II
Los acontecimientos que se precipitaron pocos días después me hicieron olvidar por completo las duras advertencias de Canine. En efecto, su preocupación era real, muy real. Un gran alboroto me sacó de mis quehaceres en el despacho del peristilo dos días después de aquel disgusto cuando la noticia de que Saguntum había recibido a una legación pompeyana llegó al foro y se expandió con el ímpetu de una riada de taberna en taberna. Salí de casa hacia la plaza. Sabía que encontraría al viejo en uno de los bancos de “La Cornucopia”, pues aquella mañana tenía que visitar al funcionario de la ceca junto al cuestor de turno, Vivio Antonio Pulcher, para supervisar los nuevos acuñamientos coloniales de ases y denarios de plata. Le oí desde la calle tronar como un tirano enajenado…
¡Traidores, perros traidores! – exclamaba mi padre, rojo de ira e irritado, golpeando con su puño la mesa de burda madera en la que Cayo Herennio, el cuestor y él se estaban agenciando una jarra de vino puro para rebajar el desazón –
De nada sirve ahora lamentarse, Antonio – le decía Herennio – He de salir hacia Pallantia para coordinar con Perpenna la defensa del valle. Sus dos legiones, más las cohortes de la milicia que dejaré aquí a tu cargo, serán suficientes para desviar a Pompeyo hacia el interior.
Buenos días, domine – le dije al legado, sentándome en un trozo de banco libre junto a él y uniéndome a la animada conversación – ¿Creéis que ese es su plan? Aún le escocerá el culo del desatino del año pasado. Yo creo que viene por venganza…
Es probable, joven Antonio. Por los informes que me llegan de su gordo colega de baile, sé que después de quemar a los caídos en el Singilis partió de la Turdetania hace unos días y que debería de estar ya por los cerros de Vivatia. Sertorio intentará interceptarlo cerca de las estepas de Laminio(466) o en el puente de Mentesa.
¿Tan seguro estás de su ruta? – le preguntó el tal Pulcher, uno de los dos cuestores de turno de aquel año y colega de mi padre en la gestión financiera de la colonia –
Sí; Metelo seguirá la Via Heraclea, es un tipo muy previsible.
Umm… creo que Mentesa está muy lejos de aquí, en la frontera entre tierras carpetanas y oretanas. Sertorio no podrá socorrernos en caso de que necesitemos urgentemente de su intervención – le subrayé al legado –
Así es, muchacho, por eso mismo es necesario que parta ya para el acuartelamiento. Antonio, te dejo mi anillo para que tomes las decisiones que consideres oportunas en mi nombre – le indicó Herennio a mi padre levantándose del banco – Valentia está en tus manos. No me atrevo a dejar a ese inmaduro de Perpenna como único responsable al frente de nuestras dos legiones.
Camina ligero, compañero. Fuerza y Honor – le contestó el viejo, dándose un apretón de brazos con el legado –
Cuanta razón tenía Cayo Herennio. Dejarle el mando de un ejército a Perpenna era como poner a un babuino como imperator. Marco Perpenna Vento era un aristócrata de segunda línea con una trayectoria más turbia que las aguas del Tyris en October. Procedía de una discreta familia de la clase ecuestre cuyo máximo exponente fue su padre, que llegó a ser cónsul. El hijo nunca estuvo a la altura de su progenitor pues sólo consiguió como tope en su cursus honorum ejercer de pretor(467). Pero sus fechorías y tropelías de toda índole le hicieron granjearse multitud de enemistades en los círculos senatoriales más conservadores de Roma. Era un juerguista declarado, como otros muchos más por entonces, que vivía al límite de su erario y cuya conducta pública no era muy virtuosa, de fiesta en fiesta y de culo en culo. Por ello, y por más cosas que jamás sabremos, tuvo que huir de las purgas de Sila a Liguria, acabando su periplo de éxitos como gobernador de Sicilia, provincia que esquilmó severamente hasta que Pompeyo lo expulsó de la isla. Acabó su carrera de despropósitos refugiado en Sardinia durante el consulado de Marco Emilio Lépido, otro simpático vividor con su misma carencia de escrúpulos. Cuando supo que Sertorio se había adueñado de la situación en Hispania, embarcó a las tropas populares que heredó allí del tal Lépido y se plantó en la Citerior buscando que el amparo del sabino le permitiese continuar con su licenciosa existencia. Primero intentó actuar por su cuenta. Sólo eso hubiese sido suficiente para alertar de sus siniestras intenciones a Sertorio. Pero sus hombres le abandonaron a la primera de cambio para ponerse bajo el mando del sabino, al que admiraban, cosa que el advenedizo en cuestión nunca le perdonó. La envidia le reconcomía. Pero jugaba con ventaja. Habían coincidido juntos en Roma durante los horrendos acontecimientos de la matanza de los mercenarios de Mario que orquestó sin miramientos el tuerto y, por ello, sabía que Sertorio siempre le tendería el brazo a uno de los protegidos de su mentor. Qué gran error, Quinto, que gran error...
Tal y como Canine me había advertido, las vanguardias de Pompeyo llegaron a un Saguntum que les abrió sus puertas sin resistencia y que permitió que, días después, las legiones consulares acamparan cómodamente entre la falda del cerro y el río, reponiendo fuerzas antes de su marcha hacia el sur. Sólo un pequeño y molesto oppidum indígena obstaculizaba su avance arrollador hacia el corazón del valle del Tyris: Enesa. La noticia de la traición saguntina hizo que la Curia movilizase a todos los hombres capaces de blandir un arma en varias mille passuum a la redonda. Tuve que aprender de mano de mi padre, y sin demasiado esmero, como esgrimir correctamente un escudo reglamentario y templar un pilo… De nada valdrían mis técnicas de suburbio frente a soldados profesionales.