III
Las saetas salieron desde la “Gorgona” describiendo una fugaz parábola en la oscura noche, clavándose en las muras de las naves vecinas. Con el movimiento rítmico de las susodichas antorchas desde proa nos confirmaron los hombres de la corbita de Isbataris y de las naves de Aulo Pomponio la recepción del mensaje. Bajé a bodegas para comprobar que la carga no se desplazase con tanto bamboleo y le ahorrásemos tiempo a Cronos para hacernos desaparecer bajo las olas. Allí estaba el tozudo Cesio supervisando varias palancas estratégicamente colocadas para evitar los movimientos del bagaje, sujetando fuertemente el tenso cordaje que mantenía en su justo lugar las frágiles ánforas de vino y el resto de las vituallas…
Este vino estará mucho mejor que el de la cava de mi abuelo en Septem Aquis, amigo Cesio; me han contado que en el estuario del Durius(293), allá en la costa de la Lusitania, suben el vino a las barcazas para que tenga mejor sabor por el efecto fermentador del balanceo – le expliqué tranquilamente, buscando su complicidad y mostrándole serenidad –
Interesante… pero… ¿Cómo están las cosas ahí fuera, domine? – me preguntó con verdadera angustia en su rostro. Estaba allí atrapado entre el constante crujido de las cuadernas y mamparas, con sus pies mojados y ateridos por el agua helada que resbalaba por la escalerilla de popa y respirando el humo espeso de la incólume antorcha de sebo que le servía como única iluminación tanto a él como a los compungidos esclavos africanos que, rezando a sus extraños dioses, ensuciándose encima, mareados y temblando de miedo, se hacinaban en la atestada y fétida bodega –
Todo saldrá bien... ya estamos cerca de la playa; sigue concentrado en mantener estas mercancías a salvo de la ira de Neptuno y sobre lo que nos paguen por estas ánforas recibirás un generoso porcentaje – le contesté dándole una fraternal palmada en su tenso hombro como intento de motivación que en mi fuero interno pensaba que era totalmente en balde –
Seguimos navegando inmersos en el horrendo y salvaje vendaval, ya sin un rumbo cierto durante casi una hora, en una noche larga y oscura sólo parcialmente iluminada por la furia de Júpiter y sus fulgurantes rayos que cruzaban el cielo nebuloso. Durante aquella espantosa hora una tremenda bocanada de viento arrancó de cuajo una de las tensas maromas bastetanas que asían el palo de la mayor, derribando la pesada tela y su sujeción sobre cubierta con un fuerte estrépito que hizo saltar astillas y lastimó de gravedad a uno de los marinos. La alarma cundió entre los hombres al ver como el pesado lastre arrastrado por la borda hacía zozobrar la nave hacia babor peligrosamente, inclinando la cubierta y acercando demasiado el oleaje a la mura. Los golpes de mar llegaban prácticamente a la misma trampilla de la bodega. No tuvimos más opción que cortar las maromas de un hachazo y arrojar la mayor y su aparejo por la borda para estabilizar el barco.
¡Acantilados a estribor! ¡Todos a cubierta! ¡Rápido! – Gritó de repente Epinondas como un condenado; en un arrebato de valentía e inconsciencia había desmontado una de las traveseras de la borda y la estaba utilizando de rudimentario timón intentando eludir los escollos más peligrosos –
Un golpe seco nos derribó a todos. Algunos marinos y esclavos cayeron al agua entre gritos y súplicas silenciadas por las olas. Dos porteadores mauritanos se ahogaron irremediablemente ante nuestra atónita mirada mientras la “Gorgona” encallaba en una estrecha playa de guijarros entre lo que parecían dos altos peñascos. Saltamos por la borda aferrados a las maromas para evitar que la resaca nos empujara mar adentro y recorrimos el corto espacio que nos separaba de tierra medio nadando, medio caminando sobre los cantos de la orilla, dependiendo siempre nuestro avance del capricho de la fuerza del intenso oleaje. Una vez que tocamos tierra firme y recuperamos el aliento tumbados en la playa, comenzamos a emplearnos a fondo con las maromas que estaban atadas a la nave. Allí estábamos los veinte supervivientes estirando con todas nuestras fuerzas de las ásperas cuerdas de esparto, tan sólo ayudados intermitentemente por los duros y aleatorios golpes que el traicionero mar descargaba en la popa de la nave. Poco a poco conseguimos desatascar la quilla de la resistente corbita de su lecho rocoso para vararla en un lugar más resguardado de los afilados riscos al fondo de la cala sobre la lisa playa de cantos y gruesa arena.
Una vez afianzada la maniobra caímos extenuados en un bosquecillo cercano. Teníamos nuestras ropas empapadas y un húmedo helor que llegaba a lo más profundo de nuestros huesos nos atenazaba las extremidades. Epinondas, hombre de grandes recursos, llevaba siempre consigo piedras de encender en una bolsa de cuero que le acompañaba permanentemente pendida del cuello. Así pues, gracias a su previsora manía, encendimos una potente hoguera en un retranqueo rocoso cerca de la playa que tenía dos importantes funciones. La primera y más urgente era secar nuestras túnicas y sandalias cuanto antes para recuperar el calor de nuestros ateridos cuerpos y evitar un extraño mal que bien conocían los marinos por el que los dedos de los pies dejaban de reaccionar y se tornaban morados, siendo el único remedio para no morir de altas fiebres el amputarlos. Y la segunda era que si el resto de la expedición seguía navegando cerca del lugar del siniestro cumpliendo las órdenes de Artemio, aquella hoguera sería fácilmente visible desde el mar en una noche tan oscura.
Ya puedes sacrificar un buey a Poseidón, domine… ¡El buen dios ha sido condescendiente! Sólo hemos perdido seis hombres y el casco de la nave parece casi intacto – me dijo Artemio con un denodado fervor religioso –
No se que decirte, Artemio; si hubiésemos tenido la ventura de los dioses, ahora estaríamos navegando plácidamente por las costras etruscas, como lo hicieron Jasón y sus Argonautas ¿No? – le repliqué, más estoico y menos crédulo –
¡No blasfemes, Cayo Antonio! Hemos sobrevivido a una horrible tempestad gracias a la voluntad de Poseidón. Deberíamos realizarle mañana sin falta una ofrenda para no soliviantarle más. Propongo entregarle en sacrificio una de las cabras que llevamos en la bodega para la leche – me replicó exaltado el griego; hasta aquel momento desconocía su extrema superchería marinera –
Hazlo así si te place, pero pienso que la tripulación necesitará mucho más que el hermano de Zeus esa ofrenda – le contesté apático, pues aquel día no me sentía precisamente muy contento de la voluntad de los caprichosos dioses –
Con las túnicas menos húmedas gracias a la intensidad del fuego y recogidos de dos en dos intentamos descansar alrededor de una segunda hoguera al resguardo de la tempestad por un alto acantilado. Para alimentar la fogata empleamos restos flotantes de la “Gorgona” y las ramas de pino locales menos empapadas. Establecimos dos turnos de guardia mientras Mario y Cesio partieron con sendas antorchas a buscar una atalaya desde donde otear el horizonte en cuanto amaneciese en busca del resto de la expedición. Estábamos perdidos. El experto piloto griego, no se si a causa del golpe en su cabeza o al desconcierto de la última hora, no sabía con certeza en que lugar del archipiélago tirreno nos encontrábamos. Como todos, estaba débil y confuso.