III
Llegó el tibio otoño, y con él comenzó el último tramo de mi educación. No todos mis compañeros de andanzas escolares entrarían en aquella última etapa, pues Apolodoro de Eubea, el rhetor(170) más prestigioso de toda Valentia y encargado de impartir el inicio del cursus honorum a los chicos más pudientes, cobraba por sus servicios cinco veces más que un gramaticus(171). Entonces fue cuando entendí la mala saña del agrio, despiadado y miserable Aristífanes. Al margen del alto coste del rhetor estaba la irregular economía familiar del resto de mis compañeros de escuela, también hijos y nietos de veteranos licenciados como yo. Algunos de aquellos hombres habían sido incluso héroes condecorados con coronas que, desdichadamente, Fortuna no les había favorecido con el paso de los años. Siendo ciudadanos, latinos o romanos, de pleno derecho no llegaban a tener suficiente pecunia para entrar como decuriones en la cámara valentina. Y por tanto, mucho menos los recursos mínimos para contratar a un caro preceptor griego. Aquellos muchachos siguieron siendo mis amigos de pandilla y farra, frecuentando juntos tabernas y fiestas, pero todos ellos comenzaron a ocuparse de los austeros negocios de sus padres como aprendices de carpintero, albañil, tintorero, ganadero o tabernero. Dos de ellos se enrolaron en las legiones, siguiendo la estirpe familiar. Nunca más volví a verlos. Realmente, en aquella época no me seducía nada la idea de alistarme en el ejército. Había mucho que hacer en la colonia, tenía un montón de ideas para ayudarle al viejo a prosperar con el negocio, los feroces bárbaros estaban muy lejos y la paz imperaba en la provincia. Y tenía claro que el abuelo me habría querido reservar para fines más loables que poner copas y trinchar salchichas en un fétido thermopolium.
Apolodoro era un poco más fino que el viejo Aristífanes, pero no por ello menos condescendiente en aplicar su estricta disciplina en asuntos de retórica y oratoria. Siempre estaba con la misma frase “si no sabes expresarte ni argumentar tus razones, no mereces ser un ciudadano, mereces ser un esclavo de tu ignorancia”, frase que acompañaba con algún que otro coscorrón imprevisto si tu atención pasaba de la realidad sustancial de Aristóteles a los prietos muslos de alguna bonita esclava que pasara cerca del toldo. Le encantaba enfrentarnos en sus distraídas controversias(172) para ver de qué forma éramos capaces de crear un discurso, directo y convincente, para defender sólo con la retórica nuestros intereses. Mi madre no opinaba al respecto. Era una dama descendiente de una casta guerrera, tradicional y austera, a la que le resultaba un tanto afeminada tanta pérdida de tiempo en aprender Historia, Filosofía y Matemáticas. Pero la abuela Antonia, que un día se llamó Sicedunin, también íbera de nacimiento como ella pero viuda de un centurión emérito inmerso hasta las cejas en la política colonial, siempre le decía a su nuera que “para que el chaval tenga futuro ha de empezar con buena educación. Por desgracia, para defender la República de los salvajes ya está tu marido, el tribuno sabino ese amigo suyo que es más listo que un zorro y su jefe, el astuto Mario; Así que dejemos a los profesionales de la guerra que sigan con lo suyo y hagamos que él se dedique a hacer que la colonia sea más rica y próspera”. Y es que por esos años mi padre seguía envuelto en las sangrientas guerras con los invasores germanos en los bosques de la Galia Narbonense, luchando junto al Cónsul Mario y su valeroso y audaz cuestor Quinto Sertorio.
Pasaron los tres años dedicados a estudiar a los filósofos griegos, las ironías de Sócrates, los diálogos de Platón o las sátiras de Diógenes, aprendí a declamar bonitas frases en exquisito latín y a meterme en pleitos gratuitos con mis colegas sobre asuntos banales, poniendo a prueba mi capacidad de persuasión, locuacidad y razonamiento. Después de obtener la tablilla sellada por el rhetor con su aprobación, y con ella el preciado título, me incorporé de lleno a ayudar en sus empresas al liberto de confianza del abuelo, Demetrio, un ya anciano cretense que había sido la mano derecha de la casa de Publio Antonio durante el inicio del negocio y que administraba a su antojo las cuentas de la producción de los lagares durante las largas ausencias de mi padre. El abuelo le había concedido la manumisión en su testamento, pero ello no fue óbice para que el ya libre Demetrio Antonio siguiese igual de entregado al negocio familiar. El viejo albacea estaba cada vez más limitado en sus lentos movimientos a causa de una extraña afección crónica que le inmovilizaba la pierna izquierda. Dicho mal iba siempre acompañado de un tremendo y punzante dolor que le dejaba aterido. A todo ello se sumaba un velo cristalino en sus ojos que le impedía ver con claridad las cuentas. Me convertí en sus ojos y sus piernas, yendo de aquí para allá con sus directrices, acompañándolo a la basílica y aprendiendo de él el noble arte del comercio y la correcta gestión económica de los recursos siempre limitados. Siempre estaré agradecido de los consejos de aquel viejo loco.