XXI

Los muros de Saguntum les protegieron de los francos, pero no de las hondas secuelas que aquella devastación. Varios días después de la invasión, Marcia murió en casa de los Cecilios a consecuencia de las altas fiebres producidas por la infección de las llagas de sus pies. Nada pudieron hacer los físicos por retenerla. Fue incinerada al día siguiente y sus cenizas depositadas en una labrada y cara urna oscura de terra sigilata(105) importada de Campania a la espera de poder llevarlas a la necrópolis familiar en cuanto la crisis pasase. Tito, habiendo perdido en una semana a casi toda su familia, no tuvo que pensarse mucho entrar en la centuria de nueva creación que Calvisio había formado con las levas saguntinas, quedando destacado en las defensas como centinela en el muro sur. La comida escaseaba, estaba racionada por la curia, y la cisterna estaba bajo mínimos. Sólo la misericordia de los dioses podría salvarles de un asedio largo y dramático. Los ciudadanos más pesimistas hablaban de una nueva prueba de gallardía al estilo de la gesta de la segunda guerra púnica, aquella muestra de terquedad suprema que había llevado a la vieja Arse a inmolarse ante los ojos atónitos de Aníbal. Entre guardia y guardia, jornada y jornada, hambriento y taciturno, tenía dos dedicaciones bien diferenciadas, pero no por ello menos embaucadoras…

La primera era visitar a su hermana Antonia, la única persona que le ataba al mundo de los vivos, y por supuesto, de paso a la joven y grácil hija del senador Plautio, alojadas ambas indefinidamente en la domus Cornelia. Tito y Plautia paseaban y charlaban durante sus escasas y calurosas tardes libres por las sombras confortables del peristilo entre las fragancias de los jazmines, una exótica planta persa que se estaba introduciendo en todos los jardines de la gente pudiente. Era el único paréntesis de felicidad, como si todo siguiese igual que siempre dentro de un horror que crecía y crecía por momentos al otro lado de los muros de la ciudad. El pánico se alimentaba a diario entre la ciudadanía con los conatos de asalto que ciertas partidas de francos escindidas de la horda principal realizaban anárquicamente contra la muralla saguntina. Todos los ataques habían sido rechazados con bravura por los defensores, pero uno de ellos, nocturno, silencioso y muy bien tramado por aquellos demonios, por muy poco no había abierto una brecha en el bastión de poniente; aquel agujero habría supuesto la irreversible caída de la ciudad y la tortura y muerte atroz de sus habitantes.

Las noches eran terribles, perladas de resplandores que marcaban los incendios de las granjas y villas rústicas que eran presa de los salvajes. Alaridos horripilantes y desesperazos cruzaban la noche, procedentes de la inmensa oscuridad de los montes y sembrados colindantes. Los bárbaros no se iban, no proseguían su camino de devastación hacia la Bética; parecían a gusto saqueando la indefensa Tarraconense, asaltando villas a las bravas o pactando pagos de suculentos tributos con aquellas ciudades capaces de repelerles. Se escuchaban murmuraciones entre las levas de que Popilio había enviado a un emisario para entablar un pacto con el caudillo de los bárbaros. La oficialía más veterana lo tildaba de ruin y cobarde, pero la cruda realidad era que no había más salida posible que negociar con los salvajes y comprar la tregua con plata que aplacara su inagotable codicia.

Y la segunda y no menos importante dedicación durante sus permisos militares fue la de sentarse al cálido resplandor de una lucerna de dos bocas y comenzar a leer con interés los manuscritos de la “Historia” de la familia Antonia que con tanto celo le había entregado su tío, unos desconocidos documentos que conformaban el legado póstumo del viejo Tiberio. Un soleado día de principios de otoño, después de que un contubernio de reclutas le relevara bien entrada la tarde de su tramo de patrulla, Tito se encaminó a su cubículo cedido en el peristilo de la casa de los Cornelios. Se sentó en su taburete de cuero, abrió el zurrón y extrajo con cuidado los antiguos rollos. Colocó también sobre la mesa el pulido anillo dorado con la vid, que centelleaba con las llamas de la lucerna, el elaborado collar, la extraña pulsera circular de caprichosos relieves puntiagudos y el frasquito de vidrio repleto de semillas. Se sintió como aquellos grandes hombres de leyenda de la lejana y añorada República que trabajaban y leían día y noche, durmiendo apenas unas horas al día, velando por el bien de la patria.

Viendo que los rollos estaban enumerados, tomó el pomo del pergamino correspondiente al primer volumen cuyo enunciado era “Hijo y Nieto de Héroes” y lo sacó de su cilíndrica funda de madera. Así fue como el joven Tito Antonio, entre guardia y guardia, asalto y asalto, conoció de primera mano las insólitas peripecias de sus ancestros, unos hombres extraordinarios que vivieron aquellos tiempos excitantes y revolucionarios de la agonizante República que en aquel momento, ya extinta y después de más de más de un par de siglos de monarquía mal disimulada y gobernantes mediocres, parecían avocados a desaparecer engullidos por las oleadas bárbaras en la más profunda oscuridad.

Valentia, las memorias de Cayo Antonio Naso
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