III
Ya era noche cerrada cuando llegamos a la entrada de la villa. Un fornido sujeto nos abrió la puerta, me presenté y muy cortés nos condujo al atrio. Los nubios de Menufeth y las mulas fueron llevados a los establos por el lacayo en cuestión mientras que otro esclavo nos atendía, liberándonos del peso de nuestras penulae empapadas por el relente.
Instantes después apareció como un relámpago mi hermano mostrándonos su impecable sonrisa. Le vi más recio que en nuestra última cita, más envejecido, pero más sereno. La barriga se le empezaba a marcar en la túnica; el mal del casado. Como ya he comentado, siempre fue mucho más audaz que yo, ávido de aventuras y conocimiento, y por ello dejó muy a gusto en mis manos la gestión de nuestros viñedos, encargándose él mismo de la difusión de nuestro producto por los más recónditos mercados del Mare Internum.
¿Cómo estas, rufián? – me dijo a la vez que me estrujaba contra él con un potente abrazo que yo secundé también alegre y emocionado de volver a verle –
No tan bien como tú, sátiro frustrado, pero… ¡Por los alados pies de Mercurio! no hay más que verte, parece que tengas un pacto con Neptuno para que cada viaje te cebe y fortalezca – le respondí con un guiño de ojo y una franca sonrisa en completa complicidad con él –
Una vez me soltó de su fuerte abrazo, se retiró dos pasos hacia atrás observando el grupo formado por los recién llegados; miró al egipcio y me espetó:
Bueno, hermanito, ya veo que sigues bien, estás más alto, más fuerte, más guapo y más maleducado… ¿Ya se te han olvidado las lecciones de Aristífanes sobre los buenos modales? ¿Me vas a presentar a nuestro invitado o lo tengo que hacer yo mismo?
Este tipo de comentarios eran típicos de mi hermano; me separé del grupo y con un vistoso gesto le dije en griego clásico:
“Por supuesto, hermano. Te presento al ilustre Menufeth de Alejandría, sacerdote de Bastet, médico y astrólogo de afamada reputación y excelsa clientela desde las costas de la Edetania a las más remotas aldeas de la Celtiberia, especialista en desafiar los malos humores y las penurias de los hombres, fruto siempre del capricho de los dioses”
Y mi hermano, ante la elaborada presentación de su nuevo huésped y su endémica falta de oratoria en griego, sencillamente respondió:
Bienvenido a mi domus, Menufeth de Alejandría, los amigos de mi hermano son mis amigos, así pues siéntete aquí como en tu propia casa.
Como era de esperar en alguien de modales tan cultivados como el egipcio, así le respondió:
Es un gran placer poder disfrutar de tu hospitalidad, noble Lucio Antonio; tu hermano me ha hablado largo y tendido de tus virtudes, capacidad, arrojo y valentía tanto en la vida como en los negocios… ¡Que Horus siempre pose su ojo sobre ti!
Mi hermano nos respondió, dejándonos perplejos:
Gracias, Menufeth, yo también te deseo el favor eterno de los dioses. Bueno, supongo que estaréis muy cansados, y más después de cabalgar de madrugada por la encharcada Via Heraclea, dormir en una fonda repleta de chinches, navegar medio día en pleno invierno con el descerebrado de Isbataris y, aún así, tener tiempo de despacharos un suculento almuerzo y sacrificar na paloma en el templo de Diana… ¿verdad?
Pude comprobar que la red de contactos de mi hermano seguía funcionando más que bien... le respondí:
Como siempre impresionando a tus visitas, Lucio… ¿Cuántos sobornos tienes que pagar a diario para saber todo lo que ocurre en la Citerior? A este ritmo tendremos que vender los viñedos de Septem Aquis sólo para pagar a tus informadores. No sé como ese entrometido de Metelo no te ha enviado a algún agente suyo con el fin de reclutarte para su causa...
Mi hermano soltó una sonora carcajada, tras la que nos respondió:
No seas exagerado, hermano; en estos últimos tiempos el negocio está marchando muy bien, pero fuera de Hispania y su absurda guerra civil que está machacando el comercio que nos mantenía vivos. Nuestro vino está ganado adeptos de nivel en los nuevos ricos de Italia y, desde éste último viaje, también en los adinerados de Tracia, Iliria y Macedonia, todo ello gracias a que tengo ciertos tratos con estos navegantes cilicios que a día de hoy son los verdaderos señores del Mar. Los habréis visto esta tarde merodear por Dianium. Son unos tipos crueles y despiadados, toscos, osados y completamente anárquicos, unos maleantes que se mueven en bandas independientes. Pero, aún siendo así su espíritu indomable, no tienen ninguna pega en ayudarse entre sí para obtener un jugoso botín. En cuanto al temible Metelo, ese ricachón “piadoso” hijo de héroes, es un estúpido cretino, seducido por la vida fácil y los sonrosados glúteos de sus jóvenes criados. Cuando lo agarre el tuerto se lo va a explicar, eso siempre y cuando el Senado le de más tiempo y no le mande volver a casa con su flácido rabo entre las piernas. Por cierto, hablando de nuestro victorioso procónsul, llegó esta tarde un poco después que vosotros. En estos momentos estará en la sala de audiencias de la Curia reunido con parte del consejo.
Mientras charlábamos, mi hermano se dio cuenta de que Antonino acababa de desembarazarse de su húmeda clámide de viaje y de sus sandalias repletas de barro mientras era asistido por dos esclavos domésticos. Se fue cara a él y, estrechándole el antebrazo, le dijo:
¿Y tu que tal estás? Veo que sigues cuidando de que los negocios de nuestro padre sigan prosperando. Bienvenido. Mi administrador Aniceto se alegrará de poder charlar con un homólogo suyo tan eficiente como tú; estoy seguro que algo bueno de ti aprenderá.
Emilio Antonio fue un leal trabajador, yo diría más, un buen amigo; en su juventud su padre fue esclavo de mi abuelo Publio. Desconozco su origen exacto pero por su nombre, Caciro, y por el recuerdo de su duro acento, diría que era vacceo o pelendón. Su madre era una esclava arévaca(232), Kara, que fue manumisa junto con él por mi abuelo como recompensa por su providencial ayuda durante unas lluvias torrenciales que, por sorpresa, a punto estuvieron de arrastrar a mi madre y su séquito por un barranco cuando iban de camino a la villa rústica de Kelin.
Como hijo de libertos, Antonino debía gratitud y servilismo a la familia. Por ello, Caciro le encomendó la gran tarea de ayudarle con las cuentas al viejo Publio, cosa que no se le daba nada mal. Así pues fue educado junto a mí por los mismos preceptores griegos, y una vez concluidos los estudios entró como administrador de las fincas, trabajando al frente de la contabilidad de las empresas de la familia bajo la supervisión del viejo Demetrio. Y su hijo, Antonino, era uno de mis compañeros de juerga más allegados que cogió el relevo a su padre cuando éste falleció. Estuvo a mi lado hasta el último día…
Años después, cuando sus ahorros así se lo permitieron, Antonino tomó por esposa a Aretaunin, la única hija de Biurtilaur. Era éste un importante magistrado arsetano, intendente principal de la ceca Municipal y personaje de cierto prestigio en la ciudad. Su suegro le cedió unas tierras de secano en la Via Heraclea, entre el puerto y las tres colinas de Mellaria, cerca del gran abrevadero de Puteus, donde edificó su modesta villa. Poco tiempo la pudo disfrutar.
Mi administrador, con mirada triste a la vez que sincera, le respondió:
Muy bien, domine. Como veo que bien sabes, orgulloso de seguir al servicio de los Antonios a pesar de las fatalidades de estos tiempos tan turbios. He recibido notas y correspondencia diversa de tu secretario y será un placer para mi conocerle personalmente y ayudarle si es menester.
Gracias amigo; me alegro de verte, estás en tu casa. Siempre lo será, por mucho y malo que suceda.
Antes de retirarnos nos invitó a acompañarle a las cocinas, donde pudimos deleitar unas pocas lonchas de cerdo curado en sal de Turba, unas albóndigas con salsa de verduras bien calientes y un poco de vino viejo para hacer más agradable nuestro sueño. Mi hermano nos mostró cuales serían nuestras habitaciones, caldeadas y perfumadas para la ocasión. Me tiré sobre la cama. Estaba exhausto de la agotadora jornada. Poco tuve que padecer para dormirme.