V

Llegamos a Dianium en la víspera de las Saturnales. Aquellas fueron las primeras después de la tragedia que pasé fuera de nuestra casa valentina. La ciudad abrió un paréntesis en la cruda realidad de la guerra y cada familia se preparó para la semana de comilonas y festejos. Se respiraba optimismo en las calles, limpias y engalanadas para las populares fiestas. Mi hermano decidió que de nada serviría mantener el luto crónico por la falta de nuestro padre, así que le encargó a Aniceto que comprase en el macellum del ágora dulces, carnes y pescados además de unos cuantos patos salvajes del marjal para prepararlos en un banquete meritorio de un rey de Asia. Además, las pesquisas de Emilio habían conseguido localizar y recuperar a Nuna y varias de las esclavas de la casa Antonia que se habían refugiado en Sucrone después del desastre. Nuestra cocinera tendría una experta ayudante para las fiestas.

Aniceto no falló en su cometido y compró cinco magníficas piezas de a dos libras cada una para prepararlas en la cena del cuarto día de las Saturnales[72], el día grande de las celebraciones en el que los excesos gastronómicos, y los otros más libidinosos, estaban permitidos. El administrador de mi hermano organizó el banquete a su gusto, tal y como ya había hecho durante la visita de Sertorio y los embajadores; se gastó más de lo que la cordura de Catón aconsejaría para estas cosas(510). Además de nosotros, invitó a la fiesta al griego Antígono, a Bomílcar y Demetrio, al medico Menufeth y al legado Tito Papirio Níger, todos ellos desplazados de sus hogares y retenidos durante el invierno en Dianium por diversos motivos. A mi hermano, que en el fondo siempre fue un sentimental, le sabía mal que toda la ciudad estuviese de jarana y ellos tuviesen que comerse a solas unas tristes gachas remojadas en vino peleón de taberna.

El día en cuestión llegaron los invitados sobre la hora duodecima.

Aniceto había dispuesto el triclinio grande para la recepción. Los esclavos domésticos les fueron colocando sus coronas florales, les acompañaron hasta el impluvio para que pudiesen asearse en la fontana y desde allí los fueron acomodando según llegaban en mullidos divanes triples alrededor de la mesa de bronce y mármol de los valles del Mons Novar en la que irían colocándose los diversos manjares. Mi hermano, mi cuñada y yo estábamos en el diván principal, Aniceto, su esposa y Níger en otro a nuestra derecha, Emilio, su esposa y el egipcio en el tercero a nuestra izquierda y los tres pónticos en el lecho adicional frente a nosotros. La estancia estaba perfectamente caldeada con varios braseros de los que emanaban esencias y le conferían al ambiente un toque exótico. Fuera, el día era desapacible. Un recio viento del noreste cargado de humedad agitaba las cortinas y entumecía los huesos. El constante rumor del oleaje cercano podía escucharse con nitidez desde el peristilo. Era uno de esos días en los que el vino caliente y especiado entra con mucha más facilidad.

Mi hermano contrató los servicios de un tratante de esclavos que disponía de hermosas piezas de alquiler para atender los refinados banquetes de las clases altas. Sabiendo de qué pie cojeaba el embajador del Ponto, se agenció en el contrato a un par de efebos del gusto del griego para que se encargaran de atenderlo en todo momento y estuviesen pendientes de él. Del resto de las bonitas escanciadoras sólo diré que, cuando Aniceto palmeó para que diese comienzo el ágape, parecía un desfile de ninfas. Muchachas jovencitas de carnes duras, ligeros peplos y no más de quince primaveras vertían el cárdeno oro de los Antonios desde sus elegantes cráteras de loza ática. Todo un lujo oriental.

Se sirvieron en primer lugar todo tipo de entrantes, aceitunas preparadas con tomillo y ajedrea, boquerones encurtidos traídos expresamente de la famosa “Laterna”, albóndigas de pescado con cebolla picada y coriandro, sepias cocidas de la bahía y moluscos hervidos en su propia agua marina con ajo, cebolla, pimienta y laurel. Pero la estrella del menú fueron los hermosos patos que había conseguido Aniceto por la mañana en el macellum. Eran ánades, patos silvestres del marjal, aves de escasas carnes, magras y sabrosas. Los había mandado preparar según una antigua receta que había leído en un tratado gastronómico que heredó de su padre, un esclavo doméstico que estuvo como albacea al servicio de un adinerado senador en su villa de Tusculum(511) durante su juventud y el cual le concedió la manumisión, y una buena bolsa, a su fallecimiento.

Tal y como solía hacer cuando tenía la suerte de poder cenar en casa de mi hermano, me pasé por las cocinas antes de la llegada de los invitados para ver en acción a la gruesa Edereta, su experta cocinera. Allí tenía todos los ingredientes para preparar las suculentas aves y sorprender a los invitados con su elaborada presentación. Pasé un buen rato con ella y con Nuna, que se postró ante mí sollozando al verme indemne. Curioseé entre sus fogones, picando de allí y de allá, mientras supervisaba como una de las esclavas domésticas recién llegada con Nuna filtraba el vino de una de nuestras mejores ánforas con la ayuda de un par de las escanciadoras y lo traspasaba a varias cráteras áticas de muy bella factura.

Hacía frío en Dianium, así qué mejor remedio para reconfortarnos del fresco de la tarde que rebajar el vino con un quinto de miel silvestre y ponerlo sobre las ascuas del hogar. Tibio entra mejor en invierno. Edereta seguía en lo suyo. Lavó y preparó los patos y los puso a cocer lentamente en una gruesa marmita con agua, sal y eneldo. Cuando ya se estaban cociendo, sacó la marmita del fuego y extrajo los patos. Los lavó de nuevo y los salteó en la sartén con aceite, garum rojo y un adobo de puerro y cilantro, esparciendo trocitos de nabo bien lavado y cortado en láminas. Después comenzó a cocerlo todo hasta que rompió el primer hervor. Entonces añadió el defritum[73] como colorante. Mientras tanto, Nuna estaba preparando en un ancho cuenco de barro una salsa con pimienta, comino y cilantro. Cuando los ingredientes estaban bien macerados lo mezcló todo con vinagre y con el propio jugo de la cocción, vertiendo la salsa sobre los jugosos pedazos de pato y dándole un nuevo hervor.

A un aviso de Aniceto entraron las gráciles muchachas portando cada una un labrado catinum(512) oval conteniendo el delicioso manjar dispuesto sobre un lecho de nabos y migas de harina, todo espolvoreado con pimienta negra. En ambos extremos de las fuentes Edereta había colocado la cabeza y el colorido plumaje de la cola de los ánades, confiriéndole al plato una presentación fabulosa. Hubo unanimidad de elogios ante la vista de las viandas y el apetitoso aroma que emanaban. El hábil administrador de mi hermano había vuelto a acertar en su elección del plato principal. Los comensales dieron buena cuenta de las piezas ensartándolas en sus lígulas(513), regadas regularmente con el vino caliente y fuertemente especiado que las muchachas, y el efebo, repartían con solvencia. Con el intervalo entre el plato principal y los postres se abrió la tertulia…

¿Al final qué vas a hacer cuando llegue la primavera, te vas a quedar aquí con tu hermano o vas a reunirte con Sertorio? – me preguntó el legado después de apurar su copa –

Lo he estado meditando. Llevo días cavilando sobre ello.

¿Y que has decidido? – preguntó mi cuñada mirándome con curiosidad mientras jugaba con uno de los largos tirabuzones de su complicado peinado –

Tengo pensado un plan pero, para llevarlo a cabo, necesitaré de vuestra ayuda… La de algunos de vosotros – le contesté, repartiendo mi mirada entre el legado y nuestros invitados asiáticos –

Cuenta, cuenta, por favor, ¿de qué se trata? – dijo Bomílcar –

Por la ira de Júpiter que pienso vengar a nuestro padre y, por ello, he de saber de los movimientos de nuestros primos para poder prepararles con vuestra ayuda una trampa letal.

En eso te puedo echar un cabo, amigo. Nuestros contactos escudriñarán cada popina de la costa desde aquí hasta Massalia para averiguar su paradero – comentó Demetrio –

Mis agentes en Tarraco, Emporiae y Calagurris seguro que también se enterarán de más cosas. Podremos atraparlos – añadió mi hermano –

Sí, pero el tema va más allá. No sólo quiero ir a por ellos; me quiero llevar también a Canine…

¿Canine? ¿Quién es Canine? – interpeló Bomílcar –

¿Aún sigues atrapado por los encantos de esa sacerdotisa de Afrodisio? ¿No has tenido ya bastante con su perfidia? Juegas con fuego, Cayo – sentenció mi hermano, señalándome con su índice acusador –

Cayo, ya te dije en su día que ese romance tuyo te costaría muy caro… No juegues con los designios de los dioses – comentó Emilio –

¿Y cuál es el problema? ¿Es una muchacha? Pues vamos, la raptamos y nos volvemos – soltó Bomílcar, quedándose más ancho que largo –

Si fuese así de sencillo, amigo mío, ya estaría aquí. El problema es que es la hija de un cacique arsetano que ostenta la ciudadanía romana gracias al padre del joven imperator, que está consagrada a Afrodita y que es más que probable que ahora esté en el campamento de Pompeyo en tierras vasconas.

¡Coño! ¡Por las leonas de Cibeles! ¿Y no podías haber elegido otra chica más fácil? – contestó Demetrio –

Esa Venus vuestra es un poco veleidosa; revolotea por donde no debe y luego pasa lo que pasa – susurró Bomílcar –

No siempre estará allí – me replicó Níger – En cuanto los hielos remitan, comenzará de nuevo la campaña. Entonces se volverán a ver las caras los dos gallitos. Ese será el momento ideal de actuar. Lo importante es averiguar si ella está con la turma de su padre. Del resto ya nos preocuparemos cuando estemos saltando la empalizada.

Hermano – me susuró cogiéndome del brazo – aunque agradezco vuestra ayuda, el asunto de nuestros primos es sólo nuestro. No te preocupes que antes de lo que piensas sabremos donde encontrar a esos hijos de Plutón y darles su merecido.

Por Ares y Tiké – exclamó Antígono – Que ambas divinidades os ayuden en vuestra noble encomienda.

Por Cayo Antonio Naso, y por el resto de nuestros difuntos, que en los Elíseos estén, y… por el sagrado velo de Némesis, que la diosa me glorifique con su favor y me permita culminar mi empresa con diligencia – le contesté yo alzando mi ancho caliz griego hacia el cielo –

Así sea – dijeron todos –

Aquella noche reímos como hacía meses que no lo hacíamos, gozamos de la buena comida, la buena compañía, del vino añejo que con tanto esmero guardaba el viejo y de los contorneos de las escanciadoras que, una vez acabada de servir la cena, continuaron amenizándonos la velada con sensuales bailes báquicos al son de unas flautistas desnudas que pululaban alrededor del triclinio. Era una noche que permitía ciertas licencias que cualquier otro día no son bien vistas. De hecho, los thermopolia y burdeles de las ciudades solían atestarse bien entrada la tarde de gente juerguista que acababa la noche totalmente ebria y durmiendo la cogorza apoyada en los soportales del ágora. Los esclavos se unieron a la fiesta bebiendo con nosotros y tomando pastelillos de almendra, sésamo y miel de espliego y tomillo, pasas, dátiles de Numidia, higos secos con nueces y demás postres típicos de la estación. Era la única ocasión en todo el año en que les estaba permitido alzar el rostro del suelo y estar entre sus amos compartiendo lecho y copa. Las dos cocineras recibieron una espléndida gratificación por sus magníficos guisos. Era una noche sin amos ni esclavos.

El opíparo banquete fue degenerando en conversaciones absurdas a causa de las barrigas saciadas y los efluvios del vino. Poco a poco, fueron aflorando los instintos más básicos del personal. Un par de esclavos comenzaron a acariciarse lascivamente al son de la música y con ello pareció darse por concluída la cena para dar paso a la fiesta. El legado Papirio Níger se excusó ante nosotros y fue el primero en salir de la villa. Mi hermano y su esposa, como anfitriones serios, se retiraron a sus aposentos, al igual que Aniceto y Emilio con sus respectivas esposas, dejándonos allí a los que no teníamos compromisos entre las tiernas bailarinas y los efebos para que saciásemos nuestras apetencias. El embajador del Ponto abandonó su sobria compostura y comenzó a palpar descaradamente a uno de los dos efebos, el cual siguió complaciéndolo devolviéndole las caricias con una amplia sonrisa. Eros(514) golpeó con contundencia a los dos amantes, que se retiraron hacia unos divanes que había frente al atrio y allí dieron rienda suelta a su lujuria, siendo el jovencito imberbe el que recibió con gusto las embestidas pasionales del parlamentario griego. Demetrio y Bomílcar, a ver cual más bestia de los dos eructando, se agenciaron a un par de bailarinas a las que desvistieron allí mismo de sus vaporosos peplos y comenzaron a sobar sus turgencias impúdicamente, cosa que he de decir que me excitó sobremanera. Creo que acabamos todos por igual. Nunca me he sentido cómodo yaciendo en público con mujeres y sé de muchos que en aquellos tiempos lo hacían habitualmente. Yo me llevé al peristilo, con escalo, sigilo y en privado, a otra de las bellas escanciadoras, de pelo negro y ensortijado como la noche y grandes ojos del color de la miel silvestre, con la que retocé como un gorrino hasta bien entrado el amanecer.

Valentia, las memorias de Cayo Antonio Naso
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