IX

Dos días después zarpamos siguiendo la baldía e inhóspita costa de Numidia en dirección a las Columnas de Hércules, travesía tranquila entre bandadas de gaviotas y una mar rizada y fecunda en pescado que mecía nuestras naves tenuemente haciendo llevadera aquella monótona navegación. Hacíamos noche en pequeñas calas a resguardo de inoportunos saqueadores o imprevistos temporales, navegando sólo de día con cierta ansia de llegar frente a las costas de Mauritania, un reino cliente de la República, pero gobernado con total autonomía, el punto ideal para virar hacia el norte y volver a ver las recortadas costas pardas de nuestra anhelada Hispania.

Cuatro días después de nuestra partida de Útica llegamos a un puerto interesante, a unas cincuenta millas al oeste de Icosium, el que fue antiguo emporio cartaginés de Lol, que, por lo que sé y si no ha cambiado, sigue siendo lugar de residencia estival de los monarcas de la dinastía mauritana vasalla de la República.

Lol es un lugar totalmente anárquico. Aquel emporio era fin de trayecto para muchos mercaderes caravaneros del interior. Los fuertes vientos secos de las montañas, cargados de polvo fino y minúscula arena, barrían los callejones colindantes al desordenado puerto mercante en donde naves de muy diversas procedencias fondeaban en busca de un poco de agua fresca y alguna mercancía exótica de las siempre fantásticas regiones de más allá del mar de desérticas dunas, horizontes incógnitos ya en tierras de negros y tribus getulas. Bajamos Unibelos y yo a merodear por el puerto entre las miradas un tanto hostiles de aquellos mauritanos que, entre los pliegues de sus complicados tocados, escrutaban nuestros movimientos sin perder detalle. El espectáculo era estremecedor; Nubes de coloridas moscas revoloteaban sobre un puesto de carnes, espantadas tímidamente por un famélico esclavo sin mucho éxito con un abanico de hojas secas de palma. Un desfile de mujeres entradas en años, y completamente tapadas por sus vastos vestidos azulones desde la nariz a los tobillos, llevaban sobre sus cabezas toscas tinas de barro, supuestamente repletas de agua, para vendérselas a los marinos encargados de la intendencia de las naves extranjeras atracadas en la dársena. Una imprecisa plaza atestada de gentes escandalosas se abría a pocos pasos de los angostos y tortuosos callejones portuarios en el que representantes de varios establos caravaneros atendían a los intrépidos mercaderes recién llegados desde el sofocante interior de Numidia. Una peste indescriptible salía de uno de aquellos callejones donde curtidores y tintoreros dejaban secar sus productos al cálido aire del sur del país, inundando la plaza con la pestilencia de sus tintes y pieles aún poco curtidas. Rebaños de borregos, de enmarañado pelaje para esquilmar, eran conducidos por unos ariscos pastores hacia un redil en donde serían subastados al día siguiente, día de mercado y, por ello, de máxima asistencia y rentabilidad. Polvo, excrementos y suciedad se apilaban en cada rincón de las callejuelas de Lol.

A simple vista, parecía grotesco pensar que la inmisericorde República estuviese interesada en intervenir en los asuntos intestinos de tan deprimida región, austera, paupérrima y sumamente extensa. Pero aquella fachada de presunta penuria y miseria escondía dos enormes tesoros; el primero era que Mauritania era la puerta de la inmensa Libia, una de las zonas de mayor producción de cereal y ganado de la ribera sur del Mare Internum, una verdadera granja inagotable para un belicoso estado ubicado en una península ya totalmente parcelada, una nación guerrera cada vez más fuerte y, por ello expansiva, que año a año tenía a más y más de sus súbditos luchando a muchas millas de sus campos en los mil y un conflictos en que estaban inmersas las legiones de las provincias fronterizas. Por lo tanto, los terruños de los bravos legionarios habían sido expropiados por los cicateros aristócratas o, simplemente, estaban desatendidos y sin poder producir el necesario grano con el que alimentar al pueblo. Y el segundo, y no por ello menos importante, Mauritania era el punto natural de exportación de los productos exóticos que tanta demanda tenían en la gran urbe: fieras insólitas y esclavos negros y atléticos de más allá de las altas y ocres montañas donde mora el titán Atlas, del otro lado del gran desierto que los caravaneros llaman Teneré[54]. Eran éstos últimos muy requeridos por los más avezados lanistas para entrenarlos tridente en mano como reciarios en las escuelas de gladiadores, ya que los grandes patricios habían descubierto su pasión irrefrenable por las orgías de sangre en las improvisadas palestras de arena de cualquier fiesta privada… y algunas de sus esposas también habían descuierto en ellos otros atributos ocultos que estaban causando furor entre las clases altas; Lol no sólo era puerto de embarque de esclavos, también de plumas de avestruz para los abanicos de las casas ricas, amplias y tupidas, una garantía de frescor durante el tórrido verano en manos de un buen esclavo, y gemas de una purísima calidad que hacían las delicias de los orfebres de medio mundo. Mauritania es un país inmensamente rico repleto de gente imensamente miserable.

A mi modesto parecer son gentes zafias los mauritanos; son tipos arteros y excesivamente negociantes, capaces de marearte hasta el aburrimiento con tal de colocarte lo que les interesa. Mi abuelo, que pasó buena parte de sus años de servicio a las Águilas en el yermo interior de aquellas tierras, me advirtió en muchas de sus historias de lo muy zalameros y embaucadores que pueden llegar a ser aquellos nativos…Mientras te adulan y te dan coba, están buscando tus debilidades. Mi hermano tenía clientes en medio mundo, pero no contaba con ninguno en los puertos de Numidia, no sé si por la influencia negativa de los consejos del viejo o por la terquedad de los comerciantes de por allí, la mayoría de ellos indígenas, aún medio nómadas, poco dóciles y receptivos para adoptar las costumbres y modos extranjeros.

Para poder darle a mi padre, y dársela también a mi hermano, mi propia opinión sobre la idiosincrasia de los comerciantes de Mauritania, me enzarcé a negociar con un caravanero nativo, un bereber que chapurreaba un pésimo latín, el trueque de algunas ánforas de Kelin de que todavía disponía a cambio de algunos productos exóticos de la zona que, a buen seguro, triplicarían el valor del vino en los tenderetes valentinos. Aquel mercader era casi poliglota, como la mayoría de sus congéneres. Malhablada todas las lenguas del Mare Internum. Más de una hora estuvimos el impaciente contestano y yo apretando al comerciante, que sin prisas, y luciendo su amarillenta y ambigua sonrisa, mantenía su postura incólume, pluma arriba, pluma abajo, desviando la conversación a su antojo, preguntándonos por nuestras cosechas, nuestros amores y nuestros caballos. El asistente del mercader, un anciano renegrido de pocas palabras, nos brindó en una redonda bandeja abollada de cobre dos cuencos de vidrio, toscamente pulidos, que contenían una dulce infusión humeante de hierbas silvestres del desierto que no pudimos rechazar para no ser descorteses con nuestro hospitalario anfitrión. Tuvimos que ceder parcialmente a su interrogatorio, contándole alguna interioridad como la tensión política de nuestra provincia o la atracción que me producía la sacerdotisa arsetana. Al final, después de cerca de una hora de cháchara, cerramos el trato con el tozudo mauro y le descargamos cinco ánforas de tinto viejo de Kelin por dos sacos de plumas de avestruz y varias pieles de vistosos colores como de la miel, moteadas con ronchas oscuras. Incluso una de ellas conservaba la cabeza de la bestia a la que había pertenecido con sus feroces fauces abiertas.

Me encanta este pellejo, domine; si no lo necesitas para algún compromiso, te agradecería que me lo vendieses. Me haré con él un capuchón para mi clámide turdetana que será la envidia de media Edetania – me pidió el hombretón –

Cuenta con una de ellas, Unibelos. Será una magnífica pieza para complementar ese peto lobuno que tanto te gusta, pero parecerás más un signífero que un guerrero de tu tribu...

Salimos del pintoresco mosaico de humanidad que formaban aquellos tenderetes ubicados en las orillas de una calle cubierta de garitos de indígenas en los que estantes y perchas acumulaban un sin fin de productos de cestería, alfarería y marroquinería, todo ello muy arracimado entre deteriorados edificios ocres de paredes desiguales de adobe y techos de cañas impermeabilizadas con brea y arcilla. Aquel camino tortuoso repleto de bultos, reses, mendigos, esclavos negros, malabaristas, domadores de alacranes, serpientes y demás indeseables bichos y toda índole de seres harapientos llevaba directamente de vuelta al puerto. Teníamos la firme intención de que la lenitiva brisa marina y el murmullo del mar golpeando la escollera nos librara del tufo a tinturas, serosidades, excrementos de bestias de carga, orines y especias que se había adherido a nuestras ropas y narices. Además, necesitábamos poder descansar nuestros saturados sentidos del asfixiante barullo que se expandía por cada esquina de aquella pintoresca ciudad mauritana.

Al llegar al malecón pasamos por el punto de amarre de la “Europa” y le comentamos a Isbataris que bajara las cinco ánforas al muelle y esperara la llegada de algún enviado de Missarta, que era el sonoro nombre del mercader númida. Una vez dadas las órdenes pertinentes, acudimos a descansar a una especie de thermopolium habitual de navegantes y mercaderes, recuperando el aliento y el olfato con el frescor de la brisa y de una jarra enfriada en el pozo repleta de néctar de granadas que degustamos ávidamente con unos pegajosos pastelillos de verdes pistachos edulcorados con dátiles deshuesados y miel.

Valentia, las memorias de Cayo Antonio Naso
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