VI
Comenzaba a anochecer cuando el relieve de las repletas ínsulas del puerto de Ostia se elevaban en el verde horizonte, sobre las cuales relumbraban las blancas columnatas de los tres magníficos templos del Capitolio iluminadas con los últimos destellos del sol. Poco a poco, debido a nuestro precario gobierno de la nave, nos fuimos acercando a la concurridísima entrada de la dársena interior que, a pesar de las avanzadas horas de la tarde que eran, seguía aparentemente inmersa en su frenética rutina. Mercancías procedentes de los dos extremos del Mare Internum transportadas en sacos de tela, cajas de madera o diferentes vasijas de terracota iban de lado a lado de los atestados muelles. Todos aquellos bultos eran acarreados por extenuados esclavos estibadores, cual atareadas hormigas durante el estío, deseosos de que las autoridades portuarias diesen por concluida aquella eterna jornada y poder recuperar fuerzas en sus celdas royendo un chusco de pan rancio y sorbiendo de un pellejo de agua. Salvamos la fina escollera norte y echamos el ancla frente a la estrecha garganta que llevaba al interior del recinto portuario. Mientras tanto, toda la tripulación se dedicaba a otear desde mástiles y escalas el resto de naves fondeadas en busca del conocido signo del racimo impreso en el velamen y toldilla de la “Europa”, o los rechonchos cascos pintados de bermellón de las saguntinas “Hidra” y “Quimera”.
Artemio, deberíamos de bajar a tierra y buscar las atarazanas; hemos de reparar concienzudamente la nave. Fortuna nos ha arropado en sus brazos, pero no deberíamos tentarla de nuevo – le sugerí a mi gubernator mientras contemplaba sereno la inmensa flota mercante allí atracada –
Razón tienes, domine. Poseidón nos ha remolcado hasta aquí para algo. Tenemos un nuevo problema: el bote auxiliar, gravemente dañado durante la tormenta, no pudo seguir resistiendo y se hundió poco después de zarpar de Ilva. Si no tienes inconveniente, podemos hacerle un juego de señales luminosas a los funcionarios portuarios para que nos envíen una nave de alquiler, vayamos a puerto y veamos el coste y disponibilidad de los talleres – me contestó Artemio –
Vayamos pues… ¡Epinondas, fondea la nave al pairo! ¡Cesio, encarámate al trinquete de proa y haz la señal de ayuda al vigía de la entrada!
Poco después de los destellos que el veterano marino dirigió hacia la casamata portuaria, una esbelta liburna de servicio llegó a nuestro costado impulsada por los remos de sus ocho esclavos germanos, a la cual bajamos y, tras el pago de sus honorarios, nos condujo al muelle. Ya en tierra, le preguntamos al que parecía el patrón de aquella barcaza por los astilleros.
Seguid esta calle hasta la siguiente esquina y entonces girad a la izquierda. Pasaréis por una ínsula en la que en sus bajos hay dos tabernas y varias tiendas de efectos náuticos. Proseguid por esa estrecha callejuela hasta que veáis la dársena interior. Una vez allí la tendréis que bordear, pues los astilleros se encuentran frente a la entrada del canal de servicio – nos indicó aquel tipo, educadamente y en un correcto latín, quizá algo afectado de griego; tenía que ser un liberto, estaba seguro –
Seguimos las concretas indicaciones del funcionario recorriendo la concurrida calle de los depósitos; no he visto mayor cantidad y varidedad de productos juntos en toda mi vida. En aquellos almacenes se hacinaban las bandejas de pescado conservado en sal, los parcos sacos de cereales – que por miles se descargaban diariamente procedentes de África y Egipto –, cientos de tinajas turdetanas y ánforas de vinos griegos, afamados aceites de Narbo y garo hispano, cajas de loza negra del Ática, anguilas vivas en estanques portátiles, productos exóticos de las lejanas Persia e India, esencias, esclavos y fieras de las recónditas tierras del interior de Libia y muchas más preciadas mercancías cada vez más demandadas por los excéntricos y descaradamente ricos patricios para sus estridentes celebraciones en los grandes palacios del centro del poder de la República.
Ya oscurecía cuando llegamos a la dársena interior. Era aquella un gran lago artificial de planta octogonal a media construcción, comunicada con el mar por un ancho canal que servía de fondeadero seguro a todos los pesados navíos mercantes que traían casi a diario todo lo anteriormente mencionado.
Buscamos los talleres navales, los famosos astilleros de Ostia capaces de reparar más de diez naves simultáneamente, encontrándolos al otro lado de la dársena, cerca de donde comenzaba la populosa calzada que conducía a Roma. Hablamos con el capataz de las instalaciones portuarias que, por una nada despreciable comisión, aceptó incluir a la “Gorgona” dentro de la inmensa lista de espera de reparaciones. Pero por muy rápida y cara que nos saliese la operación, no tendríamos el navío listo para zarpar antes de ocho días. Tenía dos opciones; quedarme a supervisar los trabajos en la corbita o cumplir la promesa dada a mi padre de buscar el paradero de mi hermana. Obviamente, opté por la segunda.
Regresamos a la nave para pernoctar con el resto de nuestros compañeros de risas y desdichas. Al día siguiente, bien temprano, levamos anclas y, con la ayuda de un remolcador que contratamos la tarde anterior camino de vuelta desde las atarazanas, llevamos la nave hacia el canal de servicio que conducía a la dársena. Una yunta de bueyes arrastraba la nave desde tierra por el canal, siendo sustituida por una barcaza a partir de la entrada del lago. Llegamos frente a uno de los diques secos dispuestos para reparaciones donde dos potentes yuntas de reses sacaron nuestra nave del lago por una leve y prolongada rampa, sujetándola a las orillas del dique con gruesas maromas y colocando calzos de madera en su astillada quilla para evitar que se deslizase hacia la laguna.
Negocié el alquiler de una planta entera de una amplia fonda sita en un edificio de vecindad cercano para poder dormir en lecho caliente durante los días que durasen las reparaciones. Aquella decisión fue alabada por la tripulación unánimemente. Era un edificio nuevo, bien ventilado gracias a su acertada orientación al norte y diseñado según las nuevas tendencias arquitectónicas, donde se evidenciaba la necesidad de apelotonar a la plebe en el menor espacio posible. Su entrada principal daba al muelle. A ambos lados de la angosta escalinata de acceso a las plantas superiores se hallaban una taberna de exquisita clientela a base de meretrices, jugadores de dados y magos orientales que hacía esquina con el inicio de la calzada que conducía al foro; al otro lado había una verdulería que exhibía frescas lechugas, endibias, acelgas, sacos de legumbres y demás verduras de temporada junto a otra tienda de alimentación y bebidas en la que pude ver expuestas, entre otros interesantes productos, las bien conocidas ánforas de aceite de Cástulo e Itálica. Me ofertaron una segunda planta en otra ínsula a mejor precio, la cual desestimamos inmediatamente al tener en sus bajos una importante lavandería. No me apetecía que respirásemos por la noche los vahos de las grandes tinas de orín con las que los resignados esclavos enjuagaban de sol a sol las togas, túnicas, manteles y demás textiles(299).
Artemio y yo nos acomodamos en la primera planta, compartiendo cubículo por parejas para no tener que venderle a un prestamista judío mi torques para poder pagar el alquiler. Realmente, entre el soborno del funcionario, los honorarios de los talleres y el alquiler de la fonda, me salió por un ojo de la cara la reparación de la “Gorgona”. Pero fue un contratiempo económico imprescindible.
Dejamos nuestras pertenencias básicas sobre el basto jergón que nos serviría de catre y abrí el ventanal de madera carcomida para respirar un poco de aire puro en aquella estancia de ambiente rancio. Un rayo de sol matutino me cegó por un instante, pero, cuando recuperé la vista, ante nosotros se expandía la laguna portuaria – que reflejaba como un escudo pulido la luz diurna –
cercada por su geométrico muelle en el que pululaba un bosque de mástiles y velas replegadas en los que las aún oscuras formas humanas trajinaban cargadas con todo tipo de enseres comenzando otro agotador día. Los gritos de los capataces sólo eran contestados por el graznido de las gaviotas. Aquella visión no se me ha olvidado nunca; Ostia es el puerto más caótico, anárquico a la par que grandioso que he visto en toda mi vida.
Qué grandes diferencias se aprecian entre las amplias casas de las nuevas ciudades lejos de Italia, en las provincias fronterizas como mi querida Citerior, comparadas con los infectos bloques de inquilinos construidos precariamente con ladrillo y mortero de muy dudosa robustez que atestan los barrios periféricos de las grandes ciudades, tal y como pudimos ver en aquella cosmopolita Ostia. Aquel inmenso puerto circunstancial había pasado de ser un simple acantonamiento cuyo objetivo era proteger la desembocadura y el curso bajo del Tíber desde el mar a la urbe a convertirse en el emporio de ruines mercaderes de mil razas, cientos de hábiles artesanos, atractivas prostitutas y adivinos pérfidos y embusteros que esquilmaban con sus finas artes y encantos a todo aquel necio extranjero que cayera en sus manos.