto de origen cario que ya se había encargado con éxito y contundencia de la educación de mi hermano Lucio.
Recuerdo que tenía buenos amigos en clase. Emilio Antonino, el hijo de un liberto y cliente de la familia, Sexto Vitrubio, Manio Gratio y Cneo Labieno, nietos ambos de veteranos de Lusitania como yo y grandes amigos de la familia. Juntos salíamos durante el verano a cazar ranas entre las cañas del foso, pescar barbos en el río y horrorizar a alguna chiquilla diciéndole, con la cara pintada de blanco y azul, que éramos feroces numantinos errantes con sed de sangre. Chiquilladas. Algunos azotes bien merecidos recibimos de padres alterados por nuestras pesadas bromas. Los soportamos con entereza, pues teníamos que ser duros… a la fuerza.
Porque mucho más duro que nosotros era el tal Aristífanes. Sus clases siempre serán para mí un recuerdo imborrable, por muchos años que los dioses me permitan ver el amanecer. Aquel valiente hijo de Plutón tendría por aquellos tiempos ya sus cincuenta años, una barba y melena gris, rala, luenga y desaliñada y unas largas manos encallecidas, ásperas y nudosas con las que aplicaba con pericia sus inclementes castigos cada vez que no recordabas en el orden exacto los ríos de Hispania de Oriente a Occidente, o los reyes legendarios de Roma o cualquier otra lista absurda que memorizar. Fuera lo que fuese, siempre acababa recibiendo; cuando no me trababa leyendo era porque me olvidaba de meter en la lista a Tarquinio Prisco(139) o alguna de las doce tablas(140)y Aristífanes me hacía levantar del banco en el que me sentaba y me atizaba con una rama verde de adelfa en las nalgas unos latigazos que hacían que al llegar a casa tuviese que sacar un cubo de agua fresca del impluvio y limpiarme del culo las costras de sangre que se me pegaban a la túnica. A la salida de las clases volvíamos a nuestras casas magullados e imaginándonos una muerte lenta y laboriosa para aquel griego infame, empalado, crucificado como los proscritos o enterrado vivo. La única esperanza que teníamos era poder perderlo de vista cada nueve días o durante la llegada de las largas y anheladas vacaciones estivales(141).
Así pues, entre los varazos que me propinaba aquel viejo cabrón amargado, las interminables ristras de cosas para memorizar de legislación, geografía, matemáticas e historia, el ir y venir de esclavos acarreando en sus carretas las azuladas losas de las canteras del interior del valle para la nueva pavimentación del foro y el barullo de los artesanos, cincel en mano, ajustando los sillares para la edificación de los edificios públicos de la activa colonia, acabé los estudios del nivel elemental.
Tenía doce años cuando pasamos al nivel medio, el mismo año en que casi nos ahogamos en una de esas súbitas y bruscas crecidas otoñales de nuestro río. Aquello sucedió poco después de reanudar las clases, a primeros de las nonas de October. Después de llover a cántaros durante día y medio, el Tyris se desbordó cauce arriba, a la altura del altar de Término en la bifurcación del brazo sur, y los muretes de contención construidos para tales efectos fueron insuficientes para frenar que la inundación irrumpiese en la colonia. Las calles de Valentia se llenaron en instantes de torrenteras de barro y cañizo y muchos habitantes perdieron vida y bienes a causa de aquella repentina y descontrolada avenida. Nosotros salvamos lo más importante, los rollos de la contabilidad del negocio, los cofres con las monedas y joyas, algunas ánforas y los pertrechos y aperos agrarios que pudimos, subiéndolos deprisa y corriendo a las estancias de planta superior mientras veíamos impotentes como los remolinos de agua turbia y enlodada se colaban violentamente por todas partes envolviendo y desplazando el mobiliario de la casa. Sólo tuvimos que lamentar la pérdida de uno de los caballos, las reservas de grano y legumbres, todas las gallinas del corral y de un viejo esclavo mauro que no sabía nadar y que se ahogó atrapado entre el heno y las sacas de las cuadras.
Los días siguientes al desastre no hubo clases a pesar de salir el sol con un brillo tan feroz que desecó las terribles huellas que había dejado la riada. Valentia lo pasó muy mal. El agua de los pozos y las fuentes, sucia y estancada, estaba emponzoñada y podrida por la descomposición que nos rodeaba. No todos los ciudadanos habían sido lo suficientemente precavidos para haber salvado suficientes tinajas de grano, conservas, vino y demás víveres de la fuerza de las aguas. Nosotros sí lo hicimos y teníamos suficiente para ir comiendo y bebiendo moderadamente hasta que los caminos fuesen transitables de nuevo y pudiésemos salir de la embarrada isla. La corriente arrastró hacia el marjal norte de la desembocadura del Tyris el viejo puente de madera, el primero que se construyó sobre el río y que, según el testimonio de los más ancianos, había sido levantado en tiempos del cónsul Junio Bruto.
El foro era un verdadero barrizal infecto repleto de charcas e insectos. Las blancas columnas corintias y las paredes de los soportales estaban ensuciadas de lodo encostrado hasta la altura de un hombre. Entramados de cañas y ramas estaban apelmazados y enmarañados sobre las estatuas de los dioses que no habían sido tumbadas por la fuerza de la corriente. Toda la extensión de la plaza desde la basílica hasta los templos era una inmensa ciénaga de barro blando en el que bultos de ganado muerto, cañas, restos de mobiliario y bártulos arrastrados por la corriente se amalgamaban como lúgubres ingredientes de una inmensa y repulsiva coca. Aquellos días cambiamos las clases de matemáticas e historia por una pala y un carrito de mano en el que cargar las inmundicias, enseres, cadáveres y cientos de libras de pestilente lodo y verterlo todo de nuevo al río o a la pira. Por orden del Senado se quemaron sin demasiada liturgia todos los cadáveres para evitar que se propagasen las enfermedades del aire y el agua y los duunviros organizaron grupos de diez ciudadanos, gestionados por un decurión y equipados con cubos de agua y vinagre, rastrillos, cepillos y escobas, para dedicarlos a sacarle brillo de nuevo a las losas, pedestales, estatuas, fuentes y edificios públicos, fieles testigos de los restos de la riada.
Restaurada la normalidad, el despiadado Aristífanes siguió al cargo del grupo en su tenderete del foro durante el resto de la temporada, al menos más contento gracias a que el repiqueteo de los picapedreros y carpinteros había cesado al estar concluidas las obras de la curia, la basílica y los centros de culto acuático. El templo de la Tríada Capitolina, el menos afectado por la riada, se erguía independiente, soberbio e impoluto en el centro de la plaza. La triple cela estaba construida sobre un sólido podio de arenisca de pocos pies de altura al que se accedía a través de una escalinata de mármol, mismo material de la columnata y friso. Las imágenes de Minerva, Juno y Júpiter, relucientes, esculpidas y pintadas al más puro estilo heleno por un equipo de esclavos griegos presidían cada una de sus respectivas celas. A su lado también estaba terminada la porticada de la curia, comenzando aquel mismo día de las nonas de Martius tanto el curso escolar como la primera sesión del Senado valentino. Estaba orgulloso de ver a través de la lona que nos independizaba del bullicio de los tenderetes como mi abuelo y otros ilustres togados debatían en azarosa conversación frente al pórtico cubierto de la entrada. Más de un varapalo me llevé por desviar mi atención de la excelsa explicación de Aristífanes sobre las caprichosas aventuras de Zeus a las afanosas conversaciones de mi abuelo con sus colegas magistrados locales. Como todo adolescente alocado pensaba que las letras no dan pan.